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Los futuros expropiados de la Operación Chamartín: “Llevamos treinta años pensando que nos echarán mañana”

Margarita Botija, una de las pocas propietarias que vive en una casa dentro del perímetro de la Operación Chamartín, señala a la estación desde su patio

Analía Plaza

“Tengo tal cacao en el cerebro, Margarita. Han venido inmobiliarias, gente con interés... Yo digo: ¿y si esto fuera tuyo? Del Ayuntamiento no sabemos nada. Habrá que lucharlo con quien haya que lucharlo, no con cualquier mindundi”.

Manolo sale por la puerta trasera de su casa en zapatillas y habla desde abajo a su vecina, que asiente enfadada y dice que de ahí no se va porque no la pueden echar. Su trocito de calle tiene acera —no como el resto, que está sin asfaltar— y un par de escaleras que bajan hasta donde él está. En las de la izquierda hay una valla; las de la derecha dan al muro que rodea el chalé de Margarita, es decir: a ningún sitio. En el solar de al lado hay un coche y una tienda de campaña de las baratas del Decathlon.

Es una situación extraña porque a pocos metros se encuentra Mateo Inurria, una de las calles más caras de Madrid. Enfrente, las vías de la estación de Chamartín. Y ahí en medio, entre las desconocidas Manuel Ferrero y Rodríguez Jaén, un montón de descampados apiñados, tres asentamientos llenos de basura y chatarra (dos de rumanos y uno de españoles, rodeado de banderas) y varias casitas con vecinos que saben que algún día tendrán que marcharse, pero poco más.

“Es un poco incómodo. No tenemos licencia para hacer nada y llevamos treinta años viviendo con incertidumbre: lo de Chamartín siempre está a punto, pero luego nunca nada”, explica Blanca, que vive en un 'hotelito' (una construcción antigua típica de Madrid) casi al lado de Mateo Inurria. “Mis padres compraron esta casa y murieron, siempre pensando que nos iban a expropiar al día siguiente. Ahora todo lo que sabemos es por la prensa”.

Los de la calle Manuel Ferrero son de los pocos propietarios que quedan con casas dentro del perímetro de la Operación Chamartín. Hay también algunas naves industriales al norte de la M-30, entre el antiguo pueblo de Fuencarral y las vías de tren, en una zona cuyo valor es aún bastante menor. En Mateo Inurria y alrededores el metro cuadrado de la vivienda en venta está a una media de 3.937 euros (y sube hasta los 9.000 según la propiedad). En Tres Olivos y Fuencarral no llega a 3.000 euros, según datos de Idealista.

Si no fuera porque el Ayuntamiento no les construye una acera, porque les multa si no cuidan las malas hierbas de sus parcelas y porque lleva años permitiendo los asentamientos ilegales a su lado, la vida en este trocito de Madrid, a tiro de piedra de Plaza de Castilla, sería más que idílica. “Yo vivo como en Andalucía”, dice Blanca en el patio de su casa, a la sombra de su árbol. Su hotelito, del que enseña un plano original enmarcado, data de 1929: de cuando aquello era una zona de veraneo cercana a la ciudad llamada Chamartín de la Rosa. 

La primera expropiación

Cuando en los años 40 y 50 Franco expropió los terrenos para construir la estación (que se hizo sobre el cementerio de Chamartín de la Rosa), pagó a los propietarios entre 6 y 11 pesetas por metro cuadrado.

En 1993, Renfe sacó el primer concurso para que una empresa privada se hiciera cargo de la construcción de una nueva estación y el desarrollo urbanístico del entorno. Los antiguos expropiados se unieron en un par de grupos   —por un lado, cinco sociedades que acudieron a Jesús Espelosín, ex-concejal de urbanismo con el PSOE; por otro, cientos de familias capitaneadas por el abogado palentino Antonio Vázquez en la asociación No Abuso — para reclamar su 'derecho de reversión'. 

La idea era que si les habían expropiado para darle al suelo un uso ferroviario, pero al final iban a construir casas, tenían derecho a recuperar sus terrenos y venderlos a mejor precio. El montante de No Abuso es tan grande  — asegura representar a más de mil familias que suponen 1,2 millones de metros cuadrados — que se ha dedicado a ofrecer su proyecto a inversores que quieran comprarles ese 'derecho de reversión'. Así, si algún día recuperaran sus terrenos, estos inversores les pagarían a más el metro cuadrado porque podrían revenderlo aún más caro y todos saldrían ganando. Se les conoce como 'reversionistas'.

Al final convencieron al famoso Trinitario Casanova, un promotor murciano conocido, entre otros pelotazos, por haber comprado y vendido el Edificio España en el mismo día. Casanova ha pagado 100.000 euros a No Abuso y prometido hasta 300 euros por metro cuadrado si los propietarios ganan. Es decir: ha “comprado” barato para vender caro, como suele hacer. Pero aún no está claro si ese derecho podrá efectuarse, porque el Supremo ya dijo en 2012 que no procedía. eldiario.es desveló que el último contrato entre Adif y DCN (la sociedad participada por BBVA y la constructora San José) establece que, de haberlas, esas indemnizaciones las paga el Estado.

Nada de esto sucede en Manuel Ferrero, porque los propietarios no son antiguos sino actuales y su circunstancia no es que en su calle vaya a ir una estación, sino que están planificadas varias torres de edificios. En los planes de ordenación del Ayuntamiento en la zona — tanto el anterior como el actual, elaborado durante el Gobierno de Manuela Carmena — sus parcelas aparecen como residenciales. En las imágenes de la promotora, que muestran cómo quedará todo cuando esté terminado, salen siete bloques: dos altos a cada lado y otros cinco más bajitos en el centro.

La calle no mide más de 315 metros de largo y unos 40 de ancho, pero hacia arriba da bastante edificabilidad. En el plan parcial de prolongación de la Castellana, aprobado en 2009, esta era de casi 10.000 metros cuadrados entre las tres parcelas. En el último plan, aprobado el pasado mes de julio, se eleva a 26.765 metros cuadrados con una altura máxima de diez plantas por bloque. Eso son unos cuantos pisos.

Abandonados por el Ayuntamiento desde siempre

Margarita Botija tiene 80 años y el mejor chalé de la calle. Son 190 metros cuadrados de parcela, con planta baja, planta primera y un coqueto porche lleno de plantas. Lo compró en 1984, poco antes de que empezara todo, y ha dedicado media vida a pleitear contra el Ayuntamiento por su acera, primero, y por múltiples cuestiones urbanísticas distintas después. Su denuncia inició el caso Guateque, uno de los casos de corrupción más grandes de Madrid, en el que la jueza pidió el procesamiento de 30 funcionarios y empresarios acusados de organizar una trama para agilizar licencias a cambio de sobornos. Años después fueron todos absueltos al anularse las pruebas.

“Pusieron la casa a la venta y la compramos. Investigamos bien quién era el propietario y nos informamos en el Ayuntamiento, donde dijeron que podíamos comprarla con tranquilidad y que no se iba a expropiar. Pero para entrar teníamos que cruzar un barrizal”, explica. El consistorio nunca llegó a ponerle acera y siempre reconoció que la propiedad de la calle era suya, como al resto de propietarios. Esto no es nada raro  — según explica el arquitecto experto en urbanismo Luis Romero, el 85% de las calles son cesiones del antiguo propietario — pero sí ha sido un enorme fastidio para Margarita, para Manolo, para Blanca y para el resto de vecinos de la calle.

Blanca, por ejemplo, ha tenido que cavar un pequeño conducto en su rellano para que no se le inunde la entrada cuando llueve. Quiso urbanizar ella misma la acera pero el Ayuntamiento no le dio licencia. Tiene la casa en herencia y no puede dividirla para repartir con su hermana. “No te dan permiso para nada. Hace años iba a ver los planos al Ayuntamiento, pero luego cambió, se los llevaron al BBVA y al final ya no miro nada”, cuenta. “Margarita quiere quedarse pero mi situación es distinta, así que estoy a lo que me depare el destino. He buscado un abogado y vivo como siempre, aunque lo mismo me expropian el año que viene”.

Nacho es hijo del dueño del solar de al lado, probablemente el más valioso porque linda con Mateo Inurria. Lo compraron su padre y varios socios como inversión, pero nunca se les dio licencia para construir. “Había una casa que ocuparon. Mi padre y sus socios echaron a los okupas y como justo entró el plan de Chamartín, se paralizó todo. Así que aquí estamos, hasta que los políticos de turno decidan ponerse de acuerdo”, lamenta. La parcela está vacía, pero pagan su mantenimiento con un par de vallas publicitarias. Un año les multaron con 3.000 euros por no cortar la hierba. “Creció mucho y no se podía cortar. Pusimos una denuncia a unos chavales que rompían la valla metálica, se pasó el inspector y al final la multa nos la cascaron a nosotros”.

Ahora, Nacho y sus hermanos esperan a que el plan se apruebe del todo (falta el visto bueno de la Comunidad) y se proceda a la compensación o expropiación. “Mi padre acabó hasta las narices”, continúa. “Falleció hace tres meses, estamos liquidando sus cosas y con esto no vamos a poder hasta que no se solucione. Y es increíble la diferenciación entre la gente que paga sus impuestos y conserva esto y los que no. No hay aceras, nos hacen responsables de la suciedad de la calle... Llamas a la policía y no te hace ni caso”.

La dejadez municipal tiene que ver con dos cosas. La primera, explica el arquitecto Romero, es que la zona está fuera de ordenación. “Figura como una zona de desarrollo que no se ha ejecutado”, indica. “Lo de Chamartín lleva tantos años que esto es un vacío legal donde el propietario no puede hacer nada”.

La segunda es simple y llanamente una estrategia de devaluación de la zona para que a la hora de expropiar se pague a menos el suelo. Margarita, que lleva años sufriendo los asentamientos, lo denomina “una bolsa de deterioro urbano”. No es muy diferente a lo que sucedió en el Paseo de la Dirección, otra larga historia de expropiación en beneficio de unas pocas grandes empresas en Madrid: allí, a medida que se expropiaba pero no se derribaban las casas, entraban okupas y chatarreros que empeoraban la zona. Al final, a los expropiados se les pagó 868 euros el metro cuadrado. Dragados vendió las parcelas con las que se quedó por gestionar la expropiación a  2.888 euros el metro cuadrado.

“En las expropiaciones, los okupas vienen muy bien al principio, porque el que decide el precio es el Ayuntamiento y se pone a la baja”, explica Romero. “Para la empresa, el desalojo es un coste más. Lo curioso es que a la hora de valorar el suelo se incluyen esos costes, así que lo que no saben los propietarios es que los desalojos los costean ellos”. La memoria económica del actual plan de Chamartín valora el precio de venta del producto inmobiliario terminado en 13.200 millones de euros. La superficie transmitida es de 2,65 millones de metros cuadrados, lo que da una media de 4.980 euros el metro cuadrado. En ese precio iría incluido el coste de la expropiación. Cuando se decida, continúa, “habrá gente que lo acepte y gente que pueda costearse un abogado y llegue al Supremo. Y ahí dependerá del juez”.

¿Qué va a pasar con toda esta gente?

Como el proyecto está aún pendiente de la aprobación definitiva de la Comunidad de Madrid, desde el Ayuntamiento solo dicen que “hasta que no se produzca, no se puede avanzar. Una vez se tenga la aprobación, se constituirá un equipo de coordinación para establecer un calendario de actuaciones”. Será entonces cuando a los propietarios que quedan se les notifique su situación. A partir de ahí, podrán decidir qué hacen.

Hay un paso previo a la expropiación, que es el de entrar a formar parte de la junta de compensación: una agrupación en la que se meten todos los propietarios de suelo a cambio del equivalente en derechos edificatorios.

“Funciona como si todos los propietarios de terreno fueran accionistas”, indica Romero. “El problema es que, al no haber una ley antitrust, los pequeños propietarios no tienen más remedio que tragarse como socio al propietario mayoritario [en este caso, Distrito Castellana Norte]. El mayoritario suele intentar comprar los terrenos a los minoritarios. Los pequeños tienen dos opciones: o ir con el grande aunque tengan poquísimo terreno y costearse la parte proporcional de los gastos que decidan los grandes, o vender. Al final, suelen asustarse y terminan vendiendo por desánimo”.

Los “disidentes” que no quieran entrar en la junta ni vender serán los finalmente expropiados. Hace unos años, cuenta Romero, la empresa ya compró terrenos a pequeños propietarios a razón de 400 euros el metro cuadrado. “Les decían: tu futuro es incierto. Mientras se prepara el planeamiento, la empresa trata de captar el máximo número de gente que quiera vender y largarse”.

En Manuel Ferrero los ánimos son diferentes. A Blanca le vendría bien el dinero de su expropiación, igual que Nacho quiere quitarse el marrón de encima cuanto antes. Margarita y su marido, Eusebio, tienen muy claro que de su casoplón no se van. “Si no me dan cuarenta millones por la casa, nada”, dice ella. Peleará hasta donde pueda. “Margarita ha vivido para esto y cree que irá a Estrasburgo y lo parará”, señala Blanca. La mujer siempre ha ejercido de líder peleona de la calle, aunque sus vecinos reconocen que ahora cada uno tiene distintas ideas e intereses y que ya no están “muy unidos”. Romero recomienda que se unan (que es justo lo que no querrían ni la empresa ni el Ayuntamiento) para negociar juntos. “Los que se descuelgan acaban en la masa de expropiación del Ayuntamiento”, indica.

¿Es justo que se vayan a expropiar casas particulares para que una empresa construya y venda cinco bloques y dos torres residenciales? “La ley de expropiación forzosa de los 50 es de las pocas de Franco que no se ha cambiado. Porque no interesa a nadie”, concluye Romero. “Te pueden expropiar por interés público o por razón social. El problema es que el que declara ese interés es el mismo que expropia. En otros países lo declara un ente superior. Franco lo hizo para los pantanos y enterraba los pueblos. En el Paseo de la Dirección hubo gente que se fue a Estrasburgo, pero con arreglo a la ley española si está declarado de interés público no hay solución. Aquí el expropiante, el Ayuntamiento, declarará que hay un planeamiento de interés público... y las posibilidades de éxito serán nulas”.

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