En tiempos de guerra, fría o declarada, existen los agentes durmientes. Su premisa es infiltrarse como espías en un territorio enemigo con el requisito de adquirir desde el primer momento una vida normal. Ya sabemos lo que quiere decir eso. Conseguir un trabajo. Estar ocupados. Parecer inofensivos. Como Albrecht Dittrich, alemán del este que en 1978 le contó a su familia que se iba cinco años a un programa para cosmonautas en Kazajistán. Dejó escritas varias cartas para su gente, con remitente desde la estepa, que se irían enviando cuando él ya estuviera en su destino y ocupación real, Nueva York como espía soviético. Cumplió con uno de los primeros mandamientos buscando y encontrando empleo como repartidor en bici, lo que le vino bien para conocer la ciudad, pero en realidad estaba esperando una orden.
Solo hace falta una señal y un agente, que con otros puede formar células durmientes, se pondría en marcha. Demasiado goloso como para que ningún departamento de marketing se disfrace de generador de situaciones potencialmente monetizables. Ahora bien, se necesita identificar un trigger, un picor lo más compartido posible, pero alguien en alguna sala con falso techo de yeso siempre acaba dando con ello. El amor. El de aventura o el de proyecto, el de sudor con o sin suegros. Universal y escurridizo. Ese alguien sabe leer que las calles, cualquier tarde entre semana, parecen un acertijo. Quién va al o viene del trabajo, psicólogo, gimnasio. En esa reunión, alguien cayó en que poseían el otro cuarto espacio cotidiano que mueve nuestro dinero, el súper. El siguiente paso era hacer equipo con la sabiduría popular. El grial de una empresa, parecer tu amiga.
Se necesita identificar un 'trigger', un picor lo más compartido posible, pero alguien en alguna sala con falso techo de yeso siempre acaba dando con ello. El amor
Hace siete años, en un programa de citas, una mujer dejaba caer que las siete o las ocho eran buen lugar para ligar en el supermercado. Es cuando se llena de solteros. Durante la dictadura, en los barrios obreros sabían identificar a la policía secreta con la que el franquismo intentó reventar el movimiento vecinal. Tenían los zapatos limpios. “Llevan cerveza y patatas” dijo la concursante sobre el carrito delator de los solteros. No negaremos aquí que hay hombres que conocieron dos canales en la tele que siguen performando la vida adolescente. Al fin y al cabo, una marca advierte con un enorme “ideal parejas” que sus patatas gourmet no son para ver Jugones.
Como todo lo asumimos y ya vamos para un año escroleando un genocidio mezclado con esquís y paellas en nuestros teléfonos, siempre hay sitio en ellos para un nuevo viral. Esta vez, ligar en el súper de siete a ocho de la tarde. Hay que poner en el carro una piña del revés y chocar contra el target en la sección de vinos. Lo de menos es que las instrucciones parezcan prácticas de amarre lo-fi. La cuestión es dónde se está viendo recluida la magia, negra, rosa o del color que sea, en nuestro día a día. La cosa es si el chiste de pillar cacho con marca blanca nos está hablando un poco de nuestra vidas.
La cuestión es dónde se está viendo recluida la magia, negra, rosa o del color que sea, en nuestro día a día. La cosa es si el chiste de pillar cacho con marca blanca nos está hablando un poco de nuestra vidas
Llevo años escuchando que los niños ya no juegan al fútbol en la calle. Cómo van a hacerlo, si está prohibido por ley. No ya a ese deporte —sabemos que reducto de una socialización de género jerarquizada—, sino a la más inclusiva “pelota”. Un enorme cartel así lo dicta incluso en plazas como la dedicada en Barcelona a Manuel Vázquez Montalbán, ferviente aficionado que se ahorró ser contemporáneo de las ordenanzas cívicas con pánico a que en las ciudades suceda algo imprevisto. Un balonazo, una algarada, un cruce de miradas sin que ninguno de los dos pares de ojos venga o vaya de ganarse o gastar parte de una nómina que no sabría desgranar.
Hace tiempo que leemos que ya nadie liga en los bares. Es uno de esos codazos que nos pega la nostalgia si no estamos atentos. Si no nos dejamos engatusar y envolver por su velo, nos daremos cuenta de que no añoramos antros que probablemente pertenecían a algún empresario de la noche (terrorífico concepto), sino tiempo. Tanto tiempo como para incluso perderlo con alguien.
Estemos convencidos de sus razones o fantaseemos con desertar de ella, somos soldados en la batalla por la productividad. “Parar” debería ser un derecho, al menos una opción, pero de momento se parece más a un privilegio o a una emergencia. Mientras, quien reparte culpas lo hace con toda la intención del mundo. Las redes, se dice, conspiran contra nuestro tiempo, pero a nadie le han subido el alquiler o despedido por hacer doomscrolling en su tiempo libre. Si hablamos de cronofagia, el lugar en el que pasamos más horas se suele ir de rositas. No es una pantalla y es seguramente menos democrático que cualquier espacio digital. Y sin embargo, el amor siempre se las arregló para encontrar un pasillo, un rato en el dispensador de agua filtrada, una hora extra pagada por nervios, miradas que pertenecían a cualquier otro sitio menos a esas cuatro paredes.
El juego, medio en serio medio en broma, ofrece la oportunidad de conocer a una persona, quizá importante en nuestros días, o en una noche que valga por años, y que se puedan comprar pañales y vino a la vez
Agentes durmientes soñando con la señal de la vida cañón, despertamos y tenemos encima la vida calendar. Con ella conecta la hora de ligar en el súper de siete a ocho. Las seis es pronto, las nueve tarde. ¿No era un tren el amor? Pues mírate los horarios. El reloj nos disciplina, la emoción es pronosticable, el misterio se pacta. La mala fama de la planificación quedó reservada para el gris socialismo de Estado del siglo pasado.
El juego, medio en serio medio en broma, ofrece la oportunidad de conocer a una persona, quizá importante en nuestros días, o en una noche que valga por años, que se puedan comprar pañales y vino a la vez, mientras miramos los precios y nos preguntamos si el aceite de girasol es realmente tan peor que el de oliva. O si ese día a nuestra media naranja le faltaban tomates pero al volver a casa solo tenía ganas de asegurarse de que está sola para desplomarse en el sofá barato de un piso compartido y llorar. Estará incurriendo en un fallo para el sistema. Nadie puede quedarse sin hacer nada. Recordará cuando en pleno confinamiento gritó qué ganas de ir a un sitio que no sea al puto supermercado. Quién se enamorará hoy dando un paseo negligente, se preguntará, mientras pone música aleatoria y suenan Dry Cleaning cantando do everything and feel nothing.