“¿Contra quién vamos?”: cuando el miedo nos impulsa a la violencia
Camino dirección al madrileño parque del Oeste. Es de día. A la altura de la calle Ferraz veo esas vallas azules que estos días han protagonizado las noches de disturbios por motivos políticos. Están perfectamente apiladas en un lateral de la calle, permitiendo el tránsito de peatones por la acera. Se respira calma, y ese orden me lleva a pensar inmediatamente en la violencia vivida estos días en ese lugar. En terapia trabajamos muchas veces con las consecuencias de este tipo de vivencias, pero el origen de lo traumático muchas otras veces no está en el presente y encontrar las causas puede ayudarnos a comprender por qué el miedo nos impulsa a la ira y a la violencia.
A finales del S.XIX, Charles Darwin desarrolló una teoría sobre la expresión de las emociones en la que hablaba de la existencia de una serie de patrones de respuesta emocional innatos y de carácter universal, presentes en todos los seres humanos, y con una marcada continuidad filogenética a través de las especies; así como de la existencia de programas genéticos que determinan la forma de la respuesta de expresión emocional. Existe una serie de emociones básicas (alegría, tristeza, ira, sorpresa, miedo y asco) que son cualitativamente distintas unas de otras y de las que se derivan el resto de las respuestas emocionales. Son innatas, y aunque nacemos predispuestos hacia ellas, se desarrollan en función de muchas variables, no solo genéticas, sino culturales, sociales, ambientales y políticas, entre otras, que pueden modificar el patrón de respuesta expresiva.
Adoptamos a nuestra perra Narita en febrero de 2020, sin saber que un mes después llegaría el estado de alarma como consecuencia de la Covid-19. Durante los paseos en cuarentena, al no tener contacto con otros perros o humanos, no apreciamos instintos agresivos, pero una vez se fueron relajando las medidas y retomando el contacto entre especies, no tardamos en descubrir que su agresividad variaba si se manifestaba a través de los instintos de caza, o bien cuando el miedo se transformaba en un mecanismo de supervivencia que probablemente aprendió durante el tiempo que vivió en la calle y que le generaba un estado de agresividad puntual hacia otros perros, con varios síntomas perfectamente visibles que a día de hoy nos sirven para prevenir conflictos y buscar nuevas formas de afrontar sus miedos. Según escribe el catedrático de psiquiatría y psicología Adolf Tobeña en su libro Anatomía de la agresividad humana, “el cerebro contiene regiones especializadas en modular y organizar el ataque y la defensa, por lo que la conducta agresiva varía si se trata de una violencia intimidatoria o defensiva que suele estar acompañada de malestar o bien de una embestida predadora que está al servicio de la procura de recompensas placenteras”.
La violencia como dominación no es algo exclusivo del ser humano. En 1974, la etóloga inglesa Jane Goodall y su equipo observaron en Gombe (Tanzania) la primera redada homicida entre chimpancés. Una tropa expedicionaria de siete machos y una hembra se desplazaron hacia un macho de otro grupo de chimpancés que vivía en la vecindad, rodeándole y propinándole una paliza tan brutal que no pudo recuperarse de las heridas.
Algunos animales suelen patrullar los límites de los territorios en lo que se considera una “guerra de conquista y exterminio”. Algo que llamó mucho la atención en su momento y que podemos compararlo con los comportamientos de nuestra especie en nuestros días es que los dos grupos habían crecido juntos y que en muchos casos se habían establecido vínculos de amistad hasta la adolescencia.
Unos años más tarde, en 1983, el psicólogo Charles Spielberger, propuso marcar una distinción entre los conceptos de ira, hostilidad y agresividad. Identificando la ira como un estado emocional con sentimientos de irritación o enfado. La hostilidad como una actitud persistente de valoración negativa de y hacia los demás. Y finalmente la agresión como una conducta dirigida a causar daño en personas o cosas.
Podríamos considerar la ira como parte de la respuesta cerebral de lucha o huida ante una amenaza o daño percibidos que nos defiende de depredadores para proteger nuestro grupo social y evitar amenazas y ataques
La ira es una emoción de tipo violento que, aunque sabemos que disminuye la capacidad de razonar, puede servir para prevenir una agresión. Su función adaptativa favorece y mantiene altos niveles de energía que aceleran las funciones mentales y motoras. Aumento el ritmo cardíaco, la presión sanguínea, la tensión muscular y los niveles de adrenalina y noradrenalina. Podríamos considerar la ira como parte de la respuesta cerebral de lucha o huida ante una amenaza o daño percibidos que nos defiende de depredadores para proteger nuestro grupo social y evitar amenazas y ataques.
En la Teoría Diferencial de las Emociones, el psicólogo estadounidense Carroll Izard concluyó que muchas respuestas emocionales surgen en la primera infancia no debido al aprendizaje social, sino como comportamiento adaptativo, estando implicadas en el afrontamiento de diferentes tareas de la vida cotidiana. De ahí su valor adaptativo cuando se relacionan con episodios de pérdidas, frustraciones, etc.
En el texto Tu vida a 1.5x hablaba de la importancia de regular nuestro SNA (Sistema Nervioso Autónomo) para fortalecer las estructuras cerebrales que se ven afectadas por el estrés y el trauma y recuperar la satisfacción por hacer cosas normales como pasear, cocinar o jugar lejos de las pantallas como recursos necesarios para lograr un estado de bienestar.
Nuestro SNA también gestiona nuestra supervivencia y la respuesta al estrés funcionando para mantenernos vivos cuando nuestra vida está en peligro. Actúa como un sistema interno de detección que constantemente escanea el entorno en busca de señales de peligro o seguridad. Es una herramienta de supervivencia para navegar por el mundo.
La importancia de un SNA con un funcionamiento adecuado no se basa en huir constantemente de los peligros sino de alertarnos sobre ellos, evaluar la magnitud de estos y si confrontamos, poder recuperarnos para seguir adelante.
En el documental Grizzly Man de Werner Herzog, el protagonista, Timohty Treadwell, dedica su vida a tratar de demostrar que los osos grizzly no son agresivos por naturaleza, sino que responden de manera hostil y agresiva como defensa ante el ser humano. La vida acaba de manera trágica para Timothy y su novia, Amie Huguenard, siendo devorados una noche por los osos en las montañas del parque nacional y reserva Katmai, en Alaska, mientras acampaban en uno de los días de su experimento antropobiológico.
Desde un punto de vista humano, la historia romantiza la figura de Timothy como un aventurero apasionado que abogaba por la defensa de una causa única. Desde el punto de vista neurológico, podríamos evaluar este caso como el ejemplo de un SNA dañado, en el que la ausencia de percepción del miedo hizo que ni Timothy ni su pareja percibiesen cómo la situación en la que se encontraban ponía gravemente en riesgo sus vidas, finalmente aniquiladas. Partiendo del supuesto de que ninguno de los dos quería morir de esa manera y en ese momento.
Una persona con un historial de estrés crónico o trauma tiene un sistema de detección defectuoso y percibirá peligro o ausencia del mismo de manera equivocada. Como si se tratase de una alarma antiincendios que no cesa aun en ausencia de fuego o incluso humo o bien que no responde de manera adecuada ante señales de peligro. Vivir constantemente en estos estados puede ser debilitante y condiciona nuestra experiencia y la de las personas que tenemos alrededor.
Si extrapolamos la vida animal a la humana, en base a estos estudios, cabría preguntarse qué es lo que nos impide mostrar esos signos de deferencia, esas muestras de cercanía y comprensión, alejadas del conflicto violento
En estos estados de flaqueza, en una búsqueda desesperada de regulación, es cuando muchas personas adquieren otras estrategias de control o adaptación, en su mayoría perjudiciales, como las drogas, el alcohol, la comida, el sexo o el trabajo. La pertenencia a un grupo, ya sea religioso, político, o sectario de cualquier tipo también es un componente perjudicial de autorregulación y adaptación.
En este sentido, las sectas figuran como un fenómeno oculto y marginal, y por ello a pesar de tener una incidencia muy baja en la población, son una amenaza para la salud física y mental de la ciudadanía. En los últimos años se han recogido varios casos a nivel mundial de sectarismo, como la serie de Netflix Wild Wild Country sobre el polémico gurú Osho o bien el libro publicado por La Felguera Jim Jones. Prodigios y milagros de un predicador apocalíptico, 918 de sus seguidores cometieron un suicidio colectivo en la que es conocida como la masacre de Jonestown en el año 1978.
En su libro Las semillas de la violencia, el psiquiatra Luis Rojas Marcos menciona tres elementos como las racionalizaciones culturales que justifican la agresión verbal y física: el culto al “macho”, la glorificación de la competitividad y la aceptación del principio diferenciador hacia ciertos grupos minoritarios.
Las imágenes de estos días en Ferraz nos muestran cómo la población en disputa mayoritariamente es masculina. Según Luis Rojas Marcos, la violencia y la criminalidad están asociadas principalmente a estereotipos viriles. La imagen de un hombre agresivo, implacable, despiadado y siempre seguro (aparentemente) de sí mismo. Un individuo que reta sin miedo, persigue el dominio de los otros, tolera el dolor, no llora y no expresa sentimientos afectivos, hasta en la criminalidad vivimos en una sociedad machista.
Rescatando de nuevo los estudios de Adolf Tobeña, la resolución de un conflicto entre chimpancés machos que han mantenido una intensa rivalidad comienza cuando aumentan las aproximaciones, las deferencias, determinados signos de sumisión. Cuando esto ocurre, surgen de nuevo los contactos y la confraternización.
Si extrapolamos la vida animal a la humana, en base a estos estudios, cabría preguntarse qué es lo que nos impide mostrar esos signos de deferencia, esas muestras de cercanía y comprensión, alejadas del conflicto violento. Aunque quizá conviene entender que el daño neurológico y adaptativo que se observa en conductas violentas es consecuencia de los peligros de la obediencia.
Asumir jerarquías en un grupo conlleva la pérdida gradual de autonomía e independencia y a un debilitamiento de la autoestima hasta el punto de difuminar nuestro autoconcepto y pasar a depender emocionalmente del grupo. Cuando psicológicamente algo no funciona, nos identificamos en grupo y nos disponemos a hacer todo lo posible por ser parte del mismo, acatando y asumiendo su funcionamiento aun cuando este sea cuestionable.
A principios de la década de los 60, Stanley Milgram, psicólogo de la Universidad de Yale, realizó una serie de experimentos sociales recogidos bajo el título Estudio comportamental de la obediencia en la revista Abnormal and Social Psychology, en los que medía la disposición de los participantes para acatar las órdenes de una autoridad aun cuando estas pudieran entrar en conflicto con su conciencia y ética personal.
Uno de ellos, conocido como el experimento Milgram, era una reflexión sobre el totalitarismo y las circunstancias que pueden llevar a las personas a cometer actos violentos. Lo que el experimento trataba de dilucidar era si las personas aparentemente “comunes”, sin rasgos psicopáticos, podían ejercer la agresividad mientras desarrollaban otra tarea. La banalización del mal en su máxima expresión.
Cuando psicológicamente algo no funciona, nos identificamos en grupo y nos disponemos a hacer todo lo posible por ser parte del mismo, acatando y asumiendo su funcionamiento aun cuando este sea cuestionable
El experimento consistía en que un grupo de voluntarios reclutados a través de un anuncio en el periódico debía evaluar a otro grupo (actores y actrices) administrando descargas eléctricas cuando las respuestas fueran incorrectas. Las descargas eran ficticias y los actores fingían recibirlas con la expresión de dolor y sufrimiento. El experimento evaluaba los límites de la obediencia aun cuando lo inmoral o perjudicial para otras personas fuese uno de los ejes del experimento. El 65% de usuarios obedeció la orden de dar descargas sabiendo que podrían ser letales para los sujetos evaluados.
El psicólogo concluyó en su libro Los peligros de la obediencia que la extrema buena voluntad de los adultos de aceptar casi cualquier requerimiento ordenado por la autoridad constituye el principal descubrimiento del estudio. En grupo, igual que ocurre con el bullying (donde el acoso normalmente se ejerce en grupo), y ante una evaluación entre iguales, el daño puede ser emitido con mayor crudeza.
En grupo, igual que ocurre con el 'bullying' (donde el acoso normalmente se ejerce en grupo), y ante una evaluación entre iguales, el daño puede ser emitido con mayor crudeza
Hace unos días, en un vídeo de televisión, un hombre clamaba contra la amnistía, mientras una mujer que lo acompañaba le preguntaba “¿contra quién vamos?”. Solomon Asch, psicólogo polaco-estadounidense pionero en los estudios de psicología social, investigó sobre el poder de la conformidad en los grupos. En el conocido Experimento de Asch, unos 9 estudiantes fueron convocados a realizar unas “pruebas de visión” en la que se les mostraba dos tarjetas. En una de ellas había una línea dibujada en vertical y en la otra tres líneas, de las cuales una era igual que la de la primera tarjeta. Todos los sujetos excepto uno, situado estratégicamente para recibir y observar las opiniones de los demás antes que la suya, eran cómplices. La mayoría de sujetos compinchados dieron respuestas incorrectas con el objetivo de analizar, a través de este experimento, las condiciones que llevan a los individuos a permanecer independientes o a someterse a las presiones de grupo cuando estas son contrarias a la realidad.
El experimento Milgram, una reflexión sobre el totalitarismo y lo que puede llevar a cometer actos violentos, trató de dilucidar si las personas aparentemente 'comunes', sin rasgos psicopáticos, podían ejercer agresividad mientras desarrollaban otra tarea
Este experimento sirve para evidenciar algunas de las ideas de la novela 1984, de George Orwell y también para ilustrar la cita “toma un ciervo y llámalo caballo”, que ideó el político chino Zaho Gao como una prueba de lealtad hacia sus subordinados, y que hace referencia al día que presentó un ciervo en una reunión con el emperador y otros oficiales del más alto rango y lo llamó un “gran caballo”. Ante esto, el emperador confió en él completamente y estuvo de acuerdo en que era un caballo, y muchos oficiales también. Otros, sin embargo, se callaron u objetaron. Así fue depurando a sus enemigos, manteniendo con vida únicamente a sus cómplices y adquiriendo poder ante la inconformidad social.
El experimento de Asch concluyó que la presencia de la presión de grupo causaba que los participantes se dejaran llevar por la opción incorrecta el 36,8% de las veces. Muchos de los sujetos evaluados demostraron un malestar extremo y una proporción elevada de ellos (33%) se conformó con el punto de vista mayoritario de los otros.
El miedo nos ayuda a sobrevivir, nos protege y nos alerta de peligros que puedan poner en riesgo nuestra salud, sin embargo, nuestra experiencia emocional también puede verse sesgada por el grupo, en ausencia de criterio independiente. Acercarnos y escucharnos nos ayudará a convivir en armonía, sin embargo el odio y la agresividad nos empujará a subrayar nuevas fronteras, incluso aunque no existan todavía.
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