Entre todo lo que ha provocado la pandemia de COVID-19, hay algunos efectos curiosos o al menos inesperados. Uno de ellos es el caso de los niños que, desde que ha comenzado la desescalada, tienen miedo de salir a la calle. Durante tantas semanas han oído hablar de ese “bicho” que está allí fuera, por culpa del cual no se podía salir, que ahora hay pequeños que se muestran reticentes, pese a las mascarillas, las distancias y demás cuidados que ven en sus padres y demás adultos.
El miedo es “una emoción humana que se activa cuando se percibe una amenaza para la supervivencia, la integridad física o el bienestar psicológico, y los niños no son ajenos al ambiente que los rodea”, explica el psicológo José Luis Gonzalo Marrodán, especialista en psicología infantil y miembro de la Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente (Sepypna). Por ello, añade, “es normal que algunos puedan sentir miedo”, incluso aunque no lo digan.
Jordi Artigue Gómez, también psicólogo infantil y también miembro de la Sepypna, explica que la forma en que se experimenta esta etapa es una consecuencia, en buena medida, de cómo se haya vivido todo el confinamiento. El comportamiento de los niños es “un reflejo de la reacción de los adultos con los que conviven”. “Si se les ha explicado por qué estaban encerrados, en qué consiste la enfermedad, cómo se contagia, los niños pueden entender la 'nueva normalidad'”, apunta Artigue.
Pero también hay pequeños en los cuales -en palabras de la también psicóloga infantil Ángeles Albamonte- “su mente ha hecho una escisión: dentro/bueno versus fuera/malo, que es un mecanismo de defensa para organizar el mundo”. Hay que tener en cuenta, además, que numerosos niños han sufrido en estas semanas, de manera directa o indirecta (y muchos de ellos por primera vez), alguna experiencia con la muerte.
¿Cómo actuar con los niños que tienen miedo de salir?
Los niños pueden sentir miedo, pero “también tienen recursos”, enfatiza Gonzalo Marrodán. Y el principal objetivo de madres y padres debe ser detectar y potenciar esos recursos. Para ello, la clave principal es “ser conscientes de nuestro propio miedo como adultos y gestionarlo”. Es decir, no se trata de no tener ningún miedo, ni de negarlo o minimizarlo. Ser consciente del propio miedo permite gestionarlo y regularlo y transmitir seguridad a los demás, no solo con las palabras sino también con el cuerpo y la gestualidad, un lenguaje al que los niños “son muy sensibles”.
Artigue también destaca la importancia de “hablar y explicar, adaptando los términos a cada edad”. “Es un error considerar que no lo van a entender; con palabras, gestos y actitudes, ellos captan y sienten el peligro o la confianza, entienden lo que se puede y lo que no se puede hacer”, apostilla este experto.
Las cosas que generan miedo asustan más cuanto más desconocidas resultan. Por ello, Ángeles Albamonte -quien también forma parte de la Sepypna- cree que “la información es el mejor medio para disminuir la angustia”. En este sentido, el consejo es que los padres escuchen y respondan, con comprensión y paciencia, todas las dudas de sus hijos. Si se trata de niños muy pequeños y “ni siquiera capaces de formular sus miedos”, los padres pueden expresarlos por ellos: “Creo que tienes miedo, a encontrarte en la calle con un bicho malo, un virus volando por el aire, a encontrarte solo”, etc.
Qué cosas no hacer
¿Qué es lo que no se debe hacer? Sobre todo, al igual que con los miedos propios, nunca hay que minimizar o negar el problema, ni mucho menos, por supuesto, ridiculizar al niño. Se deben evitar frases como “no pasa nada”, “ya se ha acabado el peligro” o “no seas tonto, todos tus amigos ya están saliendo”. “La angustia de los niños no es ninguna tontería -explica Albamonte-. Ellos han percibido que está pasando algo muy grave y minimizar sus miedos no les ayuda en absoluto. Al contrario, les hace sentirse solos e incomprendidos”.
Tampoco conviene tener “una actitud muy ansiosa, recriminaciones, gestos hostiles o de nerviosismo”, puntualiza Gonzalo Marrodán. Todo eso “transmite una sensación de peligro inminente que abruma al niño, digamos lo que digamos con las palabras”, dado que “el cómo decimos los mensajes es tan importante o más que su contenido”. En definitiva, hay que tratar de encontrar el equilibrio: ni ser negligentes y hacer como si no pasara nada, ni mostrar una preocupación exagerada, que más bien aumentará los temores del niño.
Para después de la salida
Jordi Artigue recomienda “dedicar un momento al día a hablar con los niños de cómo se han sentido al salir”. De este modo, podrán expresar sus sentimientos y sus temores, lo que ayudará -a ellos mismos y a sus cuidadores- a entender mejor todo lo que experimentan. No hace falta que la charla sea justo al volver a casa: puede ser en otro momento.
Este experto también señala la necesidad de “mantener algo de lo que hemos hecho o nos ha unido durante el confinamiento: el juego compartido en familia, la actividad física, los platos o postres cocinados entre todos”. Sucede que en muchísimos hogares estas semanas tan extrañas han supuesto compartir muchas más horas en familia, y si bien eso puede no haber estado exento de problemas, también ha propiciado muchas nuevas y buenas experiencias.
En este sentido, Ángeles Albamonte destaca que, en algunos casos, la reticencia de los niños a salir puede no deberse al “miedo a lo que hay fuera”, sino al deseo de conservar lo que encontraron dentro de casa: compartir mucho más tiempo del habitual con sus padres o con alguna otra persona de la familia, más horas de pantallas, de juegos online, mayor permisividad en los horarios, etc. Para algunos de ellos “puede haber sido un tiempo bastante feliz”, apunta la psicóloga. Por eso, hay que tener en cuenta que la desescalada implica un nuevo cambio de hábitos y, en consecuencia, un nuevo esfuerzo.
Cuándo preocuparse
Los especialistas indican que, aunque un poco de miedo es normal, si este adquiere una cierta intensidad y se prolonga en el tiempo, puede ser necesaria la ayuda profesional. Los padres deberían pensar en pedir ayuda, dice Albamonte, cuando observen en los niños “un sufrimiento intenso, que no se modifica con la información que se les brinda, o cuando aparezcan otros síntomas asociados, como cambios en el sueño o en el estado de ánimo”.
Otros posibles síntomas son la irritabilidad, problemas de conducta, regresiones (cuando los pequeños vuelven a estados más infantiles, que ya habían superado), somatizaciones y la negativa a hacer cosas que hasta entonces eran normales: juegos, comidas, baños, etc. Si bien no se pueden establecer plazos precisos, Artigue explica que si este miedo que perturba la vida del niño es cotidiano -no solo en “días sueltos”- conviene no dejarlo pasar más de unas tres semanas.
Y Gonzalo Marrodán añade que “una ayuda psicológica pronta es eficaz, tanto para los niños como para los padres o cuidadores, que son las principales fuentes de seguridad y a veces están desbordados por la situación”.
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