¿Qué hacemos cuando el miedo a la soledad nos paraliza? ¿Cómo escapar de la soledad sin buscar una pareja? A los 30, las amistades desaparecen del día a día ocupadas en sus proyectos de trabajo y familia. ¿Desde dónde cambiar esta realidad?
Paradójicamente, en el discurso amoroso la soledad está muy poblada por la idea de un ausente. Esa ausencia no necesita rostro, es un hueco vacante que nuestra educación sentimental coloca justo a nuestro lado, y que se ha de rellenar con una persona única, la indicada para el proyecto vital o la traída por el destino en un arrebato. ¿Qué significa “estoy sola” cuando lo pronuncia alguien que anhela un tipo específico de amor? Me siento sola cuando he vivido un deseo que implicaba a un/a otr/a y me he quedado a solas con él. Sin deseo de complementariedad y sin angustia por la falta la no presencia de una pareja no se experimenta desde el miedo.
J. Halberstam, en su libro El arte queer del fracaso, celebra la potencia creativa y la capacidad de resistencia política que hay en aquellas personas que “fracasamos”, “erramos” o “nos desviamos” a la hora de cumplir el “ideal” de vida adulta. ¿Y cuál es la vida adulta normal/ideal? Una que organiza el tiempo del cuerpo en torno a la producción, la acumulación de capital y la reproducción. En medio de toda esa faena es sabido que tendremos necesidades afectivas, por eso, para no perder el tiempo, el sistema coloca nuestras demandas de afecto bien ordenaditas dentro del plan de productividad: te amará tu pareja, equipo de ahorros y potencial socio/a reproductor/a. Amarás tu descendencia. Y después de todo esto, poca energía te va a quedar para repartir. No puede haber mucha mitología que celebre la vida de las mujeres al margen de la crianza y del deseo de un otro, que celebre y represente la fuerza de la amistad para sostener la vida y alejar el miedo, pues esto implicaría desviar a las trabajadoras de su destino productivo.
Me siento sola cuando he vivido un deseo que implicaba a un/a otr/a y me he quedado a solas con él. Sin deseo de complementariedad y sin angustia por la falta la no presencia de una pareja no se experimenta desde el miedo
Sí, nuestras ideas sobre cuándo es necesario estar atravesando según qué vivencia también están mediadas por la cultura y la norma. Existe una narrativa o un guion que dicta “la evolución adecuada” del sujeto a través del cumplimiento de una serie de objetivos. Así se organiza la vida en etapas que han de “superarse”, teniendo cada etapa una serie de exigencias asociadas. Mientras la niñez implica el aprender los gestos y el lenguaje que diferencia lo humano de lo animal, la adolescencia pasa por el perfeccionamiento de los rasgos obligatorios de género, la educación en el deseo heterosexual y la adaptación de la creatividad propia a la imaginación regulada y restrictiva del grupo.
Dentro de la adquisición de género, las personas que socializamos como mujeres aprendemos a buscar la mirada de un/a otro/a que nos elija, para así poder “asegurarnos” el acceso a recibir tacto, ayuda y un lugar social. No recibir la mirada, no ser elegidas, genera una angustia que a veces colapsa el sentido de nuestra existencia, pues parece que nos condena a una vida sin intimidad y sin intensidad.
No puede haber mucha mitología que celebre la vida de las mujeres al margen de la crianza y del deseo de un otro, que celebre y represente la fuerza de la amistad para sostener la vida y alejar el miedo, esto implicaría desviarlas de su destino productivo
Atravesar estas etapas cumpliendo objetivos implica recibir un reconocimiento como persona “sana”, “normal”, “valiosa” e incluso “de éxito”. Es por ello que la mayoría nos dirigimos a ciegas a través de una agenda que nos preexiste y a la cual entregamos nuestra pasión. La teórica Elizabeth Freeman propuso el concepto de “crononormatividad” para hablar de la experiencia del tiempo a través de un proceso de naturalización de la norma o estandarización en el cual “agendas, calendarios, zonas horarias, e incluso relojes de pulsera, inculcan lo que el sociólogo Eviatar Zerubavel llama «ritmos ocultos», formas de experiencia temporal que parecen naturales a aquellos a los cuales privilegia”. Despertar por la mañana, trabajar, volver a casa para el tiempo de los cuidados, acostarnos y pasar entre seis y ocho horas en la cama es un modo de experiencia y organización temporal que sirve para responder a una serie de obligaciones. También el guion temporal de la familia conviviente y normativa.
Los treinta tal vez sea la edad que para nuestra generación marca la entrada a esa etapa que nos fuerzan a llamar la vida adulta. Para no quedarnos atrás, algunxs echamos un buen sprint (de forma consciente o inconsciente) buscando cumplir una serie de goals que tienen que ver con la carrera profesional, la vivienda y la pareja. Bien focalizadas en unos objetivos a menudo violentos y a contrapelo, perdemos la mirada niña, la soñadora y juguetona, la desviada y desobediente que busca trucos para escapar del mandato de los padres: hemos integrado la voz de la norma y ahora nos hablamos con dureza.
No recibir la mirada, no ser elegidas, genera una angustia que a veces colapsa el sentido de nuestra existencia, pues parece que nos condena a una vida sin intimidad y sin intensidad
La propuesta de este análisis no es más que ofrecer una cartografía para entender cómo la norma secuestra nuestra libertad a la hora de habitar el tiempo y de entregar nuestro afecto. Cuirizar, enrarecer con alegría la agenda crononormativa, sería entonces practicar usos distintos de la energía buscando el goce y el descanso, alejándonos de la culpa.
¿Placeres culpables? Es tal vez el nombre que la sociedad da a aquello que nuestro cuerpo encuentra mientras “perdemos el tiempo”. Ahora, pensándolo distinto, podemos contemplar el “perder” como un perdernos del tiempo adulto para llegar a nuevas alegrías afectivas y creativas. Extraviarnos con placer y sin culpa, perdernos para encontrarnos entre nosotras, como los niños perdidos de Peter Pan, que necesitaron conocer el margen para conservar la imaginación mágica.
La norma secuestra nuestra libertad a la hora de habitar el tiempo y entregar nuestro afecto. 'Cuirizar', enrarecer con alegría la agenda crononormativa, sería practicar usos distintos de la energía buscando el goce y el descanso, alejándonos de la culpa