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Inteligencia artificial: el miedo a Frankenstein

Ignacio Escolar

25 de abril de 2023 22:12 h

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A los humanos nos gustan los relatos, las historias. Es la ficción lo que en gran medida diferencia al homo sapiens, como bien teorizó Yuval Noah Harari. Por eso es tan inquietante comunicarse con ChatGPT y descubrir su asombrosa capacidad para ofrecer respuestas razonables: lo bastante buenas –a pesar de los errores fácticos– como para dar la impresión de que detrás de esta máquina hay inteligencia, o al menos algo que se parece mucho a un ser humano.

La explicación técnica de este prodigio es más banal. Esta herramienta y otras similares son capaces de construir escritos más o menos coherentes por pura fuerza bruta: porque han procesado miles de millones de textos y han descubierto estadísticamente qué palabra suele ir después de otra. La máquina no entiende qué significa cada término a la manera en la que los entendemos los humanos, solo los coloca en el orden adecuado por medio de un complejo sistema de algoritmos. Pero con esta aproximación matemática al problema del lenguaje, consigue un resultado impresionante, que se asimila a lo humano, que bebe de los prejuicios y los errores de los humanos y que asusta a muchos seres humanos. 

Supongo que la inteligencia artificial nos da miedo por nuestros propios relatos. Por siglos y siglos de cuentos y leyendas sobre los peligros de la tecnología. El fuego robado a los dioses por Prometeo. El Golem, de Jorge Luis Borges. El Frankenstein de Mary Shelley. O el Terminator de James Cameron. Todas estas historias nos previenen de querer volar demasiado alto, como Ícaro con sus alas de cera. Son historias que llevamos incrustadas en nuestro ADN cultural, pero que sirven de poco para los problemas concretos y mucho más reales que puede provocar esta tecnología. 

Es muy poco probable que la inteligencia artificial desemboque en robots asesinos o en una rebelión de las máquinas, pero no que esas máquinas eliminen buena parte de los actuales puestos de trabajo. O que esa misma tecnología basada en el análisis masivo de documentos reproduzca los mismos sesgos racistas de esa sociedad de la que aprende. O que suponga otra amenaza más a nuestra privacidad, por su capacidad para procesar grandes cantidades de datos. O que la regulación pendiente no esté a la altura, porque ningún país por separado pueda hacer gran cosa ante este reto futuro (como tampoco lo han podido hacer con el presente de las grandes tecnológicas).

Hay, al mismo tiempo, un mundo apasionante que conviene al menos conocer, para descubrir su enorme potencial y las ventajas que puede suponer para todos los humanos. Incluso en algunos aspectos que percibimos como amenazas. El propio miedo a la pérdida de puestos de trabajo, que es muy real. Y que a diferencia de otro tipo de máquinas amenaza a empleos cualificados y creativos –como el de los traductores, los ilustradores o el de los propios periodistas– que hasta hace muy poco se veían lejos del riesgo de la robotización. Es un miedo que no es muy diferente al que tenían los luditas del siglo XIX frente a los telares de vapor en Inglaterra. Era un diagnóstico correcto (las máquinas nos quitan el trabajo) con una conclusión equivocada (hay que quemar las fábricas). Porque el problema no es que la Inteligencia artificial pueda eliminar empleos –¡ojalá un futuro donde el trabajo no sea necesario!–, es la desigualdad y la precariedad del sistema capitalista. El monstruo nunca fue Frankenstein, sino la sociedad en la que vivimos. 

A los humanos nos gustan los relatos, las historias. Es la ficción lo que en gran medida diferencia al homo sapiens, como bien teorizó Yuval Noah Harari. Por eso es tan inquietante comunicarse con ChatGPT y descubrir su asombrosa capacidad para ofrecer respuestas razonables: lo bastante buenas –a pesar de los errores fácticos– como para dar la impresión de que detrás de esta máquina hay inteligencia, o al menos algo que se parece mucho a un ser humano.

La explicación técnica de este prodigio es más banal. Esta herramienta y otras similares son capaces de construir escritos más o menos coherentes por pura fuerza bruta: porque han procesado miles de millones de textos y han descubierto estadísticamente qué palabra suele ir después de otra. La máquina no entiende qué significa cada término a la manera en la que los entendemos los humanos, solo los coloca en el orden adecuado por medio de un complejo sistema de algoritmos. Pero con esta aproximación matemática al problema del lenguaje, consigue un resultado impresionante, que se asimila a lo humano, que bebe de los prejuicios y los errores de los humanos y que asusta a muchos seres humanos.