Dentro de las representaciones visuales de la realidad, no hay nada más íntimo que un retrato. En su manufacturación, el artista no sólo debe tirar de oficio, sino también lidiar con numerosas variables. La disposición del modelo a no moverse más allá de lo indispensable. El detalle a la hora de perfilar cada línea, cada pliegue la expresión. Y, sobre todo, el logro mayúsculo de conocer profundamente a quien se pinta, para que este y no otro pueda ser el protagonista de dicha obra.
Es por ello que los retratos requieren de una introspección psicológica que, una vez volcada en el lienzo, pueda dejar escapar una abstracción controlada. La inevitable de conseguir desarrollar a una persona, y no a un modelo inmóvil, en tu espacio de trabajo. Por supuesto que pocas cosas hay más enigmáticas que la sonrisa de La Gioconda o el aire marcial de Inocencio X, pero Da Vinci y Velázquez sólo pudieron dar con estos hallazgos una vez conocían perfectamente a quienes pintaban.
Por ser esta una comunicación tan estrecha, casi lindando lo asfixiante, no es descabellado que de vez en cuando pueda surgir el amor de quien pinta por lo pintado. Cada pincelada es otro detalle de una personalidad que se ha de comprender por motivos profesionales, pero si cada pincelada también redondea la belleza de lo trabajado, ¿cómo no ha de surgir el deseo? ¿Cómo es posible que Marianne (Noémie Merlant) no acabe perdidamente enamorada de Héloïse (Adèle Haenel)?
La protagonista de Retrato de una mujer en llamas, sin embargo, no lo tiene fácil. A Marianne le han encargado que retrate a Héloïse para que un pretendiente milanés con quien sus padres pretenden casarla pueda averiguar si la transacción merece la pena, pero Héloïse rechaza el matrimonio. Corre el año 1770 en Francia y el personaje que encarna Adèle Haenel está harta del destino que la arcaica sociedad le reserva a las mujeres. Se niega a que la retraten. Se niega a perder la libertad.
Como solución a este choque de voluntades, Marianne se hará pasar por una dama de compañía para unirse a los paseos de la modelo renuente, atenta a cada detalle de su expresión, desviviéndose por captar todo lo que hace a su rostro ser su rostro. Cuando vuelva a su taller al caer la noche, tirará de memoria para ir recreando a su propia Héloïse, la Héloïse que sus padres quieren venderle al pretendiente milanés. Y durante este agotador escrutinio, ocurrirá lo que tiene que ocurrir.
Retrato de una mujer en llamas, dirigida por Céline Sciamma, construye una apasionada historia de amor a partir del estudio visual de la figura amada. Las posibilidades ya no sólo pictóricas, sino cinematográficas de este idilio, bastarían por sí solas para convertirla en una de las propuestas más arrebatadoramente bellas de la temporada. No obstante, el rostro de Héloïse no se limita a ser retratado de forma dócil. El rostro de Héloïse se resiste, quiere escapar, y es en este forcejeo durante el que Marianne aprende a amarlo.
Al fin y al cabo, Retrato de una mujer en llamas no quiere limitarse a contar una hermosa historia de amor. Esta historia no puede escapar del escenario en el que es descrita, del lienzo que años de historia antigua transforman en una sociedad represora, donde el amor entre Marianne y Héloïse es imposible. Donde un romance entre dos mujeres es un escándalo semejante al hecho de que una mujer quiera luchar por la libertad de sus afectos.
Una filmografía en constante autodescubrimiento
Como realizadora, Céline Sciamma nunca ha ocultado sus intereses. Es decir, tuvo que esperar a 2014, cuando estrenó Girlhood, para confirmar que le acababa de dar término a una trilogía sobre el coming on age, pero distaba de ser necesario. Sus anteriores largometrajes, Lirios de agua y Tomboy, ya hablaban por sí solos, y hacían gala de una coherencia discursiva a la que sólo le hacía falta seguir añadiendo obras maestras.
Quizá fue Tomboy, estrenada en 2011 y protagonizada por Zoé Héran, la que supuso un antes y un después en su carrera. Ya en Lirios de agua la asunción de la madurez había sido inseparable del autodescubrimiento personal —concretamente cuando la joven Marie (Pauline Acquart) albergaba repentinos sentimientos por quien hasta entonces había sido su mejor amiga— pero hasta su tercer film no empezó a jugar con otras realidades de combativa pertinencia.
En Tomboy, Sciamma cuestionaba la construcción del género, a partir de una niña de diez años que se hacía pasar por un chico, sin que esto tuviera que limitar la capacidad de su historia para conmover a cualquier espectador que tuviera infancia y un mínimo de empatía. Este drama infantil obtenía una identidad propia que al mismo tiempo vehiculaba un estilo cinematográfico, y es este el que ahora vuelve a las pantallas con Retrato de una mujer en llamas no como enésima carta de presentación, sino como desafiante reafirmación.
Antes hubo de venir Girlhood, acaparadora de nominaciones allá donde pasaba, pero ha sido Retrato de una mujer en llamas la que ha tenido que ser testigo de su madurez como artista. Como también ha sido testigo el Festival de Cannes, que este mismo año le entregó a la película que nos ocupa el premio a Mejor Guión. San Sebastián también ha caído rendido ante el poder de su romance, y ahora sólo le queda enfrentarse finalmente al público.
Para ello cuenta con unos recursos que ha ido perfeccionando a lo largo de su obra. Aprovechando una coyuntura en la que los dramas de época —o, ajustando más la etiqueta, las “películas de tacitas”— son cada vez más proclives a los esfuerzos revisionistas y la demolición de convenciones, Retrato de una mujer en llamas se acerca con el mismo descaro que Yorgos Lanthimos empleó en La favorita, o con una intensidad psicológica similar a la tejida en Lady Macbeth.
Pero, sobre todo, Retrato de una mujer en llamas se acerca con una emoción intempestiva, un anhelo aterrador, por bandera. Por muchos intereses sociopolíticos que respire su historia y el afán de denuncia desfile por ella, la última película de Céline Sciamma se ampara en algo tan antiguo, pero tan complejo, como es el descubrimiento del amor y el deseo de consumarlo, mientras todo tipo de obstáculos terrenales se cruzan en su camino.
“Vine para pintarla”, acaba admitiendo Marianne durante uno de los muchos paseos que comparten. Según podemos ver en el tráiler, Héloïse se limita a responder, casi para sí misma, “De ahí esas miradas”. Es entonces, con las cartas sobre la mesa y las amantes frente a frente, cuando puede comenzar el incendio.