Síndrome de vejiga hiperactiva, ¿qué es y cómo tratarlo?
Tener síndrome de vejiga hiperactiva supone ir al baño a orinar más de ocho veces durante el día—una cifra variable en función de factores como las horas de sueño, la ingesta de líquidos, la toma de fármacos o ciertas enfermedades, entre otras—. Lo que caracteriza este síndrome es la urgencia miccional, es decir, una fuerte necesidad de tener que orinar que difícilmente puede controlarse, que es lo que condiciona un aumento de la frecuencia miccional. Todo ello con o sin incontinencia urinaria y sin que exista infección de tracto urinario u otras enfermedades.
La vejiga hiperactiva tiene una prevalencia de casi un 12% de la población general, con tasas similares en mujeres y hombres. Según datos de la Asociación Española de Urología (AEU), afectaría a un 6% de las mujeres entre 25 y 64 años y a un 4,6% en hombres de entre 50 y 64 años. Se trata, sin embargo, de un trastorno de marcada importancia en edades más avanzadas. De acuerdo con los mismos datos, en personas mayores de 65 años la prevalencia es mucho mayor, con un 40% en mujeres y un 35% en hombres.
Aunque no afecta a la supervivencia de la persona que lo sufre, sí lo hace de forma contundente en su calidad de vida. En una investigación publicada en Journalof Health Psychology que analiza el impacto psicológico de la vejiga hiperactiva, los expertos concluyeron que las personas con este trastorno tienden a tener mayores niveles de depresión y ansiedad, así como dificultades en las relaciones sociales y problemas de sueño.
Diario miccional para medir la urgencia de orinar
El diagnóstico de la vejiga hiperactiva se basa en una historia clínica detallada que incluye aspectos de micción como la frecuencia miccional, tanto diurna como nocturna, la presencia de urgencia acompañando las micciones y si se producen episodios de incontinencia en el contexto de la urgencia.
También es importante conocer otros detalles, como la presencia o no de otros trastornos en la salud, si se toman ciertos medicamentos, la ingesta de líquidos, el estilo de vida, los hábitos higiénico-dietéticos, las relaciones íntimas, el estado de ansiedad o la ocupación laboral.
“La exploración física es básica para descartar otros procesos que podrían estar ocasionando estos síntomas”, reconoce el Doctor Héctor Garde García, de la Unidad de Urología Funcional femenina y Urodinámica de la Fundación Jiménez Díaz. El diagnóstico se completa con una serie de análisis de orina que ayudarán a descartar otros problemas como infección urinaria.
Si con todas estas pruebas no es posible determinar un diagnóstico concreto, será necesario realizar otras exploraciones como “una flujometría para evaluar el flujo urinario durante la micción, la medición del residuo post-miccional—el volumen que queda en la vejiga después de orinar—, o el diario miccional”, aclara el Doctor Luis Miguel Quintana Franco, también miembro de la Unidad citada.
Este diario es una herramienta clave, fundamental y necesaria siempre que sea posible ya que permite medir la frecuencia urinaria al registrar, en una tabla, aspectos sobre la micción durante tres días distintos —no tienen porqué ser consecutivos—. En él se indica la urgencia, la frecuencia y la pérdida de orina si hay, así como la ingesta de líquidos.
Un síndrome con cuatro líneas de tratamiento
Esta condición médica no se puede curar, pero sí tratar para aliviar sus síntomas, mediante diversas opciones de tratamiento.El primer paso para encontrar el más adecuado es pedir ayuda; más de la mitad de los pacientes no consultan, por lo que se trata de un síndrome infradiagnosticado e infravalorado hasta hace unos años —la Organización Mundial de la Salud (OMS) no la reconoció como enfermedad hasta 1998—.
El tratamiento se centra, precisamente, en los síntomas ya que “no se puede abordar desde su raíz” al ser una enfermedad idiopática, afirma la Doctora Raquel González López, especialista de la Unidad de Urología Funcional femenina y Urodinámica de la Fundación Jiménez Díaz.
Aunque hay varias opciones, la mejor está determinada sobre todo por los síntomas del paciente, la gravedad y las complicaciones. En definitiva, se trata de adecuar el tratamiento a cada paciente a través de cuatro líneas básicas. Las intervenciones sobre los hábitos de vida y miccionales son la primera opción y se basan en entrenar la vejiga para retrasar la micción o rehabilitar el suelo pélvico.
Dentro de esta primera línea de abordaje es importante la pérdida de peso ya que se ha demostrado que la prevalencia de este síndrome aumenta de manera proporcional con el aumento de índice de masa corporal. También es recomendable reducir el consumo de cafeína; el control de la ingesta de líquidos o dejar de fumar.
Una segunda línea de abordaje es el tratamiento farmacológico ya que ciertos medicamentos ayudan a aliviar los síntomas y reducir los episodios de incontinencia de urgencia, así como aumentar la capacidad de la vejiga, lo que reduce la frecuencia de la micción. Si estos no funcionan, el siguiente paso son las inyecciones con toxina botulínica, que ayudan a relajar los músculos; o la estimulación nerviosa —los impulsos nerviosos al nervio sacro modulan la función de la vejiga y reduce los síntomas—.
La última opción es la cirugía, que se reserva para aquellas personas con síntomas graves que no responden a otros tratamientos. El objetivo es mejorar la capacidad de la vejiga para almacenar orina y reducir la presión. Se trata, en palabras de Garde García, de un “tratamiento ya invasivo que se establecerá en última instancia”.