He decidido no mirar mi WhatsApp en vacaciones, ¿lo respetarán mis amigos y familiares?
Mi edad interna ronda los 28 años, pero cuando añoro cosas que la tecnología ha vuelto obsoletas me siento profundamente de 43. Una de esas cosas es irme de vacaciones sin estar en contacto constante, como ocurría cuando el precio de enviar un mensaje de texto era parecido al de tomarse una copa de vino, antes de la llegada del WhatsApp.
A lo largo de este año me he dado cuenta de lo mucho que el flujo incesante de información me dificulta la desconexión. Paseando por la campiña polaca en busca de setas bajo un nítido cielo azul escuché el mensaje de voz de un amigo dándome todo lujo de detalles sobre sus preocupaciones laborales. Tras un día maravilloso durante el que comí albóndigas y compré pegatinas en Barcelona con mi sobrina de 10 años, un amigo decidió compartir una actualización emocionalmente compleja, y nada urgente, sobre la mala salud de otro amigo en común. Estaba en las Maldivas y acababa de ver una raya deslizándose por debajo de mí en un océano azul cobalto cuando una prima me resumió por WhatsApp los detalles de una cita en la que el chico había estornudado sobre su plato.
Para muchos de nosotros, el método predominante en las comunicaciones con nuestros seres queridos es WhatsApp, y no las aplicaciones de redes sociales y correo electrónico que pueden borrarse temporalmente. Borrar el WhatsApp, la herramienta que usamos para transmitir información importante pero también la nada cotidiana, no parece posible ni en vacaciones. En cualquier caso, el problema no es la aplicación sino una disponibilidad de 24 horas al día, siete días a la semana, que nos ha hecho perder la noción de lo que debe ser comunicado y cuándo.
A lo largo de este año me he dado cuenta de lo mucho que el flujo incesante de información me dificulta la desconexión
“Simplemente no respondas, ¿cuál es el problema?”, me dijo un amigo muy deficiente en lo que a responder mensajes se refiere. A algunas personas se les da bien no revisar los mensajes, o quedarse tranquilamente en la incómoda situación de no haber respondido. Pero tratar de poner esos límites puede hacerte sentir una persona terrible cuando eres una persona complaciente y codependiente. Incluso una que se ha reformado, como yo.
No es solo la presión autoimpuesta, sino lo que se desprende de un mensaje que ha quedado sin responder. Antes podías achacar tu silencio a las elevadas tarifas de las operadoras telefónicas, o a la falta de señal, pero todos los hoteles tienen ahora wifi gratuito y una falta de respuesta sugiere que no te importa, o que tienes cosas mejores que hacer –admitámoslo, las dos cosas pueden ser verdad–.
Para alguien que lucha contra la ansiedad como yo, el flujo interminable de información no es lo único difícil de compartimentar. También lo es lidiar con la expectativa de la respuesta inmediata.
En un reciente viaje a Grecia con amigas hablamos de lo diferentes que éramos en lo referido a nuestras preferencias sobre estar en contacto durante las vacaciones. Una del grupo chateaba varias veces al día con su pareja, algo que para mí habría sido una pesadilla. “De hecho, estoy ensayando un veto a las notas de voz y de vídeo durante este viaje”, dije.
El problema es la disponibilidad de 24 horas al día, siete días a la semana, que nos ha hecho perder la noción de lo que debe ser comunicado y cuándo
¿Para qué haces eso?, me preguntaron. Les expliqué que ya había probado varias técnicas para darme espacio, entre las que se incluía desactivar el doble tic azul que confirma la lectura. Que se sepa cuando estás en línea me parecía una exposición muy grande, como si estuvieras en casa en ropa interior con las luces encendidas, y un desfile de gente que pasaba por allí decidiera tocar el timbre solo porque las luces parecían indicar que estabas. Desactivar las notificaciones fue la medida que vino poco después, reduciendo el ruido mental de una manera dramática.
Pero últimamente he tenido varias conversaciones amistosas pidiendo que mientras estoy fuera no me envíen mensajes si no son urgentes, especialmente con personas que mandan notas de voz o envían todos los detalles de su día a día. Son demasiadas las ocasiones en las que no se ha entendido que estoy de vacaciones y que, por tanto, no se puede contactar conmigo. Esto es válido especialmente durante viajes breves en los que hay menos tiempo para relajarse. Puedo contestar de vez en cuando pero prefiero no recibir mensajes que requieran una respuesta larga, o que parezcan una descarga de emociones.
“Nunca me acordaré de eso”, me dijo una amiga riéndose. Está bien que sea así: no es realista esperar que los demás tengan presente mi calendario social. Lo importante del proceso es saber que he comunicado activamente lo que necesito. Otra no entendía bien mis motivos o la posibilidad de excepciones. “¿Y si se me ocurre algo mientras estás fuera?”, me preguntó otro amigo. Le contesté que yo no era un dispositivo de grabación y que, a menos que fuera una emergencia, podía esperar hasta mi regreso.
Últimamente he tenido varias conversaciones amistosas pidiendo que mientras estoy fuera no me envíen mensajes si no son urgentes
Me he dado cuenta de que cuando pones un límite, en ocasiones la gente puede percibirlo como un rechazo personal, así que me preocupé de dejar claro que era solo un intento de desconectar de la manera más eficaz. No importa si nos hemos ido del país por las vacaciones o si simplemente nos hemos ido a casa. Para las personas que no podemos permitirnos viajar en las fiestas, este periodo de tranquilidad puede ser lo más parecido a un descanso, y las mismas reglas pueden regir.
Aunque cada vez sabemos más sobre la necesidad de priorizar el descanso, sigue habiendo demasiado énfasis en que sea cada uno el que configure su entorno para conseguirlo. Podemos iniciar una desintoxicación digital y desactivar las notificaciones. Pero a menos que dejemos el teléfono en casa, algo impensable para una mujer soltera, es fundamental pedirle a nuestros seres queridos que consideren el papel que desempeñan ayudándonos a recuperarnos.
Poorna Bell es periodista freelance y autora del libro Chase the Rainbow. Traducción de Francisco de Zárate.
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