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A la justicia se llega por una dura oposición. A la cúpula de la justicia, no. España es el único país europeo donde los jueces del Supremo y otros tribunales importantes son nombrados sin un verdadero concurso de méritos, por decisión casi directa del poder político
Tenemos un problema con la justicia española, con la separación de poderes, con la confianza en los juzgados, con su imagen de imparcialidad. Los políticos nombran a dedo al gobierno de los jueces, a un consejo político: a los veinte vocales del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Y esos veinte vocales nombrados a dedo por los políticos, cual consejo de administración, a su vez, nombran a dedo a todos los jueces del Tribunal Supremo. A los presidentes de las Audiencias Provinciales. A los presidentes de los Tribunales Superiores de Justicia autonómicos. A todos los jueces más importantes, incluyendo a los sustitutos temporales de la Audiencia Nacional que investigan los principales casos de corrupción.
Ningún juez llega al Supremo sin el apoyo de los partidos. Y cuando hablamos de jueces progresistas o conservadores en el alto tribunal no estamos hablando de su forma de pensar. También suele coincidir, pero se les puede llamar así porque la única forma de llegar al Supremo es con el apoyo del poder político, con la directa elección y bendición de los vocales nombrados por los partidos, que se reparten por cuotas este órgano, el CGPJ, tan poderoso como relativamente poco conocido.
A la justicia se llega por una dura oposición. A la cúpula de la justicia, no. España es el único país europeo donde los jueces del Supremo y otros tribunales importantes son nombrados así: por decisión casi directa de este consejo político, sin un verdadero concurso de méritos. A dedo, por los vocales nombrados a dedo por los políticos.
Allí, en el Supremo y el CGPJ, hay excelentes juristas también. Jueces que actúan con honradez, independencia y profesionalidad. Pero el problema no es el quién sino el cómo: en las palancas de poder que tienen los políticos para mandar sobre la justicia, premiar a los jueces afines y castigar a los díscolos. Unas herramientas muy poderosas para el secuestro de la justicia, se usen o no.
Este control de la política sobre la justicia es, sin duda, el talón de Aquiles de la separación de poderes en España y la razón que explica la enorme falta de confianza en la independencia judicial por parte de la ciudadanía española –de las más bajas de Europa, según varias encuestas–. Lamentablemente, esa desconfianza de la sociedad española en la justicia está justificada. Si se conocieran los detalles, el descrédito sería aún mayor.
En teoría, el presidente del Supremo y el Poder Judicial, la primera autoridad de la justicia española, es elegido por el pleno del CGPJ en su primera reunión, en una sesión que se celebra entre tres y siete días más tarde de la renovación del consejo, por votación entre estos vocales “independientes” y por mayoría de tres quintos.
En la práctica, nunca es así. Hoy ya sabemos con total seguridad que el nuevo presidente del Supremo y del CGPJ será Manuel Marchena y eso que aún no se conocen siquiera todos los nombres de los vocales del CGPJ que se supone que lo elegirán según su propio criterio e independencia. No están ni nombrados. Y esta burla a la separación de poderes ni siquiera es novedad. Es lo mismo que antes pasó con Carlos Lesmes, con Carlos Dívar o con la práctica totalidad de los presidentes del Supremo en España.
Los partidos ni se molestan en disimular que son ellos, y no los vocales del Consejo, quienes realmente mandan en el Poder Judicial. Pueden hacerlo porque son ellos quienes directamente nombran a todos los vocales del CGPJ tras el habitual reparto de sillones entre PP y PSOE, con el papel secundario de algunos otros partidos en esa negociación –antes los nacionalistas catalanes y vascos, hoy Unidos Podemos–.
Se suponía que no iba a ser así. No fue este el plan inicial. El diseño del Poder Judicial en la Constitución española está copiado del modelo italiano; del Consiglio Superiore della Magistratura, el equivalente al CGPJ español. Está formado por 27 miembros. Tres son miembros de pleno derecho –el presidente de la República, el primer ministro y el procurador general–. Ocho los escoge el Parlamento y el resto, más de la mitad, 16 vocales, son nombrados por los propios jueces.
De esta forma se garantiza en Italia un poder judicial independiente, gracias a la separación de poderes. Por eso la justicia italiana ha sido tan fuerte, incluso frente a la corrupción política o la mafia.
En España el Poder Judicial lo componen 20 vocales más el presidente. La Constitución (artículo 122) dice que ocho vocales los escogen las Cortes por mayoría de tres quintos –cuatro el Congreso y cuatro el Senado– y los otros doce “entre jueces y magistrados de todas las categorías judiciales, en los términos que establezca la ley orgánica”.
El espíritu de la Constitución era bastante claro: la mayoría del CGPJ español, al igual que el italiano, lo iban a nombrar los propios jueces. Luego llegaron “los términos de la ley orgánica” y, con ellos, la letra pequeña. Y dijo que esos doce vocales elegidos “entre jueces y magistrados” también los nombraría el Congreso y el Senado. Fue una reforma que, en su momento, hizo el PSOE para contrarrestar el excesivo peso conservador en la carrera judicial; aquella justicia había sido promocionada, tutelada y convenientemente purgada por el franquismo. Fue un parche del PSOE que después resultó tremendamente útil para el PP, que es quien desde hace años controla el poder judicial y ha copado con jueces afines los puestos clave.
En la ley orgánica del PSOE de 1985, las asociaciones de jueces proponían a 36 candidatos que luego votaba el Parlamento. En la reforma que hizo el exministro Alberto Ruiz-Gallardón, no hacía siquiera falta el respaldo de las asociaciones judiciales y cualquier juez puede presentarse con el apoyo de 25 avales –que te pone el partido si hace falta–. Cada reforma que se ha hecho del CGPJ ha ido en una única dirección: dar más poder a los políticos y menos a los jueces.
Hace años que el Consejo de Europa pide a España que al menos la mitad de los vocales del CGPJ sean nombrados directamente por los jueces y no por los políticos. Es dudoso que esta reforma se vaya a dar porque quienes tendrían que afrontarla son los mismos partidos que hoy se benefician de ese poder. Un poder inédito en Europa al que se suma otra anomalía muy española: el inmenso número de aforados.
Los políticos nombran a los que nombran a los jueces que, como aforados, se encontrarán en el Supremo si un día tienen un problema judicial. Un ejemplo reciente: el mismo Manuel Marchena que hoy Pablo Casado elogia como “uno de los mejores juristas de España”, el mismo que el PP y el PSOE han pactado como presidente del CGPJ, es quien hace mes y medio, junto con otros jueces del Supremo –también una juez progresista–, rechazó investigar el máster de Pablo Casado en la URJC.
Cuatro de los cinco jueces que archivaron aquella investigación contra el presidente del PP llegaron al Supremo con los votos de los vocales nombrados por el PP. Dos de ellos incluso han participado en charlas de la FAES.
Y hay argumentos jurídicos para defender que Casado no tenía una responsabilidad penal en ese máster regalado porque estaba prescrita –otra cosa es la responsabilidad política–. El problema es otro: la apariencia de imparcialidad. Que la justicia no solo debe ser independiente sino parecerlo. Algo que en España no se da.
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