¿Se puede pasar de ministro a gobernador de un banco central? ¿Puede alguien con lazos partidistas estar al frente de una institución así?
En Europa, este salto es de lo más normal. Los gobernadores de los bancos centrales de Portugal, de Austria, de Grecia, de Eslovaquia, de Malta o de Finlandia fueron antes ministros, igual que José Luis Escrivá. El actual presidente del Bundesbank alemán, Joachim Nagel, es militante del partido socialista alemán, el SPD, del que antes fue asesor. El anterior presidente del banco central alemán, Jens Weidmann, también venía de la política: era asesor del Gobierno de Angela Merkel. Y la propia presidenta del Banco Central Europeo, Christine Lagarde, fue antes ministra con la derecha francesa, en los gobiernos de Jacques Chirac y Nikolas Sarkozy.
Lo que es común en Europa, en España se ha convertido en un gran escándalo nacional. Y el nombramiento de José Luis Escrivá como nuevo gobernador ha sido recibido con enormes críticas. Nadie cuestiona su experiencia ni su solvencia. La queja no es que le falte curriculum, sino que le sobra: concretamente sus últimos cuatro años como ministro del Gobierno de coalición. Una mancha, al parecer, imborrable. Incluso para el PP, que antes le había nombrado presidente de la Autoridad Independiente Fiscal (Airef) con enormes elogios.
El principal argumento en su contra, el más repetido, lo resumió el portavoz del PP Borja Sémper: “Escrivá va a ser gobernador del Banco de España y va a fiscalizar la gestión del propio Escrivá cuando era ministro (...) La perversión de los organismos que tienen que velar por el control de lo que hace el poder es inaudito”.
Quienes esgrimen esta tesis, la del “conflicto de intereses”, parecen ignorar cuáles son las verdaderas funciones del Banco de España. Esta institución no se ocupa de “fiscalizar al Gobierno”, ni de ejercer de contrapoder del Ejecutivo. Sus principales responsabilidades son otras: definir y ejecutar la política monetaria, como parte del consejo del Banco Central Europeo, y supervisar el sistema financiero y su solvencia. Es un contrapoder, sí, pero del poder de la banca. Y también participa, con el resto de los bancos centrales europeos, en una de las decisiones que más afectan a nuestras vidas: el tipo de interés de la zona euro. Lo que luego se traduce en las subidas o bajadas de las hipotecas.
Es cierto que el Banco de España también hace informes no vinculantes sobre políticas públicas, o proyecciones sobre el crecimiento y evolución de la economía. Pero no con la finalidad de “fiscalizar” al Gobierno. De eso se ocupan otros organismos, como el Tribunal de Cuentas o la Airef. El mandato que tiene el Banco de España respecto al Ejecutivo es otro muy distinto: es el de “asesorar al Gobierno”, como explica el artículo 7.5 de la ley orgánica que rige su funcionamiento.
La ley es bastante clara: a quien debe fiscalizar el Banco de España no es al Gobierno, es a la banca.
Es cierto que, en demasiadas ocasiones, el Banco de España se ha parecido dedicar a otra cosa: a ejercer, como dice Sémper, de contrapoder frente al Gobierno. Han sido muchos los gobernadores que han dedicado más esfuerzos en poner en cintura al Ejecutivo que a su verdadero mandato.
Siempre que gobierna la izquierda –con la derecha apenas pasa– los informes del Banco de España se convierten en munición en los medios de comunicación contra cualquier política progresista. En ocasiones, son los medios quienes retuercen informes bastante técnicos del Banco de España para que digan lo que no han dicho. En otras –como ha ocurrido en los últimos años con sus fallidas previsiones de crecimiento, o con el paro que se suponía iba a provocar la subida del salario mínimo– es el tiempo quien pone a cada uno en su sitio.
También es falsa esta idea, tan extendida, de que este nombramiento se suele hacer por consenso. La ley es bastante clara: al gobernador lo nombra directamente el presidente del Gobierno; ni siquiera pasa por el Consejo de Ministros. Y el pacto no escrito que sí se ha respetado en otras ocasiones es otro muy distinto: dejar al primer partido de la oposición la elección del número dos, del subgobernador. Algo a lo que ahora el PP se niega, como forma de protesta por la elección de Escrivá.
Por recordar el último precedente: el anterior gobernador, Pablo Hernández de Cos, fue elegido por el Gobierno de Mariano Rajoy sin consenso alguno con el PSOE y de forma más que cuestionable. El decreto para nombrarlo se publicó el 30 de mayo de 2018: la víspera de la moción de censura. Fue una decisión muy anómala porque su predecesor, Luis María Linde, aún no había finalizado su mandato como gobernador –por ley dura seis años y es irrevocable–. De hecho, no terminaba hasta el 11 de junio. Rajoy se apresuró a nombrar al nuevo gobernador dos semanas antes del plazo legal y cuando ya intuía que podía perder el poder, como de hecho ocurrió el 2 de junio. El PSOE valoró impugnar el nombramiento de Hernández de Cos para anularlo, algo que finalmente no hizo.
Desde la derecha, con el nombramiento de Escrivá, aplican el doble rasero habitual. Lo podríamos llamar la ley Falcon, ese avión oficial en el que han viajado todos los presidentes democráticos pero cuyo uso solo está en cuestión cuando gobierna la izquierda. El PP que ahora clama contra la “colonización partidista” de las instituciones es el mismo que nombró a su diputada y exministra Elvira Rodríguez como presidenta de la Comisión Nacional del Mercado de Valores. O el que ascendió a Luis de Guindos del gobierno de Rajoy a la vicepresidencia del Banco Central Europeo. Acusan al PSOE de colocar a sus amigos en las empresas públicas; ellos, que llegaron a nombrar a la exmujer de Rodrigo Rato al frente de Paradores. Y piden técnicos para empresas como Correos: la misma compañía que presidió Feijóo, ese independiente ajeno a la política.
Es también el mismo PP que ha protagonizado la verdadera y más grave “colonización partidista” de la historia reciente de España: los sucesivos bloqueos a la renovación del CGPJ durante las últimas tres décadas para garantizarse una mayoría abrumadora de magistrados afines en los tribunales más importantes.
Pero volvamos al nombramiento de Escrivá. Es cierto también que el PSOE en general y su actual líder en particular han sido críticos en el pasado con este tipo de saltos, y también han defendido la necesidad de “técnicos” sin adscripción ideológica en estos puestos. La hemeroteca de Pedro Sánchez le deja bien ahora: ahí están sus críticas al nombramiento de Miguel Ángel Fernández Ordóñez por parte de Zapatero. “Fue un error nombrar gobernador del Banco de España a un exresponsable político”, dijo Sánchez durante la campaña de las primarias de 2014.
Coincido con Sánchez en una cosa: fue un error de Zapatero nombrar a MAFO. Uno muy grave. Pero no porque viniera de la política –había sido secretario de Estado– sino por lo que hizo al frente del Banco de España. Fue un gobernador nefasto, que fracasó en la supervisión del sistema financiero español y bajo cuyas barbas explotó la burbuja inmobiliaria que arrasó con la mayoría de las cajas, un desastre histórico cuyas consecuencias pagamos todos los españoles. En lugar de ocuparse de este problema, de su verdadera responsabilidad, MAFO fue en esos años extremadamente activo en sus críticas a asuntos que excedían sus funciones, como las pensiones o los sueldos de los trabajadores. En este viejo artículo, que escribí en enero de 2011, resumo algunas de estas cuestiones.
El Pedro Sánchez de 2014, hace diez años, defendía que en las instituciones como el Banco de España había que situar a técnicos, lo más lejos posible de la política. Discrepo completamente de esta idea. La política monetaria es también política. El Banco de España es también política. Y esos supuestos técnicos sin ideología que tanto gustan a la derecha también defienden postulados políticos: los del neoliberalismo.
Por supuesto que esos puestos también requieren una formación y experiencia muy específica: algo que nadie puede reprochar a Escrivá, que cuenta con un currículum técnico muy superior al de la mayoría de sus predecesores. Pero también es deseable una mínima experiencia política, un debate que en Europa tienen claro casi todos los países: basta revisar la lista de gobernadores centrales y su biografía.
En cuanto a la independencia de Escrivá, coincido con la explicación que dio Alberto Garzón en este artículo que publicamos hace unas semanas. Hay una confusión notable con este término. El gobernador del Banco de España es independiente pero no porque deba ser alguien llegado de Marte, al que no se le conozca opinión alguna sobre la política ni adscripción partidista. Es independiente porque su institución está blindada de presiones externas: su mandato dura seis años y no puede ser revocado. Tampoco se le puede prorrogar: es un cargo que no admite castigo ni premio alguno por parte del Gobierno, y por eso puede actuar con autonomía.
Y sí, lo debe nombrar el Gobierno, no un comité de técnicos o un sorteo, porque el verdadero problema de estos organismos suele ser, en muchas ocasiones, su falta de legitimidad democrática, a pesar de tomar decisiones que nos afectan a todos. Es lo que ocurre, por ejemplo, con el BCE: un organismo cuya nefasta gestión en los primeros años de la crisis de la década anterior, cuando permitió la especulación con la deuda soberana, provocó a buena parte de la ciudadanía un sufrimiento tan brutal como innecesario.
En el pasado, Escrivá ya demostró esa independencia cuando ejerció en un puesto similar: como presidente de la Airef, donde le nombró el PP hace justo diez años. En este organismo, se dedicaba a fiscalizar el gasto público de todas las administraciones, a evaluar la sostenibilidad y eficiencia de cada medida. Al poco de llegar, el PP empezó a sentirse incómodo con su función: porque Escrivá no se plegaba a sus deseos. Montoro intentó recortar sus competencias por medio de un reglamento y Escrivá recurrió a los tribunales, en un pleito que ganó.
En el Banco de España dudo que vaya a ser distinto. Cualquiera que conozca a Escrivá, y cómo ha sido su papel en el Gobierno durante estos últimos años, sabe tres cosas.
La primera, que tiene una mentalidad progresista y en todos los debates económicos dentro del Consejo de Ministros se ha situado siempre en el lado correcto. Por ejemplo, fue clave en que el Gobierno aprobara la política de subvencionar los ERTE durante la pandemia, algo a lo que Nadia Calviño y María Jesús Montero en un primer momento se oponían. O en los impuestos a la banca, un sector que debería estar preocupado porque le espera una supervisión más estricta de la que ha sido habitual hasta ahora. También fue uno de los principales apoyos de Yolanda Díaz en sacar adelante la reforma laboral, o las subidas del Salario Mínimo, frente a la resistencia del ala más liberal del Gobierno.
La segunda, que es un economista extremadamente solvente y riguroso, capaz de convencer con los datos, una virtud que seguro será útil para España en los importantísimos debates sobre los tipos de interés en el BCE. La prueba está en haber logrado con éxito una misión que parecía imposible: que los hombres de negro de Europa permitieran una reforma progresista del sistema de pensiones, sin los recortes que muchos veían como inevitables, y que por eso apoyaron los sindicatos (y criticó la patronal).
La tercera, que no se plegará ante nadie y defenderá su independencia como gobernador, igual que antes lo hizo en la Airef. Tampoco ante Pedro Sánchez, aunque lo haya nombrado.
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