El urbanismo es la representación de la estructura social sobre el mapa. Cambiando la ciudad, cambiamos la sociedad, y viceversa. Si analizamos los edificios, las calles, los arrabales y las plazas, es fácil deducir los equilibrios de poder y sus mutaciones a lo largo de la historia. Las grandes avenidas de París, por ejemplo, fueron una doble reforma de Napoleón III: modernizó la ciudad al tiempo que la vacunaba contra una nueva revolución al derribar el laberinto de callejuelas estrechas, fecundas en barricadas y protestas. La Ciudad Prohibida de Pekín es a la China Imperial lo mismo que el Palacio de Versalles al Rey Sol; lo mismo que la Sudáfrica de las urbanizaciones de lujo rodeadas de alambradas electrificadas al apartheid, o el Muro de Berlín a la Guerra Fría. Desde lo alto de las pirámides de Egipto, lo que nos contempla es el legado bello y terrible de una autocracia corrupta y caprichosa, capaz de gastarse un inmenso porcentaje del PIB del país en algo tan inútil como una tumba.
La evolución del urbanismo y la arquitectura es también la evolución de las clases sociales; por eso hay que fijarse en las señales sobre el mapa: apuntan las líneas del futuro y en ellas el aumento en la desigualdad y la ruptura social ya se nota. No es casual, por ejemplo, que el PP de Madrid quiera abrir en la Puerta del Sol una terraza de copas, a ver si así evita las manifestaciones y acampadas. O que el Congreso de los Diputados lleve varios meses blindado, constantemente rodeado por vallas y rejas que no se sabe si pronto crecerán hasta convertirse en murallas. Su altura es directamente proporcional al descrédito de los políticos en las encuestas.
No es tampoco casual que sea este año, justo este año, cuando el PP decida aparcar la jornada de puertas abiertas usando como excusa unas obras. Tampoco que ese circo se traslade al Senado, más fácil de proteger y poco simbólico. Bastante menos rodeable.
El invento de la jornada de las puertas abiertas debería haber sido cancelado tiempo antes, aunque por otros motivos distintos a los que ahora han llevado a esta decisión. Fue una idea cara y populista de Federico Trillo. Solo la publicidad de este happening costó el año pasado 125.000 euros, y a esta cifra hay que sumar la carpa y el gasto en personal. El precio exacto se desconoce, también estas cuentas son opacas, pero rondará el cuarto de millón de euros.
Yo quiero un Parlamento con las puertas abiertas, pero eso tiene poco que ver con el turismo: con visitar un montón de salas vacías llenas de alfombras y cuadros, con hacer fotos al agujero de bala que dejó Tejero y exclamar “parece más grande por la tele” al entrar al hemiciclo. Quiero un Congreso que muestre sus cuentas, que debata leyes –en vez de convalidar decretos–. Quiero un Parlamento donde sea inadmisible que el presidente se pase un mes sin comparecer porque está de campaña electoral; donde se expliquen las decisiones a los ciudadanos y se escuche su voz; donde los debates importantes –como la subcomisión sobre el rescate a la banca– no sean a puerta cerrada.
Tal vez así, con más transparencia, más participación ciudadana y más democracia, las murallas que hoy crecen alrededor del Congreso no serían necesarias.