Desde hace tiempo se destaca, en diversos ámbitos, el valor de la empatía. De manera coloquial, la empatía se puede definir como el sentimiento de identificación con alguien, la capacidad de ponerse en el lugar de otra persona. Como se suele decir, “ponerse en los zapatos del otro”. En términos más precisos se puede afirmar que es “un proceso para comprender las experiencias subjetivas de un individuo al compartir esa experiencia de forma indirecta, mientras se mantiene una postura observadora”, tal como la definió William Zinn, investigador de la Universidad de Harvard.
Clave en salud y servicios sociales
La empatía es clave, por ejemplo, en los servicios de salud. Un estudio publicado en Estados Unidos en 1985 indicaba que, en el lustro anterior, hasta el 85% de los pacientes habían decidido cambiar su médico de cabecera, o al menos lo habían considerado, debido a las “escasas habilidades comunicativas” de los profesionales de la salud. Desde esos años, la importancia que se da a la empatía en el campo de la medicina es cada vez mayor.
En diciembre del año pasado, la Universidad Rey Juan Carlos anunció que realizaría un estudio para analizar “la calidad y humanización de los cuidados en las residencias de la tercera edad”. Para ello, se usarían trajes que simulan el envejecimiento, de forma que los cuidadores sufran en carne propia las dificultades que suelen aquejar a los adultos mayores (problemas de movilidad, discapacidad visual, etc.). El objetivo es comprobar si estas pruebas aumentan la empatía de los cuidadores y, por lo tanto, redunda en una mejora hacia los pacientes.
También en otras esferas, como las de coaching y el liderazgo, el lugar de la empatía es preeminente, puesto que tener empatía es clave para una comunicación más efectiva. Las personas más empáticas son capaces de comprender mejor y más rápido lo que les pasa a los demás y de lograr mejores relaciones sociales, lo que ayuda a que los demás se sientan mejor: más escuchados y respetados, menos solos. Todo esto también produce beneficios para la persona empática, desde luego, quien es respetada y valorada, lo que propicia que aumente su autoestima y su sensación de bienestar.
Empatía y neuronas espejo
A mediados de la década de 1990, científicos de la Universidad de Parma, en Italia, descubrieron las llamadas neuronas espejo o especulares, unas neuronas que se activan tanto cuando alguien ejecuta una acción como cuando observa esa misma acción realizada por otro individuo. Estas neuronas espejo (presentes no solo en seres humanos, sino también en otras especies animales) desempeñan un papel fundamental tanto en el aprendizaje imitativo como en el desarrollo de la empatía.
Las neuronas espejo podrían ser la explicación fisiológica de por qué impresiona ver a alguien que sufre un golpe muy fuerte, como si el observador también pudiera sentir dolor solo por haberlo visto. Del mismo modo, también estarían en la base de la empatía: serían las que permiten interpretar y dar sentido a los gestos y las acciones de los demás.
Científicos de la Universidad de Cambridge, a través de un estudio cuyos resultados se publicaron en 2018, concluyeron que en el grado de empatía de una persona también intervienen factores genéticos. Sin embargo, la influencia de los genes no es muy elevada: el 10% del total. El otro 90% de la capacidad de empatía de una persona depende del género (el mismo trabajo determinó que, en general, las mujeres son más empáticas que los hombres) y del entorno de socialización de cada persona.
Y es que la socialización es clave. Durante años se planteó la cuestión acerca de si la empatía era una habilidad innata o si, por el contrario, era una capacidad que se puede trabajar y mejorar. En la actualidad, ese debate no existe: hay consenso acerca de que la empatía sí puede desarrollarse y potenciarse. ¿De qué manera? A continuación se enumeran algunas claves.
1. Saber escuchar
La escucha atenta es una de las claves de la empatía. En un sentido, se trata de -cuando se conversa con otra persona- dejar de estar pendiente de uno mismo e intentar entrar en el mundo del otro. También es importante que ese otro se sienta escuchado. Para ello, es clave respetar sus tiempos, no meter prisas, no interrumpir. Permitir que quien habla se sienta no solo en la libertad de decir lo que quiere decir, sino también que lo haga de la manera en que lo desee, como más cómodo se sienta.
También es clave no limitar la atención al lenguaje verbal, a las palabras: los gestos, la postura corporal, las miradas, los silencios y muchas otras acciones del cuerpo a menudo proporcionan más y mejor información sobre una persona que lo que ella misma dice. Incluso las acciones de quien escucha pueden ser fundamentales: un experimento realizado por científicos de Estados Unidos concluyó que un gesto simple como tocar el brazo de quien habla, en ocasiones, hace que esta persona se sienta más libre de expresarse y mejor comprendida.
2. Dar mayor importancia a las emociones que a los datos
Otra de las principales herramientas para ponerse en el lugar del otro es tener en cuenta que los mismos hechos afectan de formas distintas a diferentes personas. Algo que es casi intrascendente para alguien puede ocasionar un derrumbe emocional en alguien más. Por eso, cuando se trata de potenciar la empatía, no tiene mayor importancia saber qué haría uno mismo en una determinada situación: lo que cuenta es tener la capacidad de imaginar y entender cómo vive esa situación la otra persona (en función de su historia, del contexto que la rodea, etc.) y de qué manera resulta afectada emocionalmente.
3. Dejar los propios prejuicios y opiniones al margen
Por razones similares a las destacadas en el punto anterior, las opiniones o ideas de la persona que escucha en ciertas situaciones pueden ser irrelevantes. Dar opiniones cuando nadie lo pide, “sermonear”, emitir juicios morales o de valor o pretender tener la verdad: todo eso es lo contrario a la empatía. Los resultados de esas reacciones suelen ser contraproducentes, generan una distancia que en muchos casos resulta insalvable. La clave pasa por procurar la tolerancia, aceptar la mirada de los otros, comprender y respetar las diferencias.
4. Leer y ver películas
El hecho de que la lectura, sobre todo, y también el cine contribuyen con el desarrollo de la empatía es algo que se sostiene desde hace mucho tiempo. En los últimos años, la neurociencia ha realizado esfuerzos por corroborarlo. Por medio de estudios realizados con resonancia magnética, científicos de la Universidad de Stanford confirmaron que, cuando una persona se compenetra en la lectura de un texto de ficción, se activan zonas del cerebro relacionadas con lo que los personajes hacen o sienten. Las neuronas que se trabajan cuando una persona toca algo, también lo hacen cuando lee la descripción de una textura; la neuronas motoras actúan cuando en el relato se habla de un movimiento.
Debido a eso, Frank Hakemulder, experto en literatura y psicología de la Universidad de Utrecht, en los Países Bajos, asegura que la lectura de ficción se convierte en un “laboratorio moral”. El cerebro del lector se identifica con el de los personajes y permite, por unos momentos, “ponerse en sus zapatos”, como si pudiera probar lo que debe ser estar en su situaciones, con las dificultades y las emociones involucradas en cada caso. Por ello, las personas que leen tienden a ser más empáticas, ya que están habituadas a ponerse en el lugar de otros (aunque sean personajes ficticios) y a evaluar las situaciones desde puntos de vista diferentes de los propios.
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