CRÍTICA

Una tarea para la izquierda

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Imagínese dos países en los que el 99% de los habitantes tiene un nivel desahogado de ingresos. En el primero, el 1% es mucho más pobre que el resto, mientras que, en el segundo, el 1% es mucho más rico. Ambos tendrían el mismo coeficiente de Gini, que mide la desigualdad. Sin embargo, se trata de dos formas de desigualdad muy diferentes. En el primer país, el 1% se sentiría mal, seguramente avergonzado o humillado por ser mucho más pobre que todos los demás; en el segundo, resulta poco probable que el 99% se sienta avergonzado o desafortunado por no vivir como los más ricos, sobre todo si estos son artistas o deportistas de élite, sin un poder político para controlar la vida del resto de la población.

El filósofo estadounidense Thomas Michael Scanlon utiliza este ejemplo, evidentemente especulativo y extremo, para analizar uno de los temas que mayores quebraderos de cabeza están provocando a los gobernantes del mundo desarrollado: la desigualdad. Él considera que el hecho de que millones de personas hayan salido de la pobreza en las últimas décadas es más relevante que el aumento de las brechas sociales en los países ricos. A su juicio, la desigualdad no es siempre cuestionable. Lo es –y hay que luchar contra ella- en determinadas circunstancias: por ejemplo, si permite a los más ricos controlar el poder político, si produce situaciones de exclusión o quiebra de la autoestima de una parte de la población o si es alimentada desde el Estado mediante políticas injustificadas que favorezcan a unos grupos de ciudadanos por encima de otros (que los barrios de la gente adinerada tengan calles mejor pavimentadas o instalaciones deportivas públicas de mayor calidad, etc.).

La reflexión de Sclanlon, junto a las de otros 28 expertos, está recogida en ‘Combatiendo la desigualdad’ (ed. Deusto), libro coordinado por los economistas Olivier Blanchard y Dani Rodrik que aborda desde distintos ángulos un fenómeno que se ha desbocado en los últimos años como consecuencia de una globalización sin contrapesos políticos, el desarrollo frenético de las nuevas tecnologías y la imposición de un discurso neoliberal que ha recortado drásticamente la capacidad de maniobra de los gobiernos. Los textos dedican el grueso de la atención a Estados Unidos, aunque contiene también referencias a la realidad europea, y quizá el valor de la obra no consista tanto en sorprender con puntos de vista novedosos o audaces al lector –al menos al familiarizado con el tema- como en orientar un debate que seguramente ocupará un lugar prioritario de la agenda política en el futuro próximo.

Entre los autores existe cierto consenso, no exento de matices, en algunos puntos esenciales. Quizá el más importante es la convicción de que la desigualdad constituye un problema, y bastante serio, diagnóstico que a muchos parecerá obvio a la luz de las dimensiones alarmantes que han adquirido las grietas sociales en el mundo desarrollado (en EEUU, el 1% es dueño del 40% de la riqueza), pero que hasta hace bien poco no gozaba de mucha popularidad entre los economistas mainstream. Coinciden también en que la desigualdad, cuando lleva aparejada una reducción del poder adquisitivo de las clases media y baja, frena el crecimiento económico, y puede incluso perjudicar a la propia democracia si se permite que los más ricos controlen el poder político. Están además de acuerdo en que existen herramientas para afrontar el problema, todas ellas de sobra conocidas: impuestos, programas sociales, inversión en formación, fortalecimiento institucional… Resulta llamativo –y tranquilizador- que ninguno de los textos abogue por dejar actuar libremente las fuerzas del mercado, o por flexibilizar las relaciones laborales -uno de los autores plantea fortalecer la capacidad de negociación de los trabajadores e incluso replicar el modelo alemán, que incorpora a representantes de los trabajadores en la gestión de las grandes empresas-, o por recortar los programas sociales: lo que hasta antes del batacazo de 2008 era asumido por muchos economistas como la receta contra la desigualdad es ahora visto como la causa de ella.

Donde se aprecian algunos desacuerdos es en torno a la fase del proceso productivo en que debe ponerse mayor énfasis en la lucha contra la desigualdad: si en la ‘preproducción’ (políticas de acceso a la educación, la sanidad o la economía), en la ‘producción’ (marco normativo de las relaciones laborales, salario mínimo, subsidios al empleo, políticas industriales) o en la ‘posproducción’ (redistribución de la renta y la riqueza).

A riesgo de incurrir en simplificaciones, y más allá de las discrepancias sobre temas como la conveniencia o no de gravar el patrimonio, podríamos decir que el combate contra la desigualdad que propone el libro está influido por el pensamiento socialdemócrata clásico. La cosa sería por consiguiente muy sencilla: dado que existen las herramientas para acometer dicho combate, basta con que lleguen al poder partidos progresistas para aplicarlas. Sin embargo, la politóloga Sheri Berman, autora del capítulo titulado ‘Las condiciones políticas necesarias para abordar la desigualdad’, nos da un baño de realidad al respecto. Nos recuerda que, durante la época de la posguerra, la competencia política entre izquierda y derecha giró principalmente alrededor del tema económico, pero, a finales del siglo XX, “las diferencias económicas entre izquierda y derecha disminuyeron a medida que la primera se desplazaba al centro, al asumir gran parte del programa neoliberal”. Este viraje, continúa Berman, debilitó la capacidad de los progresistas para movilizar el descontento por la desigualdad. Incapaz de proponer cambios económicos sustanciales que la diferenciaran con nitidez de la derecha, la izquierda se refugió en el debate cultural y social como “estrategia de supervivencia”. Recuerda la politóloga que Margaret Thatcher, cuando le preguntaron cuál había sido su mayor logro, respondió: “Tony Blair”, en referencia al primer ministro laborista que tanto daño hizo a la izquierda con su invento de la Tercera Vía.

De modo que no se presenta nada fácil la empresa que proponen los entusiastas autores de ‘Combatir la desigualdad’. Más aún si se considera que la vieja diatriba reaganiana contra el establishment político y las “intromisiones” del gobierno en la vida de los ciudadanos, repetida machaconamente durante años por poderosos centros de pensamiento, ha calado en buena parte de la sociedad hasta el día de hoy.

La cruda realidad es que el discurso de la redistribución de la riqueza y la cohesión social ha perdido capacidad de seducción, al punto de que la economista Stefanie Stancheva sostiene que “uno de los principales enigmas es por qué tantos electores parecen votar en contra de las políticas redistributivas que les beneficiarían”. Ella misma resuelve, al menos en parte, el enigma: lo hacen porque desconfían de los gobiernos, porque los han convencido desde la derecha de que sus impuestos terminarán en los bolsillos de los inmigrantes, porque los economistas “rigurosos” no llegan a las grandes audiencias para explicarles con ejemplos concretos las bondades de un sistema más igualitario… Yo añadiría que, en un mundo cada vez más desestructurado e individualista por los estragos de décadas de neoliberalismo, muchos ciudadanos -incluso no pocos defensores de las políticas redistributivas- se alegran cuando el Gobierno anuncia una reducción de impuestos que les permitirá tener a fin de mes más dinero en el banco.

Eché de menos en el libro alguna reflexión sobre la desigualdad desde una perspectiva moral o alguna propuesta conceptualmente más atrevida sobre el sistema económico, que se apartara, por ejemplo, de la consagración casi totémica del PIB como referente de desarrollo. Pese a todo, la obra cumple su objetivo de estimular el debate sobre una de las aberraciones de nuestro tiempo: los extremos alarmantes a los que ha llegado la desigualdad y las consecuencias que esas grietas cada vez más grandes están teniendo en la supervivencia de los proyectos colectivos.