La crisis de 2008 demostró que era falso que el mercado financiero se autorregulara solo. Era una mentira interesada, propagada por quienes se lucraban de un modelo así, y que acudieron prestos a pedir ayuda al sector público cuando sus castillos de naipes se derrumbaron, un rescate que pagamos con el dinero de todos. Liberalismo para los beneficios, socialismo para las pérdidas. Es una historia que todos recordamos cómo acabó: íbamos a reformar el capitalismo y al final fue el capitalismo el que nos reformó a nosotros.
Esta nueva crisis del coronavirus guarda algunos paralelismos con la anterior. De nuevo ha quedado patente una gran mentira: que el sector privado es siempre más eficiente que el público para gestionar lo común. Basta con repasar qué está ocurriendo en EEUU, con su desastroso modelo sanitario, para demostrar que no es así. Que es justo al contrario: la sanidad, la vivienda o la educación no se pueden dejar solo en manos del sector privado porque eso supone asumir que esos derechos fundamentales son solo para quienes los pueden pagar. Y que cuando lo público desaparece completamente de estos ámbitos, no solo se genera una enorme desigualdad, también una enorme ineficiencia. La sanidad estadounidense no solo es injusta, también es mucho más cara.
Cuando determinados poderes y sectores privilegiados intentan torpedear al sector público y reducirlo a la mínima expresión lo hacen por otra razón: los impuestos. No hay buenos servicios públicos sin un sistema fiscal justo y por tanto progresivo, como establece nuestra propia Constitución. Quienes propagan el mantra de que lo público no funciona, en el fondo lo que buscan es rebajar su aportación a lo común y pagar menos impuestos. Son los mismos que también argumentan que el dinero está mejor “en el bolsillo de los ciudadanos”, como si la ausencia de unos buenos servicios públicos no obligara a los ciudadanos a tener que pagar igualmente. Lo llaman individualismo pero la palabra exacta es otra: egoísmo.
Un debate está ligado al otro. Y de la misma manera que es imposible soplar y sorber al mismo tiempo, tampoco son compatibles los servicios públicos de calidad con las bajadas de impuestos. Porque las dos cosas no pueden ser, salvo que recurramos a la deuda, que en el fondo no es otra cosa que trasladar la factura, y el problema fiscal, a nuestros hijos. Es un debate técnico el cuándo y el cómo; es imposible asumir el coste de esta crisis sin aumentar la deuda. Pero más tarde o más temprano, las cuentas deberían cuadrar. Y solo se puede hacer de dos maneras: o con recortes o con impuestos.
De la misma forma que el gran debate en la crisis de 2008 fue esa refundación del capitalismo que nunca llegó, la crisis del coronavirus va a obligar a todos los países a decidir qué tipo de salida tomar. Igual que entonces, hay dos opciones: apostar por el interés general o no hacerlo. Que todos salgamos de esta situación al mismo tiempo o que haya quien se quede atrás. En la pasada crisis, todos recordamos qué sucedió. Que no vuelva a pasar depende de nosotros. La defensa de lo público no se puede quedar en los aplausos de las ocho de la tarde en el balcón.
La crisis de 2008 demostró que era falso que el mercado financiero se autorregulara solo. Era una mentira interesada, propagada por quienes se lucraban de un modelo así, y que acudieron prestos a pedir ayuda al sector público cuando sus castillos de naipes se derrumbaron, un rescate que pagamos con el dinero de todos. Liberalismo para los beneficios, socialismo para las pérdidas. Es una historia que todos recordamos cómo acabó: íbamos a reformar el capitalismo y al final fue el capitalismo el que nos reformó a nosotros.
Esta nueva crisis del coronavirus guarda algunos paralelismos con la anterior. De nuevo ha quedado patente una gran mentira: que el sector privado es siempre más eficiente que el público para gestionar lo común. Basta con repasar qué está ocurriendo en EEUU, con su desastroso modelo sanitario, para demostrar que no es así. Que es justo al contrario: la sanidad, la vivienda o la educación no se pueden dejar solo en manos del sector privado porque eso supone asumir que esos derechos fundamentales son solo para quienes los pueden pagar. Y que cuando lo público desaparece completamente de estos ámbitos, no solo se genera una enorme desigualdad, también una enorme ineficiencia. La sanidad estadounidense no solo es injusta, también es mucho más cara.