Las supermajors, ya sean empresas privadas como ExxonMobil, Shell o BP, o estatales como la saudí Aramco o la emiratí Adinoc, siguen apostando al negro, a sus tradicionales negocios de combustibles fósiles. Aunque sus registros contables consignan millonarios flujos de capital vinculados a criterios Environmental, Social & Governance (ESG). En teoría, los ESG han proliferado entre las preferencias de los inversores y en las configuraciones de sus carteras de capitales.
La premisa que revistió al combate contra la catástrofe climática de un manto de optimismo durante el bienio post-Covid, en el que se acumularon inversiones ESG por valor de 35 billones de dólares anuales en 2020 y 2021 e infundió esperanza para alcanzar las emisiones netas cero de CO2 en el ecuador del siglo, está dejando en 2023 un rastro de falsedad. Hasta el punto de poner en tela de juicio los esfuerzos de supresión de las huellas de carbono empresariales.
En ocasiones, con el beneplácito y la aquiescencia de gobiernos proclives a la prolongación de la Vieja Economía fósil y poderosos fondos de inversión a los que les ha atemorizado el primer gran periodo de ralentización de rentabilidades y beneficios en los mercados. Este parón y marcha atrás en el boom de activos ESG tiene orígenes diversos.
Solo en EEUU volaron en septiembre pasado 139.000 millones de dólares con sello medioambiental, social o de buen gobierno corporativo. En su mayoría, fugas de fondos de pensiones ligados a estados con gobernadores republicanos que, como Ron DeSantis, decidieron revertir la estrategia inversora de estos instrumentos de ahorro enfocados entre 2020 y 2021 hacia valores ESG. DeSantis argumena que es una herramienta progresista al servicio de la causa demócrata de Joe Biden y bendecida por el “perverso woke capitalism”. Término que, en la jerga neoliberal al uso, responde a la corrección política y al igualitarismo extremo que ciertas empresas -critican su acólitos- ponen en liza para promover la justicia socio-laboral o preservar el medio ambiente.
El gran oponente de Donald Trump para las primarias del los Republicanos decidió que los criterios ESG no podían determinar el dinero con el que sus conciudadanos de Florida deben de afrontar su retiro de la población activa.
Pero no solo existe un estigma ideológico detrás de estos avances. También son determinantes en esta cruzada antiESG los petro-estados, países que superan los 1.000 dólares de renta per cápita por ingresos vinculados petróleo o el gas, y que dominan ampliamente el accionariado de sus petroleras de bandera. De igual manera que las supermajors privadas que llevan casi dos años de unos beneficios caídos del cielo -desde el otoño de 2021- por obra y gracia del cierre del grifo de la energía a Europa decretada meses antes de la invasión de Ucrania por Vladimir Putin.
Este cóctel ha generado incertidumbre sobre las finanzas verdes y los activos ESG, que se habían erigido en los auténticos Caballeros Blancos que dominarían, primero, y reconvertirían, después, a las firmas fósiles en corporaciones sostenibles. Estas estrategias de capital y de negocios con vitolas verdes pretendían impulsar prototipos de economías circulares en sus zonas de influencia que adquirirían el suficiente liderazgo en sus sectores de actividad como para espolear las transiciones energéticas en los mercados en los que operan.
Sin embargo, esta hoja de ruta sostenible se ha topado, de repente, con un peligroso desfiladero. Hasta el punto de que las sospechas de lavado -greenwashing- se suceden por doquier, en todas las áreas de información empresariales. Al igual que las evidencias de que, paradójicamente, gran parte de las supuestamente rigurosas inversiones ESG han ido a parar a activos de gigantes como Aramco, la mayor petrolera mundial y propiedad de la Casa Real de Saúd; de Adnoc, su hermana de Emiratos Árabes Unidos (EAU); o de Equinor, la petrolera nacional noruega.
En un momento en el que las rusas Rosneft, Gazprom, la mexicana Pemex, la brasileña Petrobras las chinas Sinopec, CNOOC o CNPC, Qatar Energy o la gasista argelina Sonatrach han elevado sus inversiones y sus costes productivos en hidrocarburos desde el estallido del conflicto armado en Europa e incrementado la recaudación de las arcas de sus estados.
Obstáculos a las reglas de descarbonización
Esta atmósfera no es precisamente favorable ni para desplegar recursos financieros a tecnología verde ni a proyectos renovables. Las estatales y las supermajors se han unido en un doble juego que reniega de la ciencia y abandona el combate contra el calentamiento global. Es como si se hubieran conjurado para duplicar su capacidad extractiva y comercial con unos precios del gas y del petróleo al alza y, al mismo tiempo, acaparar toda la atención de las carteras ESG de los fondos de inversión más poderosos. De forma que estos capitales verdes ayudan a sus ejecutivos a situarlas estratégicamente en el olimpo del conservacionismo ecológico.
Aramco empleó 50.000 millones de dólares el pasado año en gastos de capital para expandir su producción, Adnoc tiene asignados 150.000 millones hasta 2027 para lograr bombear hasta 5 millones de barriles diarios y Qatar Energy está desplegando otros 80.000 millones contabilizados dentro de su plan estratégico 2021-2025 para elevar en dos terceras partes sus ventas de gas licuado a lo largo del lustro en curso.
Eso sí, promoviendo faraónicos proyectos de descarbonización. Riad dentro de su Visión 2030 que abandera su príncipe heredero, Mohammad bin Salmán (MbS) para disponer de 54 GW de capacidad renovable en 2032. Desde Aramco insisten en que capturará con su tecnología punta 11 millones de toneladas de CO2 y pondrá en marcha 12GW de energía eólica y solar para 2035. Minucias en comparación con los 100 GW de producción de fuentes limpias que EAU asegura que conseguirá en 2030.
Para instaurar esta doble moral, los gigantes del petróleo se benefician de las lagunas regulatorias y las deficiencias en la contabilización y la auditoría de los criterios ESG, así como de las embestidas de un mercado que ha dado alas a los valores de la Vieja Economía fósil, donde los porfolios han encontrado un refugio en tiempos convulsos.
La saudí Amraco, por ejemplo, es la indiscutible beneficiaria de fondos sostenibles gracias a una compleja red de estructuras financieras. Su CEO, Amin Nasser, criticó reiterada y rotundamente en el pasado reciente las inversiones ESG al incidir en que “operar en contra de los proyectos energéticos convencionales” resultaría nefasto para la economía global, la seguridad energética y la accesibilidad de los consumidores.
Para poner en marcha este doble rasero, Nasser dividió Amraco en dos subsidiarias, la del crudo y sus oleoductos y la del gas y sus gaseoductos y vendió el 49% de sus respectivos accionariados a inversores privados a través de EIG Global Energy Partners y BlackRock que crearon dos Special Purpose Vehicles (SPV’s) con sede en Luxemburgo, desde los que vendieron bonos que -dijeron- no tenían vínculos con la industria fósil y que obtuvieron puntuaciones por encima de la media de los marcadores ESG de JP Morgan Chase. El pasado 18 de julio BlackRock anunció que incorpora a su junta directiva al presidente y consejero delegado de Aramco, Amin Hassan Ali Nasser, como nuevo miembro independiente.
Una cortina de humo … negro
Ulf Erlandsson, fundador y CEO del Anthropocene Fixed Income Institute, desvela de forma más que elocuente uno de los modus operandi del mercado. En declaraciones a Bloomberg, explica que “la motivación de Aramco no es otra que acceder a capital barato disponible en mercados privados opacos”, pese a la teóricamente rigurosa regulación de estos movimientos de capital.
No pocos inversores ESG -admite- “han perfilado sus carteras con acuerdos empaquetados”, en numerosas ocasiones “sin saber que su adquisición era de bonos de compañías de petróleo o gas”. Sin saber a ciencia cierta dónde han depositado sus patrimonios. Una maniobra que EIG, BlackRock, JP Morgan o UBS declinan corroborar o desmentir.
Aramco, Adnoc y otras petroleras del Golfo Pérsico obtienen ratings altos por sus ingresos y su acceso permanente a financiación del mercado por su valoraciones positivas ESG y anuncios oficiales de recortes de emisiones, mientras admiten en diferido que sus tasas de contaminación se elevarán a medio plazo.
Los organismos de supervisión se han conjurado para estrechar el cerco y solventar las lagunas legales y las inconsistencias de los ratings ESG que operan en el mercado. En junio, la Comisión Europea exige al sector de auditores y firmas de calificación de sostenibilidad que vigilen con un especial énfasis la ingeniería financiera de los grandes conglomerados que mezclan criterios ESG con una multiplicidad de servicios y premien con mejores notas a aquéllas que fuercen a sus proveedores a incorporar estos principios y publiquen su metodología con los requerimientos y exigencias legales adecuadas.
“Es un gran problema el modo como los fondos de inversión están utilizando las lagunas legales e indexan los bonos ESG”, aclara Lara Cuvelier, activista en Reclaim Finance. Pero, sobre todo, “resulta inquietante la correlación de sus productos financieros con emporios como Aramco”.
Entre otras razones, porque desde la cúpula de Aramco, su CEO, Nasser, insiste en que “no existe alternativa para reemplazar al gas y al petróleo” y que los “defensores de la popular transición energética dibujan una narrativa utópica”, mientras la OPEP + pregona a los cuatro vientos que el sector fósil “necesita medio billón de inversiones anuales” por la “descapitalización crónica” a la que se ha sometido a la industria en los recientes años de retórica sostenible.
Quizás por ello, avisan en The Economist, la regulación ESG, bien concebida y profundamente elaborada, debería homologarse y enfocarse más a una única medida, las emisiones reales, con objeto de que las inversiones, que este año volverán a estancarse en los 35 billones, ganen en intensidad y puedan distinguir a las compañías que practican greenwashing de las que combaten el cambio climático.