Negar la realidad solo suele servir para agravar más las cosas. Por mucho que Mariano Rajoy califique este movimiento de simple “algarabía”, por mucho que la prensa de Madrid minimice la protesta, por mucho que escondan la noticia en el Telediario, es innegable que la manifestación del 11-S en Barcelona fue algo histórico que no se puede despreciar sin más, esperando que este problema también se arregle solo.
Da igual la guerra de cifras: si fueron un millón y medio o “solo” 600.000 personas. La realidad es que ha sido una manifestación masiva, la mayor en muchos años. La realidad es que el independentismo catalán tiene cada vez más respaldo en las encuestas; que la idea es transversal y está calando –en mayor o en menor medida– en casi todos los partidos catalanes. La realidad es que no hay motivo alguno para pensar que esta tendencia vaya a ir a menos, especialmente con la torpeza con la que se está gestionando esta marea desde La Moncloa. La realidad es que existe en Madrid, en sus medios y en su clase política, un discurso de odio anticatalán que ha fabricado independentistas a carretadas. La realidad es que desde Aznar a Rajoy –pasando por Zapatero y su decepcionante Estatut trasquilado– los últimos gobiernos han aumentado esta fractura. La realidad es que Cataluña tiene motivos objetivos para quejarse de su modelo de financiación, y que en poco tiempo podemos encontrarnos con una mayoría amplia entre los catalanes a favor de la independencia, especialmente si no avanzamos hacia un verdadero Estado federal que supere el marco de las autonomías descentralizando los ingresos y no solo los gastos.
En el caso de que el sentimiento independentista no solo no remita sino que siga creciendo, ¿podrá mantenerse Cataluña dentro de España contra el criterio de la mayoría de los catalanes? ¿Puede España permanecer unida por la fuerza? Francamente, lo veo imposible. Por mucho que la Constitución no contemple una vía legal de salida y el artículo 8 –en uno de esos párrafos negros impuestos por el búnker franquista– cite expresamente al ejército como garante de la integridad de la patria, España solo puede sobrevivir con su actual frontera si existe una voluntad común por permanecer juntos. A largo plazo, no hay otra fórmula en democracia: de nada sirve blindar las leyes o los tanques.
No sé cuál sería el resultado de un hipotético referéndum de autodeterminación en Cataluña, pero no encuentro razonamientos democráticos para oponerme a ese debate. Es probable que una consulta como la de Quebec en Canadá sea a la larga la única opción para superar completamente esta situación, en un sentido o en otro. Tengo argumentos para defender una España federal. Creo en ella. Creo también que se mezcla el desgaste de la crisis económica y sus duras consecuencias con esa idealizada arcadia soberanista, que debería hacer bien algunas cuentas; creo que la Generalitat de CiU, la que gobierna con el apoyo PP, ha encontrado en el discurso soberanista una perfecta válvula de escape para la presión que provocan sus recortes y su mala gestión de la crisis. Pero no veo cómo argumentar contra el derecho a decidir de los catalanes. La patria, ese romántico concepto, es siempre voluntaria, como el amor. No puede ser un matrimonio a la fuerza.
Negar la realidad solo suele servir para agravar más las cosas. Por mucho que Mariano Rajoy califique este movimiento de simple “algarabía”, por mucho que la prensa de Madrid minimice la protesta, por mucho que escondan la noticia en el Telediario, es innegable que la manifestación del 11-S en Barcelona fue algo histórico que no se puede despreciar sin más, esperando que este problema también se arregle solo.
Da igual la guerra de cifras: si fueron un millón y medio o “solo” 600.000 personas. La realidad es que ha sido una manifestación masiva, la mayor en muchos años. La realidad es que el independentismo catalán tiene cada vez más respaldo en las encuestas; que la idea es transversal y está calando –en mayor o en menor medida– en casi todos los partidos catalanes. La realidad es que no hay motivo alguno para pensar que esta tendencia vaya a ir a menos, especialmente con la torpeza con la que se está gestionando esta marea desde La Moncloa. La realidad es que existe en Madrid, en sus medios y en su clase política, un discurso de odio anticatalán que ha fabricado independentistas a carretadas. La realidad es que desde Aznar a Rajoy –pasando por Zapatero y su decepcionante Estatut trasquilado– los últimos gobiernos han aumentado esta fractura. La realidad es que Cataluña tiene motivos objetivos para quejarse de su modelo de financiación, y que en poco tiempo podemos encontrarnos con una mayoría amplia entre los catalanes a favor de la independencia, especialmente si no avanzamos hacia un verdadero Estado federal que supere el marco de las autonomías descentralizando los ingresos y no solo los gastos.