Nuestros lectores ya conocían del compromiso de José María Calleja contra la injusticia. Bastaba con leerle, pero también con recordar su biografía. Primero contra el franquismo, que lo encarceló por su papel en la oposición estudiantil cuando tenía solo 18 años, en los últimos estertores de la dictadura. Después contra ETA, que le tuvo en la diana durante años. Porque Calleja era valiente y honesto. Porque nunca se calló.
Lo que no tanta gente sabía –porque para eso había que tener la suerte de conocerlo en persona y hablar con él– era de su carácter, su inteligencia, su lucidez, sus extraordinarios reflejos. Calleja no era un tipo normal; era de esas personas que piensan a otra velocidad. Simpático y buena gente como pocos; irónico pero nunca hiriente. Honesto con sus ideas, generoso, humilde y con un estupendo sentido del humor.
Recuerdo una noche, hace ya unos cuantos años, en la que nuestro amigo común, Fran Llorente, invitó a cenar a varios de los periodistas que habíamos colaborado con Televisión Española durante su época como director de Informativos. Tras la cena, varios de los asistentes acabamos paseando por Gran Vía buscando algún lugar donde tomarnos una última copa y seguir la conversación. Y mientras paseábamos nos abordó una persona, de un bar de alterne cercano, con una propuesta que Calleja rechazó con una frase que incluso en un día tan triste aún me hace sonreír.
–¡Eh, eh!, ¿queréis ver chicas desnudas?– nos dijo el relaciones públicas del local.
–No, muchas gracias. Nosotros somos más de leer–, le contestó.
Calleja era muy rápido y su vida ha sido demasiado corta. Tampoco fue fácil.
Jamás le agradeceremos lo suficiente su labor como uno de los referentes de esa ciudadanía del País Vasco que puso pie en pared contra ETA, que salió a la calle en silencio mientras los violentos les insultaban.
Calleja se plantó frente a ETA. Sin las estridencias de otros. Sin abandonar por ello su compromiso progresista. Sin ningún victimismo. Nunca le escuché quejarse de tener que ir con escolta a todas partes. Más bien bromeaba. Porque era casi imposible charlar un rato con él sin sonreír.
Recuerdo también cuando ETA pasó a la historia. De su alegría por el fin del terrorismo en el País Vasco, por todos sus vecinos. Por todas las personas que, como él, pusieron su granito de arena para que dejaran de matar. Personas valientes que dieron la cara, asumiendo un enorme coste personal.
Como muchos otros compañeros y amigos, sabía desde hace semanas que Josemari había cogido el virus, que estaba grave, que podía acabar así. Era población de riesgo. Hace un año tuvo otro problema de salud.
Hace unas semanas, dejó de contestar a los mensajes. Me contaron que le habían ingresado, que estaba en la UCI. A través de otro amigo común, que estaba en contacto con su familia, me fueron llegando más noticias. Al principio muy malas. Luego algo esperanzadoras. Me decían que estaba estable, lo que parecía una buena nueva, dada la gravedad de su situación.
En los periódicos, estos artículos –los obituarios– se suelen dejar escritos con antelación. En este caso, he sido incapaz de ser previsor porque me dolía ponerme en esta situación. Porque no quería aceptar que Josemari Calleja se podía morir siendo, como era, un tipo tan lleno de energía y vitalidad.
La pandemia se le ha llevado cuando aún tenía mucho por vivir. Y mucho por aportar a los demás.
Le mando un abrazo a su familia y a sus muchos amigos. No le olvidaremos jamás.
Nuestros lectores ya conocían del compromiso de José María Calleja contra la injusticia. Bastaba con leerle, pero también con recordar su biografía. Primero contra el franquismo, que lo encarceló por su papel en la oposición estudiantil cuando tenía solo 18 años, en los últimos estertores de la dictadura. Después contra ETA, que le tuvo en la diana durante años. Porque Calleja era valiente y honesto. Porque nunca se calló.
Lo que no tanta gente sabía –porque para eso había que tener la suerte de conocerlo en persona y hablar con él– era de su carácter, su inteligencia, su lucidez, sus extraordinarios reflejos. Calleja no era un tipo normal; era de esas personas que piensan a otra velocidad. Simpático y buena gente como pocos; irónico pero nunca hiriente. Honesto con sus ideas, generoso, humilde y con un estupendo sentido del humor.