El cerebro, en varios sentidos, funciona como un músculo: se entrena. Y la lectura es una de las herramientas más valiosas que existen para ese entrenamiento. El cerebro de una persona que desarrolla durante su vida la práctica de la lectura tiene más probabilidades de mantenerse en mejor estado y durante más tiempo que el de alguien sin ese hábito. Pero ¿cómo cambia el cerebro con la lectura y con el paso del tiempo?
En principio, es curioso saber que el cerebro humano no está genéticamente “diseñado” para leer. Lo que hoy entendemos como lectura surgió hace unos 6.000 años, pero el cerebro humano actual es hijo de una evolución de decenas de milenios, durante los cuales, está claro, la gente no leía. Como consecuencia, no hay ningún área de ese órgano dedicada de manera específica a la lectura.
Lo que sí tiene el cerebro -y el resto del sistema nervioso-, para nuestra fortuna, es neuroplasticidad, es decir, “la capacidad para adaptarse mediante cambios en su función y su estructura al paso de los años, a la enfermedad y a la información que recibe”. Así la define el documento 'La lectura desde la neurociencia', editado por la Fundación Germán Sánchez Ruipérez (FGSR). Gracias a esa capacidad, las neuronas cuya función original es percibir y descifrar caras y objetos aprenden a interpretar letras y palabras, y con el tiempo automatizan esas acciones, lo cual constituye la base de la lectura.
El mecanismo cerebral que se pone en marcha cada vez que alguien lee, explicado en términos sencillos por el citado documento, es el siguiente: “Se activa, en primer lugar, la corteza visual para procesar una información consistente en símbolos, que son reconocidos en ciertas áreas del cerebro como letras, otras áreas del cerebro juntan esas letras y las reconocen como conjuntos que constituyen palabras y a su vez contactan con otras áreas que dotan de significado a esas palabras y grupos de palabras para activar las áreas del lenguaje y generar entendimiento. Toda esta secuencia de procesos activa el riego sanguíneo y la creación de neuronas”.
Del hemisferio derecho al izquierdo
Diferentes estudios han analizado el comportamiento cerebral en lectores de entre 6 y 22 años expuestos a líneas con palabras y garabatos. La actividad neuronal en el hemisferio izquierdo del cerebro -el área relacionada con las funciones verbales- ya se registraba en los lectores más jóvenes, pero se intensificaba a medida que aumentaba la edad y la experiencia, al mismo tiempo que en el hemisferio derecho -el vinculado con las funciones no verbales- la actividad decrecía.
“Ese largo y exigente camino que es el acopio de competencias y destrezas lectoras implica que la parte mecánica (descifrado de las imágenes) cada vez es menos relevante, no porque disminuya, sino porque crece progresivamente la actividad más relevante del lado izquierdo”, señala el texto de la FGSR. Por ello, añade, está claro que “el proceso de aprendizaje de las destrezas lectoras es largo: no se detiene cuando 'el niño ha aprendido a leer'”.
De todos modos, aunque se suele relacionar con el aprendizaje durante la infancia (de ahí la típica frase de que los niños “son como esponjas” que lo absorben todo), la neuroplasticidad no se limita a ese periodo. Así como el organismo sigue produciendo neuronas nuevas durante toda la vida -y no solo durante los primeros años, como se pensaba hasta hace no mucho-, también la neuroplasticidad tiene lugar en diferentes etapas del ciclo vital.
Cambios en el cerebro y en la forma de leer
Es por ello que, cuando una persona adulta aprende a leer, en su cerebro se producen cambios notorios. Un estudio comprobó en 2017 que esos cambios no se limitan a la corteza cerebral, como se pensaba hasta entonces, sino que alcanzan a estructuras más profundas como el tálamo y el tronco del encéfalo, y que solo seis meses son suficientes para comprobar tales efectos. El trabajo -realizado por científicos del Instituto Max Planck con personas de la India, país en el que un tercio de la población es analfabeta- concluyó además que la capacidad de lectura es mayor cuanto más “afinada” es la comunicación entre ambos sectores del cerebro.
Una investigación anterior se había centrado en las diferencias en los modos de leer entre personas jóvenes (de entre 18 y 30 años) y adultos mayores (de 65 años o más). Y había llegado a la conclusión de que los mayores tienen una menor sensibilidad visual, no solo relacionada con cambios ópticos -es decir, dificultades concretas en la visión- sino también con “cambios en la transmisión neural, incluso en individuos con visión aparentemente normal”.
Las pruebas, realizadas con escáneres que analizaban los movimientos ópticos de las personas analizadas, habían comprobado que los jóvenes leían con mayor facilidad textos que incluían detalles visuales finos, mientras que las personas mayores leían mejor el texto algo más borroso. Es decir, pareciera que el organismo se adapta a las dificultades visuales haciendo que resulte más sencillo leer lo borroso que lo bien definido.
Estos cambios adaptativos, según explicó Kevin Paterson, uno de los directores de la investigación, “se encuentra hasta en personas con visión aparentemente normal, no corregida por medios ópticos como gafas o lentes de contacto, y sin embargo es probable que tenga consecuencias para la lectura”. El mismo Paterson añadió que “los lectores mayores comprendieron el texto con la misma precisión que los más jóvenes”, por lo cual estas “respuestas adaptativas a la naturaleza cambiante de la información visual puede ayudar a los adultos mayores a leer y comprender textos de manera eficiente hasta bien entrada la edad adulta”.
Lectura, reserva cognitiva y salud cerebral
Hay un concepto fundamental para la salud cerebral: la reserva cognitiva, que es “la cantidad y la calidad de nuestro 'mobiliario intelectual', la mejor baza que tiene el cerebro para protegerse del declinar cognitivo que acarrea el paso del tiempo o sobrevenido por una enfermedad degenerativa”. En esos términos la define el documento de la FGSR, que añade que “el valor de la lectura como medio para favorecer la reserva cognitiva y la salud cerebral es enorme”.
Cuando se tienen en cuenta todas estas variables, el fomento de la lectura adquiere otros sentidos. Puede “presentar un valor instrumental para el logro de objetivos vinculados a la salud o al envejecimiento con calidad de vida de las personas”, dice el citado documento. Y tales beneficios pueden redundar en “efectos positivos en el gasto público en medios utilizados para tratar las enfermedades cerebrales y en los apartados relacionados con la financiación de la dependencia”.
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