Enrique el León tenía apenas treinta años. Era duque de Sajonia y Bavaria, y tenía el convencimiento de que las batallas comerciales y militares del norte de Alemania con Gotland, la isla sueca del mar Báltico, eran costosas en lo económico y en lo humano.
Corría el año 1161, y Enrique el León decidió sellar un acuerdo que garantizaba a los habitantes de Gotland los mismos derechos que los comerciantes locales de sus dominios. Y así nació la Liga Hanseática, una del más exitosas y duraderas alianzas comerciales de la historia, hasta su ocaso a principios del siglo XVII.
A lo largo de los siglos, la Liga fue extendiéndose por decenas de ciudades y territorios del mar Báltico y el mar Negro. En el siglo XV, era el tercer emporio comercial e industrial más importante de Europa, por detrás solo del norte de Italia y Flandes.
Han pasado casi diez siglos desde aquella idea de Enrique el Léon, y un puñado de países del centro y norte de Europa han tejido el hilo con aquel espíritu librecambista medieval para fundar, en febrero de 2018, La Nueva Liga Hanseática.
Se trata de ocho países, algunos de los denominados vikingos o de las tierras del “mal tiempo”, pero no sólo: Finlandia, Suecia, Dinamarca, Estonia, Letonia, Lituania, Holanda, Irlanda, República Checa y Eslovaquia –Dinamarca y Suecia no son del euro–. Y su vocación es la de ser un contrapeso al empuje carolingio de Francia y Alemania.
Un contrapeso, eso sí, fundamentado en principios económicos ortodoxos y en una regla básica: los tiempos de bonanza no son para gastar más, sino para ahorrar más con vistas a la próxima crisis. Por eso en Bruselas se les llama halcones o, como dijo un negociador en la última cumbre de el euro del pasado 14 de diciembre, “más talibanes que los talibanes”.
En estos últimos meses, la Nueva Liga Hanseática ha estado detrás de la presión para cargar contra Italia por sus “presupuestos expansivos”; la negativa a impulsar la idea de unos cuentas públicas para la zona del euro con atribuciones “estabilizadoras” –es decir, de reequilibrio y cooperación– que defendían Francia y Alemania; que desaparezca de todo papel oficial la hipótesis de un seguro de desempleo europeo o que, a la vez que se aprueba un respaldo para la banca y se trabaja en la unión bancaria, se apruebe de una vez la garantía de depósitos para los cuentacorrentistas –EDIS–.
La Nueva Liga Hanseática, además, ha conseguido que la UE refuerce el papel del Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE), con el fin de que garantice que un Estado miembro tiene capacidad para devolver un préstamo antes de concederle cualquier asistencia financiera. “Una evaluación de la capacidad de reembolso debería preceder la concesión de asistencia financiera, así como cada subsecuente desembolso”, señalaron.
La Nueva Liga Hanseática defiende también que el fondo de rescate europeo debe seguir siendo un recurso de emergencia y que la “primera línea de defensa” debe corresponder siempre a los países, “en forma de políticas fiscales prudentes” y que respeten el Pacto de Estabilidad y Crecimiento. La postura de estos diez Estados miembros es milenariamente crítica con el eje carolingio –francogermánico– para la reforma de la eurozona, que suele querer profundizar la unión económica y monetaria demasiado rápido para los hanseáticos, cuyos criterios se basan en la “responsabilidad sobre las finanzas públicas, la prudencia y rigidez en la estabilidad fiscal” y en reclamar mayor “eficacia” en el mercado interior de la UE “para hacer Europa más atractiva para los negocios y la inversión”.
Y quienes han estado enfrente de ese afán por profundizar en la liberalización, sobre todo de los servicios, han sido Francia y Alemania, los carolingios. En un discurso pronunciado en Holanda, el viceprimer ministro irlandés, Simon Coveney, sugirió que la cooperación de los hanseáticos debería extenderse hacia la política internacional, como en el proceso de paz de Oriente Próximo o las relaciones con África.
Hay quien teme que la Nueva Liga Hanseática, que de alguna manera está ocupando el espacio ideológico liberal que está dejando Reino Unido por el Brexit, pueda acentuar el enconamiento norte-sur dentro de la Unión Europea.
Como ha escrito Elisabeth Braw, del Royal United Services Institute (RUSI), la Liga Hanseática es hoy en día “la moderna encarnación de lo que imaginó Enrique el León en 1161, ”un mosaico de cooperación entre los pequeños Estados bálticos y algunos vecinos cercanos. La lección es que un bloque no necesita ambiciones federales o supranacionales para ser exitoso, y no necesita que sea tampoco muy numeroso. De hecho, en una época en la que los ciudadanos está muy alejados de las instituciones y las grandes alianzas pelean bajo el peso de su diversidad, el modelo pragmático de la región báltica entre países de cosmovisiones semejantes tiene potencial para otras regiones donde los vecinos están unidos por amenazas y oportunidades regionales“.
¿Por ejemplo? El grupo de Visegrado, formado por Polonia, Hungría, la República Checa y Eslovaquia, o el propio Mediterráneo. Y, como sabía Enrique el León, la cooperación puede prosperar sin grandes comienzos. Sólo necesita un propósito común. Y en 2018 es el de la ortodoxia fiscal, el liberalismo a ultranza, el equilibrio presupuestario, el déficit y la deuda saneada, y nada de veleidades expansivas, vengan de Roma, París o Berlín. De los mismísimos Roma, París o Berlín.