La dictadura española es un régimen curioso, inédito entre todos los totalitarismos conocidos en la historia. Es la primera tiranía donde se le puede llamar “hijo de puta” al dictador en plena cara, en el propio Parlamento. La única donde la oposición gobierna una decena de administraciones autonómicas y cientos de ayuntamientos. La única donde la mayoría de los medios de comunicación es crítica contra el dictador y hay editoriales en la prensa, tertulia en la tele y sermones en la radio donde se le tacha a cada rato de “traidor” y “felón” que “humilla a España”. La única donde los opositores pueden manifestarse libremente cada día, a cualquier hora y en cualquier sitio.
Esta peculiar dictadura vivió este miércoles una de las sesiones parlamentarias más profundamente antidemocráticas que se recuerdan. ¿Por parte de esa supuesta tiranía de Pedro Sánchez? No. Por parte de quienes denuncian que las libertades están a punto de terminar en España.
Comparto con el PP y con Vox una de sus múltiples acusaciones: “La democracia española está amenazada”. Pero no por la ley de amnistía. No por los pactos políticos del PSOE con el resto de las fuerzas políticas. No por el “fraude electoral” que denuncia Alberto Núñez Feijóo ni por el “golpe de Estado” del que alerta Santiago Abascal. La única y verdadera amenaza contra la democracia y la Constitución española está en la permanente deslegitimación del Gobierno, del resultado electoral y de la soberanía popular, representada en este Congreso de los Diputados que tanto ofende a la derecha españolista porque no han logrado en él la mayoría.
Hay argumentos racionales para oponerse a la ley de amnistía. También para criticar a Pedro Sánchez por respaldar esta medida a la que tantas veces se opuso y que hoy asume, forzado por el resultado de las urnas. No es necesario dinamitar los cimientos del edificio constitucional para criticar al Gobierno. Y esa perniciosa competencia entre los tres líderes de la derecha española –Feijóo, Abascal, Ayuso– para ver quién se queda con los votos más ultras es donde crece la verdadera amenaza para la democracia. El miércoles, Feijóo al menos admitió que el gobierno “es legítimo”. Pero fue después de tachar de “corrupción política” y “fraude electoral” la investidura. Y sin que se le haya escuchado aún una sola desautorización a las voces de su partido que tachan directamente a Sánchez de “dictador”.
El expresidente José Luis Rodríguez Zapatero, en una entrevista en la SER, citó el miércoles a la ensayista María Zambrano: “Todo extremismo destruye lo que afirma”. Cuánta razón en una frase tan corta. Son estos supuestos defensores de la unidad de España los que más la han puesto en riesgo en esta década, con su boicot a los productos catalanes o sus campañas contra el Estatut, que tanto alimentaron al independentismo. Son estos supuestos defensores de la Constitución los primeros que la incumplen, con el bloqueo de la renovación del Consejo General del Poder Judicial desde hace casi un lustro. Son los mismos que alertan del riesgo para la democracia quienes más la están poniendo en riesgo estos días.
Las contradicciones, la hipocresía y el doble discurso de la derecha son evidentes. Hay otros ejemplos claros, en esta primera jornada del debate de investidura.
Mientras Feijóo criticaba a Pedro Sánchez por “pactar con encapuchados”, por sus acuerdos con la izquierda abertzale, el Partido Popular en Euskadi firmaba tres pactos con Eh Bildu, en el Parlamento foral de Álava. Tres pactos en un solo día, además de otra votación conjunta. Cuatro acuerdos con “los encapuchados” de seis puntos que había este miércoles en el orden del día. Cuando lo hace el PP, nunca es una “traición a las víctimas”.
Mientras Abascal denunciaba un “golpe de Estado” contra la Constitución y la democracia, el mismo día, su partido presentaba en el Senado una propuesta para ilegalizar a dos partidos: ERC y Junts. En la práctica, de prosperar tal dislate de nulo encaje constitucional, cerca de un millón de españoles perderían sus derechos a ser representados en el Parlamento. Es esa clase de democracia en la que cree la extrema derecha: una donde se ilegaliza y se encarcela a sus rivales políticos.
Mientras Feijóo acusaba a Sánchez de “insultar”, la presidenta autonómica de Madrid le dedicaba un sonoro “¡qué hijo de puta!” al candidato socialista desde la tribuna de invitados del Congreso. En un primer momento, el equipo de prensa de Isabel Díaz Ayuso negó los hechos. “Dijo que le gusta la fruta”, en una excusa propia de un mal alumno de primero de la ESO. Más tarde, confirmaron el insulto, evidente en la grabación en vídeo. Y por último fue el PP nacional quien justificó el improperio: “Sánchez estaba ofendiendo a una presidenta que no se podía defender”, argumentaron. No como hace Ayuso en cada pleno en la Asamblea de Madrid, donde Sánchez tampoco está presente.
El vicesecretario del PP, Miguel Tellado, puede decir impunemente que el probable nuevo presidente del Gobierno, al que respaldarán los diputados elegidos por doce millones y medio de españoles, debería “irse de este país en un maletero”. Eso no es insultar, ni ofender, ni dañar la convivencia democrática. Pero recordar los negocios de la familia Ayuso es una ofensa intolerable. Un gran insulto.
En palabras de Pablo Casado, ese líder que nunca imaginé que echaríamos de menos: “La cuestión es si es entendible que el 1 de abril, cuando morían en España 700 personas, se puede contratar con tu hermana y recibir 286.000 euros de beneficio por vender mascarillas”. Pero hablar de estas cosas es solo de hijos de puta. Mientras tanto, calificar de “dictador” o de “golpista” al presidente que será elegido democráticamente por el Parlamento es de demócratas de toda la vida.