Turistas somos casi todos: el modo avión y el espejismo de bienestar cuando viajamos
Suenan las chicharras y corre poco fresco. Es una tarde insulsa, pero no por ello menos importante que cualquier otra, de mediados de julio en la península ibérica. Afortunadamente no tengo que desplazarme a mi lugar de trabajo porque mi lugar de trabajo está conmigo, es mi casa, algo que considero una ventaja en contadas ocasiones. En un momento de necesidad busco una de esas herramientas que me hace la vida más fácil y conectada, incluida en el sistema operativo de mi teléfono móvil. Despliego uno de sus completos menús y mi vista se pierde entre las diferentes funciones. La intención primera se diluye y aparecen otras cuestiones ante el abanico de posibilidades.
En esa tarde tonta y caliente me encuentro con un icono bien conocido que por primera vez me descoloca: dentro del círculo translucido se adivina una silueta simétrica y aerodinámica, de líneas redondeadas y con una forma que podría recordar a una flecha. No hay vuelta de hoja, lo que aparece dentro del botoncito táctil e iluminado es un avión. Me quedo un rato pensando qué hace ese avión en mi teléfono y de repente me entran ganas de irme de vacaciones.
En los teléfonos hay un puñado de prestaciones, entre las que se encuentra el avioncito, que se denominan “interruptores”. La posibilidad de activarlas o inutilizarlas depende solo de un roce, por lo que en este caso, se nos facilita a la población potencialmente turista o viajera –términos ya sinónimos–, el velar por la supervivencia de una porción de la humanidad mientras nos encontramos volando a cientos de kilómetros por hora a miles de metros sobre nuestra casa. Formulando una ecuación sencilla, cabe pensar que si ese botón está en todos los teléfonos móviles es porque tiene una utilidad incuestionable.
Vivimos en la época más moderna y avanzada de la historia conocida y la globalización tecnológica intuye al género humano como a un turista. En los años 2000 se implementó por primera vez el modo avión en los teléfonos móviles por seguridad durante el vuelo, ya que la maquinita que iría pegada para siempre a una persona podría interferir en las comunicaciones de la nave. Ya desde los albores de la tecnología móvil se suponía que la necesidad de contacto con pantallas iba a ser tal que eso de “se ruega apagar los teléfonos móviles” podría convertirse en una pequeña batalla al comienzo de cada vuelo. El modo avión fue un win-win: piloto tranquilo, turista entretenido y contento.
Irse de vacaciones es un sueño corriente e inducido a partes iguales, como conseguir el cuerpo perfecto o encontrar la media naranja. No podemos negar que para la parte más chiquitita de la población, la menos pobre, no es tan difícil, solo hace falta una cosa: dinero
Hemos interiorizado fácilmente el uso de este interruptor silencioso de nuestros dispositivos. La tecnología se considera al servicio de lo humano, pero de toda la población mundial, que se presupone como turista, poco más de un 12% puede viajar. Coger un vuelo es una cosa asimilada, cada vez más integrada en las vidas de una parte de la sociedad, mientras la mayoría de la humanidad mirará desde tierra esas naves que atraviesan el cielo sin tener acceso a un billete y sentir esa inquietud por saber si le ha tocado ventana o pasillo. No hay low cost que valga para más del 80% de esta especie que no deja de inventar productos y aparatos en pro del progreso, con sus consecuentes necesidades derivadas y destrucciones asumidas.
Parece que irse de vacaciones es fácil, que está al alcance de la mano de cualquiera. La publicidad ineludible en marquesinas, autobuses y periódicos, en vídeos, cookies y canciones hacen mella en las ganas y las apetencias. Irse de vacaciones es un sueño corriente e inducido a partes iguales, como conseguir el cuerpo perfecto o encontrar la media naranja. No podemos negar que para la parte más chiquitita de la población, la menos pobre, irse de vacaciones no es tan difícil, porque para irse de vacaciones solo hace falta una cosa: dinero.
Para ser turista no es necesario enseñar un carné ni demostrar una trayectoria, tampoco presentar un expediente ni incluir referencias. No hace falta ser buena gente ni haber escrito una carta de motivación. Es difícil que para emprender unas vacaciones se pida dinero prestado a la familia o se empeñe la tele, aunque tampoco sería imposible. Comúnmente viajará quien pueda permitírselo por sí mismo.
Ser turista es una forma de habitar la realidad pasajera y esporádica, en la que nos convertimos en sujetos un tanto inútiles, bastante dependientes
Hacer turismo es una demostración escueta de poderío, de que los deseos se cumplen, aunque sea por el tiempo limitado que concede la empresa y que ubica los periodos vacacionales de sus empleados según las necesidades del negocio. El turista es el protagonista del mundo durante el tiempo que duran sus vacaciones, él y solo él tienen las riendas de su vida. Pero ser turista es una forma de habitar la realidad pasajera y esporádica, en la que nos convertimos en sujetos un tanto inútiles, bastante dependientes. El turista se sitúa por encima del bien y del mal. El turista ni pincha ni corta.
Aún así, cuando ocupamos el asiento de la clase turista de algún medio de transporte, siempre nos colocamos en otro sitio, siempre por encima (por encima de la tripulación y de quien trabaja en el aeropuerto o la estación, por encima de la realidad), ya que somos consumidores con pleno derecho a todo lo que indican la letra pequeña y nuestros caprichos. Hemos pagado por un viaje y nos molesta cualquier escena que no se corresponda con la película que nos hemos ido haciendo antes de que llegara el momento de partir, de vivir una experiencia desconocida pero merecida.
Nos agarramos a que adquirir un billete que nos lleve a otro sitio es sinónimo de bienestar, y en un momento decidimos subir un escalón de clase y exigimos que esta pompa de jabón en la que hemos invertido organización y dinero no se vea amenazada por ningún olor, ruido o situación que nos perturbe: “un niño llorando en la fila de atrás, ¡qué horror! ¿Por qué he de merecer esto? ¿Por qué durante mis vacaciones? Quítamelo”. Lo que vale un turista es lo que puede permitirse según su presupuesto, y para el turista, esto es muchísimo. Esto merma un poco la empatía, el cariño y en ocasiones el sentido común.
Cuando ocupamos el asiento de la clase turista nos colocamos en otro sitio, siempre por encima (de la tripulación y de quien trabaja en el aeropuerto o estación, de la realidad), somos consumidores con pleno derecho a todo lo que indican la letra pequeña y nuestros caprichos
Para el turista hay todo un mercado exclusivo, y no solo el de postales y souvenirs. Cada vez aparecen más productos y aparatos que harán su vida más fácil, que es lo que el turista se merece por encima de todo y en lo que invertirá una parte de su dinerito: almohadas ergonómicas y suavitas colgantes para soportar cualquier trayecto sin perder la nuca, ajuares en miniatura que caben en cualquier bolsillo, baterías extra para evitar cualquier momento de desconexión o mochilas tan compactas en las que todo cabe, alegrías y decepciones.
Vamos adquiriendo en mayor medida y de forma más común estos elementos como una inversión a la que sacaremos partido en los próximos viajes que vayamos a realizar. Por pocos que sean, sale rentable ser previsor e ir adquiriendo la identidad del turista a plazos. Pero el turista también sufre. Cuando llega a su destino se deja llevar por el hedonismo y la estética y se pone los zapatos nuevos que le harán unas grandes y dolorosas rozaduras, se dormirá al calorcito del sol de mediodía que le despellejará el torso, y beberá posiblemente más de la cuenta, lo que le hará dudar de sus argumentos con carácter retroactivo.
Turistas somos casi todos, y mientras turisteamos, en nuestros barrios proliferan locales para que los turistas que vienen guarden sus maletas. No es solo coraje, es rabia e impotencia lo que se siente, aunque solo sea un poquito, al ver cómo los comercios locales van desapareciendo para ser sustituidos por negocios de carácter inhumano, inútiles para el día a día. La ONU establece que la población mundial alcanzará su nivel máximo entre 2080 y 2090, cuando el planeta albergue a 10.300 millones de personas, ni uno más ni uno menos. Del número máximo de turistas que es capaz de soportar un territorio todavía no hay datos.
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