Al principio, toda naturaleza fue salvaje. O más bien armónica. Y si hoy valoramos tanto esos espacios naturales que el ser humano no ha transformado a su imagen y semejanza es por lo extremadamente inusuales y escasos que son; por lo difícil que resulta encontrar rincones del planeta donde aún se mantiene el delicado equilibrio medioambiental, esa armonía que nuestra especie rompió al expandirse por los cinco continentes y domesticar cada rincón de la Tierra.
Doñana se libró de la plaga humana casi de casualidad. Por el miedo a la malaria de los humedales. Por la estructura de la propiedad del campo en Andalucía; esos latifundios repartidos entre los nobles tras la conquista cristiana. Y también por los gustos aristócratas de esos mismos latifundistas, que no necesitaban cultivar cada centímetro de tierra para comer, y que quisieron reservar para la caza algunos terrenos menos rentables para el cereal, la viña o el olivo.
Gracias a todos estos factores, buena parte de las marismas del Guadalquivir lograron mantenerse salvajes, armónicas, hasta bien entrado el siglo XX, y eso las salvó. Porque fue justo entonces cuando la sociedad, poco a poco, comenzó a ser consciente del impacto del ser humano sobre la Tierra y de la importancia de conservar algunos espacios naturales tan excepcionales. Pero Doñana sobrevivió a los planes de expansión agrícola del franquismo casi de casualidad. Por la militancia ecologista de organizaciones como WWF, que fueron comprando tierras para salvarlas de la explotación agrícola. Por el empeño de personas excepcionales, como el biólogo José A. Valverde. Y por un primigenio ‘greenwashing’ de la dictadura franquista, que encontró en el hábitat natural de Doñana una buena campaña para mejorar su pésima reputación internacional.
Hoy la conciencia medioambiental es casi hegemónica en la sociedad española –aunque muchas veces sea una fe de boquilla y no siempre practicante–. Pero ese mayor respeto por los espacios naturales protegidos no está siendo suficiente como para salvar a Doñana de un acelerado deterioro. Este parque natural se enfrenta en el siglo XXI a un serio riesgo de extinción, amenazado por la expansión de los rentables cultivos de fresa y frambuesa, por el urbanismo sin control, por la crisis climática que está alargando las sequías y por la sobreexplotación ilegal de un acuífero menguante y que ya no da más de sí.
Hay más parques naturales en la misma situación, pero Doñana es un símbolo. El ejemplo perfecto de que no basta siquiera con que ya no haya nadie tan necio en ningún parlamento como para defender –como intentó el franquismo– la desecación de este humedal para poder cultivar otras pocas hectáreas más. Nadie duda de la importancia de Doñana, tampoco de su delicada situación. Pero ni siquiera así se ha logrado revertir un declive que hoy simboliza otra cosa: todos los desastres medioambientales que ha provocado el ser humano en su descontrolada expansión.
La vida humana en la Tierra afronta en este siglo un punto de inflexión: el deterioro ya irreversible del clima, cuyas últimas consecuencias dependerán del grado de compromiso que los países más industrializados estén dispuestos a asumir. El paralelismo entre ambos debates –el macro y el micro– es evidente. Si ni siquiera somos capaces de salvar Doñana, ¿cómo diablos vamos a salvar el planeta?
Al principio, toda naturaleza fue salvaje. O más bien armónica. Y si hoy valoramos tanto esos espacios naturales que el ser humano no ha transformado a su imagen y semejanza es por lo extremadamente inusuales y escasos que son; por lo difícil que resulta encontrar rincones del planeta donde aún se mantiene el delicado equilibrio medioambiental, esa armonía que nuestra especie rompió al expandirse por los cinco continentes y domesticar cada rincón de la Tierra.
Doñana se libró de la plaga humana casi de casualidad. Por el miedo a la malaria de los humedales. Por la estructura de la propiedad del campo en Andalucía; esos latifundios repartidos entre los nobles tras la conquista cristiana. Y también por los gustos aristócratas de esos mismos latifundistas, que no necesitaban cultivar cada centímetro de tierra para comer, y que quisieron reservar para la caza algunos terrenos menos rentables para el cereal, la viña o el olivo.