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El intento de mirar al futuro se ha convertido en un deporte de riesgo en economía desde que la gran crisis de 2008 bajó la marea y dejó al descubierto los principales fallos del sistema capitalista. Los cambios han sido tantos y tan difíciles de identificar que ahora se etiquetan como el “nuevo normal”, anticipando que esto que sucede y no sabemos interpretar es el futuro.
La crisis económica explotó en una crisis social que confluyó a su vez en una catarsis de las relaciones laborales. Aunque internet existe desde hace más de 30 años, no ha sido hasta su uso como mediador entre trabajo y trabajadores con las aplicaciones de la llamada ‘economía colaborativa’ cuando el potencial de la red ha incidido de pleno en cómo se organiza todo el sistema capitalista.
El 4 de marzo de 2017, se publicaba en eldiario.es un extenso análisis titulado “El fin del capitalismo como lo conocemos” en el que se intentaba desentrañar qué era esto del “postcapitalismo”. Los expertos coinciden en que la forma de organizar los medios de producción y la relación con el factor trabajo serán uno de los principales catalizadores del cambio.
En esta nueva realidad, el reparto del tiempo y los salarios de supervivencia son algunos de los elementos de los que se habla con más fuerza para reorganizar el mercado del trabajo. En julio, el ministro de Agenda Digital (¿una cartera del futuro?), Álvaro Nadal, predecía que la jornada laboral terminaría siendo de cuatro días y tres de fin de semana. Algo similar planteó no sin polémica en 2015 el millonario mexicano Carlos Slim, que imaginó unas jornadas hiperintensivas de tres días que permitieran luego descansar cuatro días seguidos. También se debaten las jornadas de 35 o incluso 30 horas, como dejaba caer en su ideario para las primarias socialistas Pedro Sánchez.
Aún más lejos dejaba volar su imaginación la diputada danesa Ida Auken, que a finales de 2016 escribió un sugerente artículo titulado “Bienvenidos a 2030. No poseo nada, no tengo privacidad y la vida nunca ha sido mejor”.
Auken fantaseaba con un mundo en el que los ciudadanos no son propietarios de coches, ni pisos, ni siquiera en gran medida de trabajos. En su artículo (que ella no considera una utopía sino una posible realidad a discutir), la exministra de Medio Ambiente avanza que las comunicaciones se liberalizarán, tanto las tecnológicas como las de transporte. Que gracias a la tecnología tendremos a disposición ropa, coches u otros utensilios a demanda en el momento que los necesitemos. Y se imagina un trabajo a horas, a ratos, especialmente cualificado en el que se piense en diseño, tecnología y avances y sea plenamente satisfactorio.
Las ideas de Auken van en línea con lo que ya se conoce en recursos humanos como “knowmads”. Con este neologismo, los expertos en relaciones laborales hablan de un trabajador muy cualificado “nómada del conocimiento”. El experto que creó el concepto, John Moravec, cree, como Auken, que serán trabajadores que harán su tarea más por gusto que por la compensación. Que cambiarán de trabajo en función de dónde se les necesite, empleando su creatividad a la medida de los que les contraten.
Hablar de este mundo de trabajadores felices, empleando unas horas al día en tareas imaginativas y sin aparentes preocupaciones, con una interminable fuerza robótica haciendo las labores menos agradables, supone poner solo la vista en los ganadores del futuro. Para llegar a ese escenario por el camino se habrán quedado atrás un alto número de “perdedores”, los trabajadores menos cualificados que no se hayan podido adaptar a esos cambios.
Esos perdedores puede que solo existan en una ventana transitoria, pero allí estarán. Cuando llegue el coche o el autobús autónomo y todos los demás transportes… ¿A que se dedicarán millones de conductores? Google ha anunciado este verano un robot que escribirá las noticias. ¿Qué harán miles de periodistas? El pronóstico es que uno de cada cuatro centros comerciales cierren en los próximos años en Estados Unidos, reduciéndose paulatinamente la superficie comercial en todo el mundo, hasta quedar concentrada en el centro de las ciudades. ¿Qué pasará con los miles de trabajos que genera la atención al público? Y eso sin entrar en el sector manufacturero, el más amenazado por la tecnología.
Muchos de estos profesionales se deberán reconvertir al sector de los cuidados, que en un mundo humanizado (en el que no vamos a querer que nos cuide un robot aunque sea R2P2), cada vez absorberá más fuerza de trabajo. También lo harán las profesiones científicas, pero para ninguno de estos sectores estarán preparados los perdedores.
Para paliar las consecuencias de este nuevo escenario, se plantea como solución clave la renta básica, un colchón que suavice el aterrizaje de los perdedores en la nueva economía. Los empresarios de Silicon Valley han sido algunos de los más proactivos en cuanto a experimentar con esta prestación, conscientes de que sus avances ponen en peligro miles de puesto de trabajo, y de que es conveniente que las personas sigan teniendo capacidad adquisitiva para seguir consumiendo.
India, Italia, Finlandia, California, Holanda, Ontario y Kenya son algunos de los países que en 2017 tienen programas para medir los resultados de la implantación de una renta básica. La proliferación de estos experimentos tiene como contrapartida una legión de detractores que enarbolan dos críticas: es muy caro y desincentiva a la gente a trabajar.
En España, lo más parecido a una renta básica ha sido la Renta de Garantía de Ingresos del País Vasco. Con 60.000 personas con ingresos de entre 625 euros a los 959 y en funcionamiento desde 1989. Las economistas de la Universidad del País Vasco Sara de la Rica y Lucía Gorjón hicieron un análisis de los efectos de esta prestación para concluir que recibir esta ayuda no solo no retrasaba la búsqueda de un empleo, en algunos casos incluso la facilitaba.
La pasarela a ese mundo en el que muchos trabajarán menos pero disfrutarán más, necesita tejer esa red que recoja a los que no puedan o sepan adaptarse. Reorganizar las actuales ayudas abaratará una medida que puede terminar siendo de primera necesidad, como lo fue la apuesta por la sanidad pública universal. También será un elemento cohesionador e igualador en el que, cubiertas las necesidades básicas, los ciudadanos tendrán más tiempo para formarse y preocuparse por otras actividades con un mayor impacto económico.
Tampoco se puede olvidar el papel que tendrá la fuerza laboral inactiva, donde la renta básica también podrá sostener a una población envejecida. En 2046 la esperanza media de vida para las mujeres se proyecta que sea de 90 años, según el INE, y más de la mitad de la población española (dato que se puede extrapolar a la mundial) tendrá más de 55 años. La posibilidad de cobrar una pensión como la que hoy conocemos está más que en entredicho. En ese escenario la renta básica podrá ser también un sustitutivo.
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