Cumplo 40 dentro de poco. Hasta ahora nunca había querido ser madre. Ahora se me viene la pregunta de ¿sí o no? como una losa. ¿Y si me pierdo algo? ¿Y si no me lo pierdo y luego me arrepiento?
Algunas de nosotras nunca hemos deseado activamente ser madres. No ha sido una realidad imaginable para nosotras, tanto de niñas como de adultas, la fantasía del embarazo nos ha resultado demasiado ajena y extraña, al igual que la del parto y la crianza. Nuestro cuerpo nunca ha experimentado una curiosidad propia sobre estos procesos, no hemos sentido ningún interés especial por atravesarlos, nada en nosotras, ningún supuesto instinto ni reloj nos comunicó siquiera que tales experiencias fueran posibles, pudieran darse.
Hay algo verdaderamente incómodo en que cada “mujer” se vea directa o indirectamente convocada a responder la pregunta sobre la maternidad, especialmente cuando es la expectativa social, y no la propia curiosidad, el deseo, o el amor, quien pregunta. Parece imposible existir como mujer sin tener que encarar esta pregunta, dudando siempre de nuestra propia respuesta si la que damos es negativa: ¿Seguro que no deseo ser madre? ¿Qué pasará si me arrepiento?
Parece imposible existir como mujer sin tener que encarar esta pregunta, dudando siempre de nuestra propia respuesta si la que damos es negativa: ¿Seguro que no deseo ser madre? ¿Qué pasará si me arrepiento?
Cuando un hombre de mi familia un día me preguntó, quizás con cierta esperanza de prolongar el tiempo de su sangre en el mundo “pero, aunque seas lesbiana, ¿no querrás igualmente tener hijos?”, yo respondí instintivamente: “¿Tú te imaginas embarazado?”. Y añadí ante su negativa, su cara de estupor: “Yo tampoco”. Era cierto, a pesar de que mi cultura me había preparado para asociar mi cuerpo al embarazo y a la maternidad, a pesar de que se me había dicho que este exceso de amor que había en mí, que esta pasión y esta sensualidad y estas ganas de darme eran un garante de maternidad futura, nada en mí se había sentido madre nunca. La abundancia, el exceso de amor, me habían hecho sentirme como una amante y como una amiga.
Luego tuve treinta años y una perrita cachorra me reconoció como madre, aunque yo no la consideré mi hija ni deseaba tener una. Era muy joven y estaba enferma y encontré en mi cuerpo un repertorio desconocido para proteger su vida y ayudarla a medrar. Me di cuenta de que esos recursos de amor y cuidado, que se habían despertado frente a su vulnerabilidad y su ternura, se parecían mucho a los que contaban algunas de mis amigas que habían tenido hijxs. Pensé que esos recursos también estaban en mí para acompañar a lo vivo, y que su finalidad era el cuidado y la dulzura, no la reproducción. Esos recursos amorosos, con los que evitar el hambre de lxs otros, enfrentarnos a la crueldad, o movilizar una resistencia ecologista y pacifista, podían y debían dirigirse mucho más allá del objetivo aprendido: criar una vida que descienda directamente de nosotras.
El relato patriarcal nos ha contado que la potencia vital y amorosa de las mujeres ha de dirigirse a la reproducción de la línea familiar: yo pienso que es urgente construir juntas relatos más amplios donde contar todas las cosas que es posible hacer con la ternura
En La seducción, una mujer de cincuenta años que no ha sido madre, mira atrás y escribe:
Fui maternal, sí, como lo soy ahora. Con todo tipo de animales: jóvenes crías y viejos lentos. Con todo mi cuerpo les cuido. ¿Es eso maternar? Retirar con amor las heces y los vómitos de la perra cuando ocurren. Dormir sobre una cama que se llena de pequeños pelos caídos. Aceptar sus interrupciones constantes en mi tiempo de trabajo con ilusión, sin enfado. Cuando era cachorra, deseaba verla crecer. Y de anciana, le desearé una vida sin dolor. Ante todo, me importa su bienestar. Y pongo mi cuerpo, inmediatamente, para lograrlo.
El exceso amoroso existe para participar en el mundo, si no lo ponemos en relación con algo más allá de nosotrxs a menudo este exceso frustra nuestro cuerpo, de modo que nuestras potencias creativas, afectivas, se convierten en rabia y en tristeza. El relato patriarcal nos ha contado que la potencia vital y amorosa de las mujeres ha de dirigirse a la reproducción de la línea familiar: yo pienso que es urgente construir juntas relatos más amplios donde contar todas las cosas que es posible hacer con la ternura.
Vivir siempre es activar potencias y las potencias se desarrollan en muchas direcciones: lo que no llegamos a vivir no se ha perdido y, si nos lo permitimos, el amor siempre encontrará un lugar donde expresarse
En Nacemos de mujer, Adrienne Rich cita a Audre Lorde:
“Qué queremos unas de otras después de haber contado nuestras historias
Queremos ser curadas queremos una musgosa calma que crezca sobre nuestras cicatrices queremos la hermana todopoderosa que no asuste que hará que el dolor se vaya que el pasado no sea así
La pregunta de qué queremos, más allá de un «espacio seguro», es crucial en lo que se refiere a las diferencias entre el relato individualista sin lugar a donde ir, y un movimiento colectivo que de poder a las mujeres“.
Un trabajo de conciencia y ampliación de la imaginación amorosa creo que podría relajar la ansiedad que genera la pregunta obligatoria sobre la maternidad y su inscripción en lógicas productivistas e identitarias. En lo que tiene que ver con el cuerpo y con la vida propia, me gusta más preguntarle al presente que a la idea de futuro. ¿Qué estoy sintiendo ahora? ¿Qué siento ahora como posible o deseable, al margen de quien sea yo mañana? Tenemos una vida, y aunque es ancha a veces, nunca vamos a desarrollar todas las potencias que tuvo nuestro cuerpo. La maternidad es una de ellas. Vivir siempre es activar potencias y las potencias se desarrollan en muchas direcciones: lo que no llegamos a vivir no se ha perdido y, si nos lo permitimos, el amor siempre encontrará un lugar donde expresarse.