“¿Qué hacemos con eso de tener hijos?”
¿Qué hacemos con eso de tener hijos, Andrea?
Me gusta que hables con propiedad. Creo que sé a qué “eso” te refieres. ¿Con ese tremendo lío? ¿Con eso que se palpa en el ambiente? ¿Con ese ruido de despertador de cuerda que retumba entre el útero y la espalda baja? ¿Con eso que ocupa cada conversación y cargamos a peso? ¿Con esa amiga del grupo de toda la vida que va por el segundo crío y suplica por hacer vermús en vez de cervezas nocturnas para que pueda venir con los niños y antes de que traigan las aceitunas ella ya vaya por el segundo gintonic? ¿Con esa locura llamada ovario palpitante cuando una niña te coge la pierna en mitad del supermercado pensando que eres su madre y miras esa mano blandita y ese flequillo tan bien cortado y empiezan a sonar unos tambores ahí abajo y te acuerdas de ese peto tejano que viste en un anuncio de Instagram que guardaste sin querer, y mientras estás pensando en si venderán las Adidas Gazelle en talla 0-3 años hay una mujer que aparece por el pasillo de las galletas con la mirada pérdida y unas ojeras incrustadas dándote las gracias y pidiendo perdón y dice 'Mia por favor te he dicho que no te sueltes del carro' y busca tus ojos para decirte 'huye, corre, no lo hagas'? ¿Estamos hablando de ESO, verdad?
Un día vas al ginecólogo y lees un flyer que hay en la mesita de la sala de espera, que grita en Arial 84 '¡Prevención del embarazo!', y al día siguiente te sale un anuncio en YouTube sobre un kit de prueba de ovulación para saber cuándo eres fértil. Perdón pero, ¿QUÉ? ¿Ni un día de respiro? ¿Una pequeña transición? ¿Un fundido a negro? ¿Unos meses en que los anuncios de Internet sean, no sé, de un puñetero videojuego?
No esperaba cruzar una puerta forrada de flores que indicara la entrada a la edad adulta, pero sí un pequeño impasse entre ese ojo cuidao con dónde te sientas y qué tocas porque te puedes quedar embarazada con un simple suspiro, y el siguiente el aviso en forma de deberías venir a que te contemos los ovocitos, no quiero ser yo quien te lo diga, pero te estás secando por dentro, eres mayor, ¿oyes esta cuenta atrás? son tus folículos desapareciendo. Unos meses de transición, una explicación, unos días sin que Clearblue me persiga por Internet en forma de banner maníaco.
Yo para estas cosas soy muy vacaburra. Perdón porque sé que es un tema sensible, y en algún momento lo será para mí, y me romperé a pedazos. Pero ahora no puedo hacer otra cosa que bromas sobre cómo con cada ciclo menstrual estoy más cerca de ser un plato de mojama que una chica fértil. Sí, perdón, son los nervios, la risa cansada. Soy ese primo pequeño que hace chistes en el tanatorio para luego irse corriendo a llorar al baño. Espero que lo entiendas, y perdón.
No esperaba cruzar una puerta forrada de flores que indicara la entrada a la edad adulta, pero sí un pequeño impasse entre ese 'ojo cuidado porque te puedes quedar embarazada con un simple suspiro', y el siguiente el aviso en forma de 'deberías venir a que te contemos los ovocitos
Clara, un pequeño inciso, notarás en esta carta que te envío que hablo con cierta propiedad de folículos, betaespera y FIV. Y no porque me lo hayan contado en una consulta médica, no, por dios, tú y yo sabemos que eso no ocurre, sino que llega un día que una dice: bueno, pues hasta aquí, lo siento, no me entero de nada, qué coño es la reserva ovárica, y tira del hilo, y decide empezar a leer. Y sí, por supuesto tuve que dejar a la ginecóloga que ante una pregunta sobre los efectos de unas determinadas pastillas anticonceptivas me dijera: “ah, tú eres de esas que busca en Internet”. Sí, perdón por querer saber cómo funciona mi maldito organismo. Desde ese día no he dejado de buscar información.
Sobre ese susto o muerte que es descubrir la verdad de nuestro cuerpo, me gustó muchísimo leer a la influencer Camille Charrière, la seguía por sus piernas largas, me quedé por su sinceridad. En este artículo cuenta su larguísimo proceso (y también tormento) a partir del día que nadie te comunica, pero tú sospechas, que eres infértil.
Tengo la suficiente información como para ver un embarazo por la calle y pensar en un milagro. He entrado en una espiral de sobreinformación, no solo por mí, sino para saber cómo acompañar a mi amiga que va por su segunda fecundación in vitro, o a una chica que conocí el otro día que no se movía de la silla mientras repetía las palabras “transferencia”, “agarrarse” y “confío”.
He necesitado leer para entender la mercantilización de nuestras dudas y precariedad por parte de una industria reproductiva salvaje que convierte en singular un problema que es sistémico. Y necesito seguir leyendo porque cada dato es una sorpresa, un pero cómo he llegado hasta aquí sin saber nada de esto:
“Las mujeres nacemos con un número finito de ovocitos que vamos consumiendo a lo largo de la vida (siete millones cuando estamos en el útero), y los vamos perdiendo con cada menstruación”, escribe Júlia Bertran, y yo subrayó y memorizo como si volviera a clase de ciencias —por cierto, me comunican por pinganillo que a Júlia la podréis leer en breve en castellano gracias a los majos de Libros del KO; Clara, estate atenta—. Júlia habla en su libro del duelo genético y de lo que ha vivido ella con el proceso de ovodonación, de nuevo más palabrotas que parecen gritarnos a la cara no sabes nada, vas tarde. Que no cunda el pánico. Si es la primera vez que lees estas palabrotas, te doy una buena noticia: puedes seguir viviendo sin volver a encontrártelas nunca más. Si te ha picado un poco la curiosidad puedes leer esto o esto, o también esto, incluso esto.
Cuando veo una niña pequeña arrastrando un cochecito con un bebé por la calle, el párpado izquierdo tiembla. Esa niña tiene instinto, y yo no. Uno de mis libros favoritos durante mi adolescencia fue Tenemos que hablar de Kevin, de Lionel Shriver. Un libro que venía a darme la razón en un discurso débil a medio construir: mira lo que ocurre cuando no hay instinto maternal. Quizás has visto la película. Tilda Swinton hace de Eva y da un miedo de morirse, porque cumple el temor de muchas: una tía feliz, con buen trabajo, y enamorada del marido, que un día dice bueno, vale, tengamos un hijo, pero por ti, que sé que lo quieres, pero bueno, seguro que lo voy a querer mucho, es mi hijo; cuando salga esa carita de mi vagina desgarrada lo amaré, estoy segura. Bueno, pues no. No quiero estropearte la trama de estas 616 páginas, pero dejémoslo en que se odian, ella siente que ese bebé intuye el rechazo, le hace la vida imposible, llora, no es la vida que quiere.
Cerré el libro, miré al infinito y dije: ¿lo véis?. Algo habitual en la adolescencia, hablar sola buscando la razón. Creo que todavía lo hago. Luego entendí que el libro no hablaba de la falta de instinto maternal, sino de otras palabrotas como depresión posparto y matrimonios que no funcionan.
No sé si vas a comprarme esta idea, Clara, pero creo que hay una trilogía temática sobre la maternidad. Sobre ese elefante que ocupa nuestras conversaciones y se sienta con nosotras a tomar unas cañas. De las dos primeras ya hemos hablado.
Por un lado, el miedo a sentarte en según qué banco con tus amigas a comer unas pipas y al día siguiente estar pensando nombre para el bebé. La segunda parte podríamos llamarla 'voy a descargarme esta app para ver qué días soy fértil y voy a proponerle a esta persona que duerme conmigo si la próxima vez podemos hacerlo con las piernas hacía arriba y cuando la luna esté menguante, que dicen que es fantástico para asegurar el tiro'. Y la tercera parte de esta dichosa conversación —recuerda que sin respiro porque saltamos de un tema a otro sin tiempo para el descanso— es perder al puto niño. Perdón. Pero es mi nueva obsesión. Resulta que después de las dudas, complicaciones, nervios, incluso dinero, llega otro tema: la pérdida. Estoy aterrorizada. Esto es el cuento de nunca acabar.
He necesitado leer para entender la mercantilización de nuestras dudas y precariedad por parte de una industria reproductiva salvaje que convierte en singular un problema que es sistémico. Y necesito seguir leyendo porque cada dato es una sorpresa, un 'pero cómo he llegado hasta aquí sin saber nada de esto
Quizás tiene que ver con que justo ahora esté viendo a Nicole Kidman de esposa perfecta, madre coraje, mujer que renuncia a ser paisajista porque su marido cobra mejor y viven en Hong Kong a todo tren hasta que un día pierde al pequeño de sus tres hijos en un mercado —una monada de niño, tremendo bicho, de manitas regordetas, flequillo mal cortado— y de golpe: chimpúm, no hay niño, y ella con esa cara apretada de contener emociones, ese cuello terso y blanco en tensión constante. ¡Dios, cómo me está gustando! Sí, quizás algo tiene que ver. O también este tráiler al que di play simplemente porque salen mis queridas Hathaway y Chastain y que —inocente de mí— pensé: ¿qué nos habrán montado estas dos? Y virgen santísima: son vecinas y madres, y se lo pasan muy bien, un día en casa de una, un día en casa de la otra, hasta que un día el niño de una de ellas muere al caerse por el balcón, y la otra está ahí y no puede hacer nada, y la culpa, y el miedo, y el niño de la otra que es mío, no que es tuyo, y el marido que solo molesta, y la otra que solo quería ser madre. Por favor, qué ansiedad, creo que prefiero volver a leer sobre la betaespera. No puedo más.
Pero aquí no acaba, no solo hablamos del niño que desaparece, sino que a veces es la madre la que dice hasta aquí hemos llegado, aquí os quedáis. Una amenaza que debe haber sonado en todas las casas, pero los sueños solo se hacen realidad en algunas. Imagino que habrás oído hablar del término Las abandonadoras, que es un concepto, pero también es un libro, y es una idea maravillosa de Begoña Gómez Urzáiz. Intuyo que sabes de lo que estamos hablando.
Hay una escena que llevo conmigo, grabada a fuego, donde una joven madre representada por Jessie Buckley corre por casa, busca el silencio, necesita trabajar, solo quiere traducir unos textos mientras dos niñas encantadoras, preciosas, vestiditas de blanco, rizos, correteando, gritan, taladran, martillean (te juro que recuerdo el timbre de voz) ¡mummy! ¡mummy! ¡mummy! ¡mummy!, así hasta el infinito. Así hasta que ella coge la puerta y se va para no volver. Es una de mis películas favoritas. Sí, quizás hay un patrón, Clara, en lo que me gusta, pero ahora no estamos hablando de eso.
Qué hacemos con ESO, Clara. Qué hacemos con eso de tener hijos por presión social. Porque en mi grupo de amigas todas quieren. Porque no quiero ser la que se queda en la sala 3 de Apolo mientras las otras hablan del podcast de Andrea Ros. Porque quiero ver de qué soy capaz. Porque ¿y si realmente se me da bien? Porque estoy enamorada y quiero ver qué sale de esta combinación que, a mi parecer, es fantástica. Porque a veces quiero descansar de mí, porque necesito perder foco. Porque necesito el último acto egoísta que es tener hijos para pasar a ser secundaria en esta película que me he montado. Porque ¿y si la única manera de echar el freno es esta? Porque si para bailar menos hay que criar más. Porque, ay, mis padres cuando se enteren, qué ilusión, es que míralos, van sonriendo a niños por la calle. Porque ¿y si es verdad que no hay nada mejor en el mundo?
¿Sabes lo que me gustaría ser? A mí me gustaría ser padre. Eso sí, sin dudarlo. Me gustaría mucho ser padre.
En esta vida privilegiada que llevamos, nos han criado como a unas auténticas malcriadas: hagas lo que hagas, puedes volver a casa. Sé lo que tu quieras, ponte el piercing, quítatelo, estudia ingeniería, mejor cine, lo que tú quieras miniña, que sé te dan muy bien las letras. Pide la beca Erasmus y si no, pues dices que no vas, llámame que te recojo, esta será siempre tu casa, tienes la cama hecha, vete lejos, pero vuelve, arriésgate, salta, pirueta con triple mortal. Que todo tiene marcha atrás. No te preocupes por nada.
Pero ESO, Clara, eso es lo único que no se puede deshacer. Una es madre o no lo es. Una no deja de ser madre por unas horas por mucho que lo intente. Aquí, miniña, lo tenemos jodido.
Cuando llegue Mamífera a los cines volvemos a hablar, ¿te parece?
Siempre tuya,
Andrea
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