Martin Wolf: “Si no se acepta como legítimo al oponente político, no veo cómo puede funcionar la democracia”
“Nada en exceso”. Es la máxima griega que recorre el último libro del editor jefe de Economía del Financial Times, Martin Wolf, uno de los columnistas más influyentes del mundo. En La crisis del capitalismo democrático (Ediciones Deusto) Wolf, de 77 años, advierte de los numerosos peligros que acechan a la democracia y el frágil equilibrio entre sistemas democráticos y capitalismo. Wolf señala al populismo como una de las mayores amenazas para los regímenes democráticos ante la capacidad de estos políticos para ofrecer soluciones fáciles a problemas complejos. “La política populista suele ser muy ingenua y simplista, pero no vivimos en un mundo sencillo. Vivimos en las sociedades tecnológica y económicamente más complejas de la historia y la idea de que podemos manejarlas mediante una política simplista es una locura”, advierte.
Volviendo al concepto 'nada en exceso', Wolf defiende que capitalismo y democracia, economía y Estado deben convivir en un equilibrio, que normalmente es frágil y puede ser víctima de los populismos. En ese sentido, subraya la necesidad de instituciones públicas independientes del político de turno. “Los servicios de inteligencia, la fiscalía, el ejército, la policía, la agencia tributaria... si son manejados completamente bajo control de los políticos pueden ser usados para propósitos profundamente perversos y antidemocráticos”, recalca el periodista del Financial Times. Ante la posición de los partidos de derechas en España que llegaron a calificar de “ilegítimo” el Gobierno de coalición, Wolf recuerda “la noción poderosa de oposición leal” y se muestra inflexible: “Sin la aceptación de la legitimidad de los rivales políticos se corre claramente el riesgo de acabar con la democracia”.
Con su libro tumba la premisa de Francis Fukuyama del fin de la historia y el triunfo del capitalismo y la democracia como sistemas sin alternativa, pero la realidad es que también es un sistema increíblemente frágil, continuamente inestable y bastante desestabilizador. En su libro, la amenaza actual es el populismo.
Es bastante obvio que el capitalismo democrático es un sistema frágil, más frágil de lo que la mayoría de nosotros creíamos. Tal vez malinterpretamos el final de la historia en otra dimensión. La democracia liberal no es el fin de la historia. Esta síntesis particular, aunque muy satisfactoria para ciertas ideas liberales, es reciente. En mi libro explico que si se piensa en los sistemas políticos históricos pre-democráticos antiguos, la estructura universal era que las personas que poseían la riqueza también controlaban el poder. Históricamente, las sociedades y los humanos han tendido claramente a ser jerárquicas, extractivas y muy desiguales en términos de poder y riqueza. Tendríamos que haber sido precavidos porque la esencia de las características fundamentales de la vida humana vuelven. El pasado no está muerto, ni siquiera es pasado, es hoy. El comunismo era en algunos aspectos la encarnación más despiadada del sistema más antiguo, que es la fusión completa del Estado con la economía.
En una sociedad con fuertes desigualdades de riqueza se pueden generar reacciones violentas, que desestabilizan la democracia y que provocan el riesgo de recrear una sociedad con una fusión del poder político y económico que es claramente antidemocrática. Mi argumento es que no deberíamos arriesgamos a que se desarrollen dos formas peligrosas de gobierno: una plutocracia directa o una amalgama más complicada de autocracia con plutocracia. Ambos sistemas han existido en el pasado.
Los políticos han sido objeto de numerosos ataques, se ha denigrado la política al más bajo nivel ¿no cree que ha sido este uno de los motivos del crecimiento del populismo?
En las democracias donde ha surgido el populismo se esgrime el siguiente argumentario: estás descontento con lo que pasa -la gente suele estarlo-, las personas en el poder te han fallado y la razón por la que te han fallado es porque son unos sinvergüenzas, traicioneros, corruptos o indignos. La hostilidad hacia los políticos es una parte importante de esta estrategia porque son los titulares visibles del poder, aunque no solo se aplica a los políticos sino a todas las élites que dirigen el gobierno o las instituciones financieras. La solución que se propone es elegir a una persona que se erige como la verdadera encarnación del pueblo y de sus intereses. No es una nueva forma de hacer política, sino más bien recurrente, pero cuando las cosas van mal ese tipo de argumentos tiene más posibilidades de tener éxito.
En España, los partidos de la derecha acusan al Gobierno de coalición de izquierdas de ser ilegítimo. ¿Cree que son peligrosos este tipo de ataques?
No conozco los detalles de la situación en España, pero la respuesta es sí. Sin la aceptación de la legitimidad de los rivales políticos se corre claramente el riesgo de acabar con la democracia. Se pudo ver en la campaña del Brexit en Gran Bretaña. Donald Trump decía de sus oponentes que no solo estaban equivocados, sino que eran malvados y traidores. En mi libro sostengo que para que funcione, la democracia se debe considerar como una forma civilizada de guerra civil. Es decir, creer que los oponentes están equivocados, pero aceptar que cuando ganan, cuando tienen suficientes escaños, son legítimos detentadores del poder. Si no se hace, se corre el riesgo de que la guerra civil civilizada se convierta en una incivilizada y se empiece a disparar.
La solución radica en la noción poderosa de oposición leal. En mi libro pongo como ejemplo una historia bastante encantadora que descubrí mientras lo escribía. Winston Churchill, el líder de la Gran Guerra, recibió a un político conservador y a Clement Attlee, que era el líder del Partido Laborista, es decir, a su principal oponente. El diputado conservador describió a Clement Attlee como el “viejo tonto Attlee”. Churchill totalmente iracundo dijo que Clement Attlee es un gran patriota y le dijo a su diputado conservador: “Si hablas así de él, nunca volverás a esta Cámara”. Si no se acepta como legítimo al oponente político, no veo cómo puede funcionar la democracia.
Usted escribe: “Hay dos formas principales de destruir este delicado equilibrio entre política y mercado: el control del Estado sobre la economía y el control capitalista sobre el Estado”. Pero la pasada crisis financiera nos ha enseñado que es necesario un poco más de control del Estado sobre la economía, ¿no cree?
Por control del Estado sobre la economía, me refiero al control total. La economía de mercado necesita al Estado, tanto para proporcionar el marco de la ley y la administración como para proporcionar bienes públicos, desarrollar una regulación eficaz y ofrecer servicios sociales clave como la educación, la defensa o la seguridad. Así que debe haber suficiente Estado para sostener a la sociedad, pero no tanto como para estrangular a la economía. El equilibrio es muy delicado. Al establecer un sistema estatal que pueda ofrecer lo que necesitamos, no se puede ir tan lejos para que se apodere por completo de la vida económica. Además, la concentración de poder dentro del Estado -en manos de unas pocas personas- puede ser tan grande que haría imposible una política democrática eficaz. Hay un frágil equilibrio y por eso reivindico este famoso lema griego de 'nada en exceso'.
¿Cree que hay una mejor forma que no sea una regulación fuerte para que las elites egoístas asuman la necesidad de respetar la democracia?
A menudo una regulación compleja no es la mejor manera de hacer las cosas. Se pueden conseguir cambios mediante incentivos, impuestos o subvenciones. Un ejemplo, ¿cómo fomentamos la transición tradicional para abandonar la producción intensiva en carbono? Una vía es a través de la regulación: se prohíbe la compra de coches de gasolina, se obliga a a cambiar la caldera de gas, etc. Una fórmula alternativa es imponer impuestos. Otra fórmula es subvencionar la innovación sobre ahorro de energía y tecnologías renovables. Son tres políticas diferentes y la regulación no es necesariamente la mejor. De hecho, puede ser muy inapropiada, como en el caso de los problemas del sector financiero. En Gran Bretaña se facilitó la liquidación de los bancos en quiebra en los tribunales sin poner en peligro la seguridad de los depósitos. Se puede hacer cambiando la estructura del capital y los procedimientos de las disposiciones sobre quiebra. No implica regulaciones amplias.
Puede haber algunas áreas como la tecnología en la que probablemente solo se cambie la forma de actuar con una regulación más profunda. ¿Cómo gestionamos la inteligencia artificial? Quizá requiera regulación, no lo sé, pero tenemos que ser inteligentes al respecto. Esta es una de las razones por las que el populismo es tan peligroso, porque la política populista suele ser muy ingenua y simplista, pero no vivimos en un mundo sencillo. Vivimos en las sociedades tecnológica y económicamente más complejas de la historia y la idea de que podemos manejarlas mediante una política simplista es una locura.
Usted escribe en su libro que “la práctica de permitir que las empresas elijan y paguen a sus propios auditores es corrupta. Sería mejor hacer de la auditoría una función financiada con fondos públicos o que la hiciera un organismo público”. Se acaba usted de cargar buena parte del negocio de unas empresas tan poderosas como las big four, ¿cree que es posible?
Es difícil. Pero creo que el pago a los auditores debería hacerse a través de los mercados de valores. La razón es que las personas que se benefician de tener auditorías honestas son los accionistas. A los accionistas les gustaría creer que los auditores trabajan para ellos porque esas cuentas son la base sobre la que invierten. Así que lo lógico es que si una empresa cotiza en bolsa se le exija que pague unos honorarios como parte de los requisitos de cotización a una entidad del Gobierno que haga las auditorías. Sin duda, cambiaría los incentivos de los directivos. En Gran Bretaña hemos tenido muchos ejemplos vergonzosos en los que los auditores claramente no eran independientes de los consejos de administración de las empresas que auditaban. Los resultados fueron desastrosos para los accionistas, la empresa y los empleados. Es aún peor si los auditores también son consultores de la empresa, porque entonces la auditoría se convierte en un pie en la puerta para conseguir el contrato de consultoría. Se trata de un conflicto de interés tan profundo que no es tolerable.
Se muestra muy crítico con la recompra de acciones por parte de la empresa como vía a corto plazo de contentar a los accionistas sin que se tenga en cuenta la gestión de la compañía. ¿Se debería prohibir la recompra de acciones?
No lo creo. Deberíamos pensar en los incentivos fiscales que animan a las empresas a reducir la compra de acciones, que realmente funciona como un sustituto de los dividendos. Las recompras de acciones están diseñadas para apalancar la empresa, para aumentar su endeudamiento. Esto se puede solucionar igualando el tratamiento fiscal de la deuda y el capital, porque ahora el capital está más gravado que la deuda, lo cual es el camino equivocado porque queremos menos deuda en el sistema. Es racional que las empresas elijan el máximo apalancamiento dentro de cierto umbral de riesgo, porque todos los intereses son deducibles fiscalmente y los dividendos, no. Hay muchas distorsiones en el sistema fiscal que están generando estas consecuencias. Así que en lugar de hacer ilegal la recompra de acciones deberíamos analizar el sistema fiscal que está creando incentivos peligrosos.
Usted escribe que un aspecto crucial del capitalismo democrático es la rendición de cuentas. Pero qué podemos hacer con esas instituciones plenamente capitalistas pero muy poco democráticas como los bancos centrales o organizaciones como el FMI.
Es una profunda cuestión constitucional: ¿cómo se organiza mejor el Estado, qué tipo de proceso democrático tenemos y cuál es el equilibrio entre este proceso democrático y las instituciones? Sabemos que no podemos hacer funcionar a la democracia sin instituciones. Un Estado de Derecho requiere un poder judicial independiente. Instituciones básicas del Estado como la policía, el ejército, la gestión del dinero, que es claramente un bien público, el banco central, la fiscalía... ¿Qué grado de independencia deben tener estas instituciones? No podemos esperar que los políticos tengan experiencia profesional en determinados aspectos. Esto nos lleva al punto realmente importante: el gobierno democrático es ante todo constitucional, no basta con tener políticos elegidos, deben tener sus límites, si no pueden llegar a encarcelar a la oposición, amenazar a los medios de comunicación o nombrar a sus amigos para los cargos públicos con el objetivo de enriquecerse. Necesitamos instituciones independientes, pero los detalles de cómo se organizan, cómo se nombra a las personas, qué mandatos tienen, es parte del debate público. Por ejemplo, los servicios de inteligencia, la fiscalía, el ejército, la policía, la agencia tributaria... si son manejados completamente bajo control de los políticos pueden ser usados para propósitos profundamente perversos y antidemocráticos. Son instituciones con profesionales que requieren experiencia en sus campos, que tienen que ayudar a los políticos y estar subordinados a ellos, pero con un grado de independencia operativa e institucional. Si no, podrían ser utilizados como instrumentos para la posesión permanente del poder.
¿Dónde encaja el banco central en esto? Tras el fin del patrón oro, utilizamos moneda fiduciaria puramente autónoma bajo el control de los políticos. La experiencia general funcionó mal para el interés público y el gobierno. Entre los sistemas que mejor funcionaron estuvo el alemán, donde había independencia operativa para proteger la oferta monetaria, la moneda, de la política del día a día. Por esta razón tenemos instituciones como el BCE. La historia sugiere que si das a los políticos electos el control total de la impresión del dinero vas a tener grandes problemas porque subvertirán sus funciones con fines políticos, van a utilizar el dinero para comprar votos a una escala enorme y hacer estallar la economía. Es la historia de Argentina.
Sobre el papel de China en el mundo y su creciente poder. Cree acertado responder a China con proteccionismo. Le pongo el ejemplo de la muy subvencionada industria del motor europea pidiendo a la Comisión Europea que eleve las barreras de entrada a los también subvencionados vehículos eléctricos chinos.
El sistema comercial permite acciones proteccionistas, que se pueden imponer si hay daño real o esperado a la producción nacional. Se llama protección de salvaguardia. La Organización Mundial del Comercio también permite acciones proteccionistas bajo el paraguas de los derechos compensatorios contra la producción subvencionada. Necesitamos proteger nuestra industria, pero no puede ser para siempre. Se puede aplicar una protección de salvaguardia para que las empresas afectadas tengan un periodo para fortalecerse, pero no van a estar protegidas para siempre. Lo mismo ocurre con los derechos compensatorios: si se suprimen las subvenciones, los derechos compensatorios también desaparecen. La temporalidad es fundamental porque si no, se está protegiendo con un gran costo para los contribuyentes a una industria no competitiva. Así que subvenciones temporales a la producción o a la innovación. Los hicimos con Airbus, aunque era escéptico, pero funcionó. Quizá deberíamos hacerlo con un Google europeo.
Ahora bien, lo que realmente tenemos que preguntarnos es por qué la industria europea innova tan mal. Ha sido bastante lenta en darse cuenta de los cambios en el mercado. Es un fallo de gestión. Se han quedado atrás y no prestaron atención a los avances de los fabricantes chinos. ¿Por qué está sucediendo esto en Europa? Creo que es la pregunta más importante porque el proteccionismo no va a cambiar la situación.
Uno de los aspectos más polémicos de sus propuestas es el control de la inmigración. Usted señala que los ciudadanos tienen derechos a decidir a quién se permite venir y trabajar en sus países y quién tiene derecho a compartir derechos y obligaciones con la ciudadanía. ¿Incluso cuando esos ciudadanos no quieran a una determinada etnia o a personas de una religión?
Es evidente que en esa situación estaría en contra. No tenemos ningún acuerdo global que diga que no debemos discriminar globalmente. Sería una interferencia en la toma de decisiones de las democracias. Si me preguntaran cuál fue la razón principal por la que Gran Bretaña votó a favor del Brexit sería una discriminación contra los europeos, no contra los musulmanes o la gente negra. Incluso así, en Gran Bretaña tenemos más inmigrantes del resto del mundo que de Europa.
No hay ningún país democrático que no ejerza algún tipo de control sobre la inmigración. En la Unión Europea se permite el movimiento de personas entre europeos pero no del resto del mundo. ¿Por qué existe esta distinción? Porque los europeos dan por sentado que va a ser más fácil acoger a inmigrantes europeos que a personas del resto del mundo. Pues bien, de facto es discriminatorio. Una nación tiene derecho a controlar completamente la inmigración. Las fronteras sin control son incompatibles con la idea misma de un estado nación. Aunque la realidad es que es casi imposible controlar las fronteras. Lo ideal sería una migración controlada por las necesidades laborales de cada país.
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