Es domingo. Me despierto golpeado por las patadas de mi hijo, abro los ojos y lo primero que veo es su sonrisa. Me conmueve, y emocionado respondo con un abrazo que también envuelve a mi pareja. Poco después nos levantamos y bajamos a pasear a nuestra perra Narita y a desayunar a la plaza de Comendadoras. A la vuelta, dos horas después, me siento en mi escritorio a escribir este texto, donde conviven periódicos, revistas y libros con mi ordenador portátil, la máquina que opera entre lo que busco y lo que encuentro.
Abro Spotify y le doy al play a la BSO de la película El Reino, de Sorogoyen, compuesta por Olivier Arson, ganadora en 2018 del Goya a mejor música original. A continuación abro Word con el borrador del texto y restauro Google Chrome, donde conviven desde hace varias semanas unas 50 pestañas abiertas con material “pendiente” y la ansiedad me oprime por primera vez en el día.
Me doy cuenta de que mi cerebro se ha entrenado hasta el punto de que puedo escuchar música, escribir y revisar un podcast a velocidad 1.5x y enterarme de todo. Automáticamente me viene a la memoria una cita de Kurt Cobain que leí no hace mucho: “De aquí a 20 años habrá drogadictos virtuales que encontrarán su muerte en el sofá”. Quizá ni siquiera él mismo llegó a imaginar la dimensión que alcanzarían sus palabras teniendo en cuenta las estadísticas actuales sobre el uso de las pantallas y las nuevas tecnologías en la sociedad. Números que podrían llevar a pensar en plantearnos la inclusión de esta conducta en el epígrafe de las nuevas adicciones.
Algunos de los principales estudios a nivel global revelan que más de 210 millones de personas en todo el mundo sufren de adicción a las redes sociales e Internet. En Estados Unidos, un 43% de los adolescentes eliminan sus publicaciones porque no obtuvieron la cantidad de likes que esperaban y otro 43% se siente absolutamente desolado porque a nadie le gustan sus actualizaciones. Aunque el dato más alarmante que presenta este último estudio es que el 35% de los adolescentes dijeron haber sido acosados en las redes sociales. Otro informe sobre hábitos de consumo indicaba que la frecuencia media en la que consultamos el móvil ronda la friolera de los 10 minutos.
Me doy cuenta de que mi cerebro se ha entrenado hasta el punto de que puedo escuchar música, escribir y revisar un podcast a velocidad 1.5x y enterarme de todo
“Hay algo profundamente equivocado en nuestra manera de estar en el mundo. Los estudios dicen que un trabajador no le dedica más de tres minutos a una misma tarea”, leo en una entrevista al polémico periodista Johann Hari. Este nuevo hábito se refleja en distintas áreas socioculturales, por ejemplo, en la inercia de la industria audiovisual produciendo cada vez productos de consumo más inmediatos: más singles en la música, más podcast, más series de televisión, más tuits en la industria de la información, en definitiva, más contenido que nos empuja a vivir más deprisa con una sensación constante de no llegar a no sabemos qué, movidos por una inercia de consumo que desemboca en una necesidad de evasión ante una realidad frustrante e insatisfactoria. El problema llega cuando ante la necesidad de consumo aumentan los síntomas de depresión y el miedo a perderse algo al no estar conectados o consumiendo el producto que se nos oferta. La industria del sold out se muestra así como el antídoto ante el hastío del día a día.
Una de las claves de la invasión tecnológica es la posibilidad de simultanear tareas. Somos capaces de mantener una conversación en el chat de WhatsApp mientras hacemos una compra, leemos dos periódicos a la vez y escuchamos las recomendaciones de Spotify. Según los datos del Observatorio Ivoox del año 2022 el 71% de usuarios consumen podcast porque pueden hacerlo con otra cosa. El informe también deja patente que el podcast es un formato de consumo en solitario, ya que la mayoría de los oyentes lo escuchan sin compañía. Viendo estos datos, conviene preguntarse si Internet nos conecta o nos aísla.
Casi 30 años después de las palabras de Cobain vemos cómo la tecnología ha modificado la forma en la que nos relacionamos, aunque todavía no ha logrado sustituir la presencia de lo analógico, el cuerpo a cuerpo de las emociones en la comunicación aún no se puede transmitir mediante bytes y gadgets. Dice Diego Hidalgo en su libro Anestesiados. La humanidad bajo el imperio de la tecnología (Ed. Catarata) que la presencia de los cambios habita en las nuevas tendencias de comportamiento: una creciente renuncia a la intimidad, la debilitación de los vínculos sociales, la externalización de algunas de nuestras facultades a las máquinas acompañado de un consecuente proceso de desaprendizaje, una intensificación constante por la presión social y una dificultad para sentir placer y satisfacción en un entorno que nos empuja a la inmediatez.
Vivimos más deprisa, con una sensación constante de no llegar a no sabemos qué, movidos por una inercia de consumo que desemboca en una necesidad de evasión ante una realidad frustrante
Las pantallas han logrado disociar nuestra presencia y transformarla en diferentes formas virtuales que dan lugar a un multiverso, afectando al vínculo entre seres humanos y acercándonos a narcisismos que mutan de generación en generación. Estamos siendo testigos de una aceleración global en los procesos de una nueva comunicación basada en la distancia, el aislamiento y movida por la angustia y el miedo. Lo que nos convierte en esclavos de una falsa sensación de libertad oprimiendo los sentidos hacia el entorno más inmediato, la realidad que nos rodea.
En la revolución industrial las máquinas llegaron para sustituir la mano del obrero. En la actualidad el impacto tecnológico avanza en la automatización de los puestos de trabajo y a su vez eliminando la conciencia social y fomentando el individualismo tras una falsa apariencia de compañía tras la pantalla.
El informe The future of work after COVID-19, que analiza el futuro del mercado laboral a partir de ocho grandes economías que representan un amplío porcentaje de la población mundial, predice que 4,6 millones de empleos en España están en peligro de verse desplazados debido a la automatización allá por el año 2030. El estudio añade que en torno a un 50% de tareas ya son automatizables, lo que hace asomar la incertidumbre y el miedo ante un futuro inseguro.
Me asomo a la ventana de mi casa y veo un ciclista circular en dirección contraria mostrando gestos desafiantes hacia algunos peatones que le reprochan su conducta. No me resulta difícil empatizar con lo que sienten esas personas. El miedo es una emoción innata que nos protege y nos ayuda a sobrevivir por lo que no sería adaptativo no sentirlo en ningún caso. Cuando nuestro SNA (Sistema Nervioso Autónomo) escanea nuestro entorno tiene tres estados: seguro, cuando te sientes conectado con lo que te rodea; movilizado, ante señales de peligro se disparan respuestas de lucha o huida; o inmovilizado, cuando la señal de peligro es percibida como tan grande que nuestro SNA entiende que no se puede luchar o huir y nos apaga (recordemos la violación ejercida por 'la manada' hace unos años y el estado paralizado de la víctima. Su SNA estaba inmovilizado).
Estamos siendo testigos de una aceleración global en los procesos de una nueva comunicación basada en la distancia, el aislamiento y movida por la angustia y el miedo
La conexión virtual puede servir de mucha ayuda a personas con problemas para socializar en la vida real, pero también puede tener el efecto contrario: encerrarnos y absorbernos en una realidad virtual, aislarnos de una vida que no nos satisface sirviendo de mecanismo de evasión y amplificando la evitación.
Nuestro SNA puede señalar peligro incluso cuando este no existe. Vivir constantemente en un estado de supervivencia puede ser debilitante y llevarnos a desarrollar nuevas estrategias de adaptación como las drogas, el sexo, el trabajo, la comida aportando regulación emocional y alivio temporal. En este sentido, nuestro cerebro se forma en función del uso que le damos, si nos sentimos seguros nuestro cerebro explorará, en cambio si nos sentimos alerta nuestro cerebro se especializará en resolver conflictos y en gestionar el miedo. La capacidad que tiene para recuperarse, reestructurarse y adaptarse a nuevas situaciones es lo que llamamos neuroplasticidad cerebral.
Dejo el ordenador y desde la ventana veo en el balcón del Airbnb de enfrente a dos chicas haciéndose selfis mientras brindan con champán. Sonríen solo para la foto. Me preparo un café y mientras me lo tomo cojo el móvil, abro Twitter y leo que alguien escribe: “Cuando estudio con música tiene que estar en velocidad 1.5x”. Escarbo un poco y encuentro la justificación: “Descubrí que para ser productivo hay que poner música en velocidad 1.5x, da el sentido de urgencia justo y necesario”. Los motivos son muchos: te hace ser más productivo, estudiar mejor, da sentido de urgencia y ayuda a ir más rápido.
Vivimos acelerados. Tenemos prisa por vivir y dejar huella. La generación faster surge como una respuesta a la aceleración de contenidos y a la necesidad de hacer todo lo posible para crear su identidad. Es la generación sin tiempo, pero con ganas de hacerlo todo, víctima del síndrome FOMO ante la necesidad de adquirir el fantasma de la libertad, ecos de la España del progreso de los años 90.
Netflix, HBO, Ivoox, Amazon Prime, YouTube, Spotify, Filmin, Movistar Plus+, Disney+ o la omnipresente Google son parte del catálogo de acceso a esa libertad de consumo rápido. Absorberla y gastar nuestro tiempo y dinero es el objetivo principal de todas estas empresas que copan Internet. Esa necesidad de libertad nos ha llevado a multiplicar las tasas de consumo y productividad.
La conexión virtual puede ayudar a personas con problemas para socializar en la vida real, pero también puede tener el efecto contrario: encerrarnos y absorbernos en una realidad virtual, aislarnos en nuestra insatisfacción
Existe una relación entre el abuso de Internet y el grado de satisfacción emocional de las personas. La pandemia del Covid-19 triplicó el teletrabajo y una de sus consecuencias fue el aumento de casos de dependencia y adicciones a las nuevas tecnologías. Nuestra atención se ha visto sometida a los mandatos de la tecnología, al multitasking como mecanismo de producción. En los últimos años las patologías vinculadas al sedentarismo y al consumo de las tecnologías han aumentado. La violencia digital nos ha traído nuevos tipos de acoso (cyberbullying, grooming, stalking, fraping) y los estudios alertan de que quienes no dependen tanto de internet se muestran, en general, más satisfechos con la vida que quienes muestran cierta dependencia. Igualmente ocurre con las redes sociales; a mayor uso de estas menor satisfacción con la vida.
El mundo empresarial que abarca Internet nos roba tiempo y libertad. No hablamos de apagar nuestros aparatos tecnológicos y desconectarnos perpetuamente, sino de repensar nuestra propia presencia y atención.
Dice el psicoanalista J.R. Ubieto que “lo digital no es una adicción generalizada que patologiza a la gran mayoría de la población, sino una herramienta para repensar el deseo y el vínculo sin renunciar a los principios que nos resultan válidos en el mundo físico”.
Los estudios demuestran que correr estimula nuestro cerebro, y que los niños que pueden correr libremente desarrollan más neuronas en el cerebro y prestan más atención. Conservar la posibilidad de percibir, de conectar con nuestro entorno observando las posibilidades que lo tangible nos brinda. La experiencia con los otros, potenciando lo colectivo. Habitar el campo y la naturaleza se han convertido en un acto profundamente político ya que el panóptico de Internet se ve privado de información al no poder acceder a lo sensitivo.
El campo no emite notificaciones, son los sentidos los que perciben las señales y los procesa a través de la amígdala enviando la información al resto del organismo y regulándolo a través del SNA. La pausa y la desconexión son palancas que activan el modo parasimpático de nuestro SNA. Fortalecer las estructuras cerebrales que se ven afectadas por el estrés y el trauma que nos abruma y recuperar la satisfacción por hacer cosas normales como pasear, cocinar o jugar lejos de las pantallas son recursos necesarios para nuestro bienestar.
Google no sabe lo que sientes al oler el campo de madrugada, tampoco es capaz de sorprenderse ante el crecimiento de la vegetación y mucho menos de entender la importancia del espíritu colectivo que reside en un barrio, en tu pueblo o en tu vecindario. Al menos hasta ahora.
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