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PREGUNTA A SARA TORRES

“¿Qué hago si mis hijos no me gustan?”

Hola, cuatro hijos, desde 23 a 40 años. ¿Qué hago si no me gustan, si alguno es la antítesis de todo por lo que peleé como mujer?

En el enunciado aparece el conflicto y su resolución: atraviesa el camino valiente, misterioso y afirmativo a través del cual llegamos a ser capaces de nombrar lo que no ha de pensarse o decirse. Lo que antes asimilamos como innombrable o silenciable. Mi hijo no me gusta. No amo a mi madre. Las dos oraciones revuelven el tabú que sugiere que la relación madre-hijo es el lugar natural del amor incondicional. 

Por otro lado, ¿y si el amor pudiese a veces sentirse como incondicional mientras que el gusto no? En el contexto concreto del enunciado de esta pregunta: ¿se anuncia el gusto como más independiente que el amor? Si por independencia entendemos potencia de movilidad y de posición con respecto a aquello con lo que nos relacionamos.

Algunas veces el vínculo afectivo se siente necesario, dado por el cuerpo, mientras que el gusto conserva una autonomía frente a este afecto de vinculación. Ser capaces de decir “Amo a mi hijo, pero no me gusta” es poder afirmar la vinculación corporal afectiva a la vez que mantenemos cierta independencia subjetiva con respecto a los valores y significados que esa persona representa y practica. ¿Deseo un mundo donde las personas se comportan como mi hijo? Poder responder “no”, es un gesto hermoso de compromiso con la visión propia. Es un gesto que reconoce la experiencia individual de la vida a la vez que afirma lo reflexivo social-político por encima de las pasiones afectivas más inmediatas. Podría funcionar de forma similar decir lo mismo de un amante o de una amiga o de una hermana: es cuestión de romper el proceso de identificación fusional con lo que amamos, a favor de una vida propia donde un criterio ético es posible.

Tener hijos implica, la mayoría de las veces, tener hijos cerca, vivir con ellos, significar la vida mezclando lo propio con los significados extraños que ellos traen de un afuera que muchas veces no es afín. Puede que los hijos traigan de ese otro lugar fuera de la casa que has construido precisamente aquello que quisiste mantener lejos de tu universo privado. Así el hijo actúa para bien o para mal como un agente comunicante que impide la estabilización de la imagen de la vida propia según nuestra expectativa o deseo. Es posible entonces pronunciar algo como: “nunca imaginé compartir la vida junto a una persona como es mi hijo” o incluso, “la fantasía sobre mi vida, lo que proyecté con ilusión y esfuerzo, fracasa al tener que convivir con una persona a la que amo, pero cuyo mundo atenta contra el mío, no me gusta”. 

Aunque nos influyamos mutuamente, la dirección del devenir de las personas a las que amamos no está en nuestras manos. Porque es evidente que escapa una y otra vez a nuestro deseo, también es justo pensar que escapa a nuestra responsabilidad. Frente a la libertad de tu devenir, yo tan solo puedo trabajar la expresión y el impacto de mi decepción. ¿Cómo estar decepcionada, es decir, sostener la fantasía rota de la posibilidad de entendimiento profundo, de sincronía, de afinidad, y aun así seguir amando? Es decir, seguir apreciando la existencia del otro en el mundo, seguir favoreciendo con nuestros actos su supervivencia y cuidado. 

¿Cómo estar decepcionadas y que la decepción no se convierta en rabia o violencia? Iniciar con el reconocimiento de la expectativa puesta —reconocer todo ese tiempo en el que con la imaginación construimos un escenario feliz, donde el paisaje del amor era a nuestra imagen y semejanza— para después comenzar a desasirnos. ¿Qué hacer más que empezar un duelo lento, intentar un duelo suave, lentamente despedirnos del hijo imaginado, de la amante soñada, de los padres comprensivos que quizás nunca tendremos? Para conocer con ojos nuevos a quienes sí tenemos delante. Para quizás desear, o no, la aventura salvaje de conocer aquello que nunca habríamos elegido. Para, de forma inesperada, llegar un día a elegirlo. O no. O nunca.