Regalos y atenciones protocolarias del Congreso: 210.000 euros
Multas de tráfico de los coches oficiales: 7.000 euros
Subvención para la cafetería del Congreso para Arturo Fernández, ese presidente de la patronal madrileña que dice que “hay que terminar con el café gratis para todos”: 850.000 euros en 2012 y un 5% más en 2013.
Gasto en “alfombras y obras de arte” durante el año pasado: 212.677 euros
Estudios y trabajos técnicos de no se sabe muy bien qué clase: 2.836.089 euros.
Presupuesto para arreglar los iPad rotos: 100.000 euros.
Viajes en tren y avión en clase business de los diputados: 6.750.000 euros.
Presupuesto para taxis: 850.000 euros
Gastos en kilometraje de los diputados: 600.000 euros.
Total gastos en viajes de sus señorías (sin contar los hoteles en las giras internacionales): 8.200.000 euros, 23.438 euros por diputado. Dos mil euros más que el salario anual medio en España.
Que esta información sobre el presupuesto del Parlamento no se haya presentado ante el resto de los diputados en treinta años, en contra de lo que ordena el propio reglamento del Congreso, no tiene precio (porque nos sale muy caro).
Aunque el verdadero problema no son estas cifras en sí, sino la opacidad que rodea este presupuesto público y la falta de control sobre los gastos en viajes, que se tramitan sin necesidad de justificación alguna. El auténtico escándalo es que dependamos del trabajo periodístico –enhorabuena, Gonzalo– para conocer estos números; o que tampoco tengamos el detalle completo de las cuentas del Parlamento: cuánto gasta cada uno de los diputados con nombre y apellidos.
La transparencia no es un capricho morboso de los ciudadanos: es la mejor vacuna que tiene la democracia contra la corrupción y los abusos.