El Gobierno de Donald Trump lanzó un globo sonda esta semana amenazando a México con hacerle pagar el muro con una subida del 20% de los aranceles. En la misma semana en la que ha prohibido incluso entrar a ciudadanos musulmanes de siete países diferentes, creando un limbo jurídico que ha dejado atrapados a decenas de refugiados en aeropuertos.
¿Por qué esto debería de llamar la atención? Porque de todas las hiperbólicas medidas aprobadas por Trump (supresión de la financiación de las ONG internacionales de planificación familiar; censura a la Agencia de Medioambiente) esta es, probablemente, la que más daño infligiría directamente a los estadounidenses a los que supuestamente quiere agradar Trump.
Los aranceles son impuestos a la importación que en mayor o menor medida terminan pagando los ciudadanos. Se convierten, por lo tanto, en un impuesto a cargo de los consumidores, que solo en algunos casos sirve, además, para subsidiar a las empresas nacionales (en este caso las que produzcan y vendan en EEUU).
“El efecto inmediato es que todo producto de México se hace más caro. Coches, cervezas, ropa... lo más normal es que los consumidores compren productos de otros países. Y los que realmente compren productos de México son los que pagarán el muro. Para México sería una mala noticia. Habría menos trabajo y más pobres y más inmigrantes hacia EEUU. O sea, Trump no conseguiría lo que quiere. No lograría más empleos para el trabajador americano, no haría que los mexicanos pagasen por el muro y tendría más inmigrantes mexicanos”, resume Miguel Otero, analista de Política Económica del think tank Elcano.
La única forma de que el ciudadano no se coma el sobrecoste de un arancel como este es que las importaciones que se gravan sean fáciles de sustituir por otras, bien del mismo país, bien de terceros países. Es lo que los expertos llaman la elasticidad de la demanda. Y en muchos de los productos que México exporta a Estados Unidos esta es muy rígida. Es decir, es difícil comprar lo mismo de otro país. Así que el vendedor le traslada prácticamente toda esa subida del 20% al consumidor. Este o modifica sus hábitos de consumo o termina tragando la subida que se convierte en breve en una ola de inflación por la subida de precios.
Con un Nobel precisamente ganado por sus estudios en comercio internacional, Paul Krugman ha sido la voz autorizada que con más virulencia ha tratado de demostrar lo absurdo de la amenaza de Trump. A Krugman, un demócrata declarado, el asunto de los aranceles le ha tocado la fibra sensible y desde que se dio a conocer la noticia tuitea desenfrenadamente. Un colega del sector caricaturiza así su reacción:
Bromas aparte, Krugman ha iniciado varios hilos muy didácticos para entender qué supone para los bolsillos de los estadunidenses una propuesta como la que lanzó el equipo de Trump, aunque luego la definiera como una de las medidas que está estudiando.
La conclusión es que el efecto de la subida tarifaria en caso de poder aplicarse (es ilegal si se está dentro de la Organización de Comercio, OMC, y del actual acuerdo aún vigente del NAFTA con Canadá y México), no solo no lograría su objetivo sino que terminaría haciendo que fueran los que los estadounidenses pagaran el ínclito muro.
El investigador de Funcas Santiago Carbó recuerda que además esto crea el principio de una guerra comercial. “Lo lógico es que México ponga también un arancel a las importaciones y esto desencadene una guerra comercial”, explica. “En una guerra comercial pierden todos, importadores y exportadores, y por supuesto, los consumidores”.
De la misma opinión es Daniel Fuentes Castro, analista en AFI, que recuerda cómo el efecto final de estas subidas de aranceles sería una subida de los precios. “Sumado a las políticas expansivas que planea Trump, esto incrementaría la inflación que se contrarrestaría con una subida de tipos de interés”. Al final, los consumidores no solo pagarían el pato de comprar más caro sino que también les costaría más conseguir un préstamo.
En un primer momento, pudiera parecer que las empresas estadounidenses podrían beneficiarse de una medida como la sugerida por Trump. Pero tampoco tiene que ser así, tal y como explica el Profesor de Economía Aplicada de la Universidad Complutense, Javier Oyarzun, que ha estudiado precisamente el caso del tratado de libre comercio entre Estados Unidos y México. “La senda proteccionista no parece muy conveniente para los intereses de las empresas multinacionales de EEUU. Muchas de ellas están establecidas en México y en casi todo el mundo y sería contrario a la legalidad comercial internacional de la OMC no aplicar aranceles a los productos importados en EEUU y procedentes de las multinacionales y sí hacerlo con los productos procedentes de esos países que no hubieran sido producidos por multinacionales de EEUU”. Por lo tanto, solo ganarían las empresas muy cerradas que produjeran y vendieran en EEUU.
El particular caso del motor
El lío de la implementación de esta medida es especialmente alto en el caso de la industria del automóvil. Las grandes marcas estadounidenses ya han establecido sus plantas de producción jugando con la facilidad de trasladar los componentes de un lugar a otro de la frontera. Hay miles de piezas que cruzan la frontera varias veces hasta terminar un coche. Estas piezas se llaman “bienes intermedios”, pero la medida de Trump las gravaría también, elevando estratosféricamente los precios de producción.
El 70% de las piezas de los coches que General Motors termina en México procede de Estados Unidos, según recoge Bloomberg de Alan Batey, presidente de la compañía para la región de América del Norte. Un impuesto a los coches hecho en México no tendría por qué devolver la producción sino terminar por cerrar las plantas de Estados Unidos, perdiendo otros 31.000 empleos.
Los expertos creen que hay pocas dudas de que empresas como Volkswagen, Nissan, Honda y Toyota, que utilizan plantas mexicanas y también estadounidenses, se volverían a sus países de origen. Los expertos creen que sí habría dos países a los que podría favorecer el final del NAFTA: Corea del Sur y Alemania podrían acogería a los huidos del trumpismo.
¿Vale el NAFTA la pena?
Lo cierto es que los efectos del tratado de libre comercio con Canadá y México, conocido por sus siglas en inglés NAFTA y que parece irremediablemente condenado bajo la presidencia de Donald Trump a ser finiquitado, han sido también fruto de encarnizado debate estos días a raíz de las amenazas del presidente republicano.
Dani Rodrik, junto con Krugman –aunque sin Nobel– otro de los referentes mundiales en el estudio del comercio internacional desde una perspectiva crítica, se ha mostrado escandalizado por la posibilidad de la implementación del arancel, aunque poniendo freno a las exageraciones de uno y otro bando. Rodrik concede que no se puede culpar al tratado de la pérdida de empleos en el sector manufacturero y mucho menos soñar con que su derogación traería de vuelta puestos de trabajo a Estados Unidos.
La pérdida de empleo se debe a un proceso de robotización inexorable, en opinión del economista, que seguirá su curso independientemente de cómo se encauce el tratado. Pero Rodrik contesta al ensayo que uno de sus colegas ha publicado esta semana, J. Bradford Delong, que los efectos redistributivos que se le achacan al acuerdo tampoco han sido tantos como se asegura. Si bien es cierto que en algunas partes de México se ha reducido la pobreza y se ha dado un importante salto hacia la clase media, la productividad no se ha comportado como debiera y en general el país lo ha hecho peor, comparativamente, que otros del continente.
En cuanto a Estados Unidos, Rodrik recuerda que sí ha habido un conjunto de trabajadores que han sufrido el tratado al verse reducidos sus salarios en alrededor de un 17%. Son los llamados blue collars, los trabajadores de las fábricas que han sufrido en sus nóminas la relajación de los salarios desde México.
Pero este impacto ha sido muy desigual, a la baja en al menos cuatro estados pero favoreciendo la economía de otros tantos. En cualquier caso, recuerda el economista, Trump ha sabido capitalizar perfectamente el desencanto en ese colectivo que sí ha sido perjudicado por el acuerdo.
Para añadir más confusión, horas después de su anuncio de la amenaza de aranceles, parece que EEUU reculó de seguir por esa vía. Desde la Casa Blanca trataron de explicar que no se iba a poner un arancel como tal, sino que se jugará con las deducciones y exenciones fiscales para provocar un efecto disuasorio en las empresas que fabrican en otros países y venden en Estados Unidos.
Es el llamado “impuesto ajustado en frontera” por el que se eliminarían las deducciones que realizan las empresas por el gasto en consumos intermedios hechos fuera y se liberaría en cambio a las exportaciones de pagar impuestos. Una ingeniería fiscal lanzada para sortear la ilegalidad que supone según las normas de la OMC, y también evitar la inflación de precios que, según la Casa Blanca, se compensaría por un dólar más fuerte (uno de los sueños de Trump). Krugman sostiene que esta práctica que pretende la Casa Blanca es ilegal también.