En el PSOE se las prometían muy felices con el ascenso de Vox. Nada mejor que dividir la derecha en tres bloques para que Ciudadanos y PP jamás pudieran gobernar. Ni en España ni mucho menos en Andalucía, donde hasta la noche electoral nadie llegó a plantearse seriamente la posibilidad de que la presidencia de Susana Díaz estuviera en cuestión. El Gobierno no solo no temía a Vox sino que, desde su equipo, se les promocionó. Con la misma imprudencia con la que, hace tres décadas, François Mitterrand engordó al Frente Nacional... para que el Partido Socialista Francés acabara, años después, pidiendo el voto en las presidenciales para el conservador Chirac frente a Le Pen.
La extrema derecha siempre irrumpe así, con la frivolidad con la que se banaliza el mal; entre el oportunismo y el cortoplacismo de los partidos, entre la somnolencia de una gran parte de la sociedad. Unos, azuzando ese fuego de forma irresponsable. Otros, blanqueando su discurso. Con ese Albert Rivera que no se atreve a llamar extrema derecha a la extrema derecha. Con ese Pablo Casado casi indistinguible en sus últimos discursos de Santiago Abascal. Con una gran parte de la izquierda quedándose en casa, pensando que no había nada en juego hoy.
Pero el inesperado resultado de Vox –que en Europa solo celebra Marine Le Pen y las demás formaciones de extrema derecha– no solo se explica por la respuesta que el resto de los partidos han dado ante su discurso, ni tampoco por la pésima campaña del PSOE y de Susana Díaz, más preocupada por los pactos postelectorales que por ganar. Dudo también que la inmigración, siendo un factor, haya sido la causa fundamental. La principal razón que explica a Vox es otra: Catalunya.
Las elecciones andaluzas han sido las primeras del “a por ellos”, las primeras fuera de Catalunya tras el octubre catalán. Y ha sido en gran medida el nacionalismo español, engordado por el independentismo catalán, lo que explica estas corrientes de fondo que han explotado en las urnas. Ha pasado más veces en la historia. Cada vez que Catalunya ha lanzado un pulso a la unidad de España, la consecuencia ha sido una respuesta reaccionaria.
La derrota del PSOE es completa y absoluta, por mucho que aún sea el partido más votado. Susana Díaz perderá con casi seguridad el Gobierno tras 36 años de dominio socialista al que ya hacía mucho que se le veían los desconchones. La política que aspiró a liderar su partido con el argumento de que “ganaba elecciones” cosecha otra derrota más, una histórica, la última y probablemente definitiva en su carrera política.
El PSOE de Susana Díaz se equivocó radicalmente en su estrategia electoral. Quisieron plantear una campaña de baja intensidad para desmovilizar a la derecha, para que se quedase en casa, resignada con la derrota, pensando que el votante socialista se movilizaría solo sin apenas cambiar el ritmo del diapasón. No contaban con la movilización que Vox iba a despertar.
Pablo Casado no va a pedir en esta ocasión que gobierne “la lista más votada”, ni tachará el futuro pacto de “alianza de perdedores en despachos oscuros”, ni de “gobierno frankenstein”. Por mucho que Susana Díaz intente prolongar lo inevitable, subrayando las muchas contradicciones del PP, la única salida realista que le queda al PSOE es intentar entregar la Presidencia a Juan Marín, de Ciudadanos, –en segunda vuelta y con abstención de Adelante Andalucía–, si quiere evitar un tripartido con Vox presidido por Juanma Moreno.
La alianza entre Podemos e IU también ha fracasado hoy. La candidatura liderada por Teresa Rodríguez ha sido incapaz de seducir a los votantes que han abandonado el PSOE. La coalición Adelante Andalucía pierde un tercio de sus votos respecto a las anteriores elecciones, donde tampoco les fue demasiado bien.
Desde su techo de diciembre de 2015, Podemos ha retrocedido en todas y cada una de las elecciones. Lo nuevo ahora suena viejo, el partido ha perdido transversalidad y se ha encerrado en sus debates y luchas internas.
La izquierda en su conjunto debería preguntarse qué ha pasado para que una importante parte de su electorado le haya abandonado hoy. Tachar a cientos de miles de votantes de Vox simplemente como fascistas sirve de poco para comprender lo ocurrido. Una gran causa es el rechazo en la España interior al independentismo catalán. Otra, el desgaste de la representación política y la falta de respuesta de los partidos ante las consecuencias de la crisis, que aún no está resuelta para muchos sectores de la sociedad. El último en llegar prometiendo una patada al tablero siempre se lleva una buena parte del pastel.
Aún es pronto para analizar esos flujos electorales –estos gráficos proporcionan muchas pistas–, pero sin duda la derrota de la izquierda no se explica solo por la abstención, por la desmovilización de sus votantes frente a la extrema movilización de la derecha extrema. Una parte de los partidarios de Vox probablemente sale de lo que antes fue votante de izquierdas. Igual que ya pasó en Francia con el Frente Nacional.
Que sus votantes no provengan solo de los sectores de la extrema derecha, hasta ahora integrados en el PP, no significa que el partido no lo sea. Basta revisar los puntos fundamentales de su programa, sus aliados europeos o quiénes son los doce diputados que Vox sentará en el Parlamento andaluz para que no haya mucha discusión sobre esta definición.
La llegada de un partido de extrema derecha a la política española tampoco es una singularidad; está pasando en todo el mundo y más aún en los países más cercanos. Queríamos ser Europa. Hemos copiado de Europa lo peor. Hoy solo queda en la UE sin extrema derecha parlamentaria, como rareza, Portugal.
El PP celebra una victoria que no lo es tanto, aunque puedan gobernar. Cosecha su peor resultado en Andalucía desde la década de los 80, tiene a Ciudadanos pisándole los talones y se enfrenta a un nuevo rival directo que jugará un papel importante en las próximas elecciones. Pablo Casado no parece plantearse siquiera la posibilidad de aislar a Vox –a diferencia de la derecha francesa o alemana–, algo que sin duda le puede pasar factura en España y que en Europa tendrá que explicar. Promete que el PP gobernará Andalucía “desde la centralidad y la moderación”. La moderación y el centro que proporciona Vox.
Que la derecha vaya a gobernar Andalucía por la irrupción de la extrema derecha cambia el mapa político español. El resultado va a radicalizar aún más el debate político nacional, va a disparar a Vox en las encuestas, va a extremar el discurso de los principales partidos sobre el modelo territorial, va a exagerar las diferencias entre la periferia y el nacionalismo español. Va a dar a luz una España peor.
En 2019 habrá elecciones municipales, autonómicas, europeas y –ya con seguridad– generales. Y todo puede pasar.
En el PSOE se las prometían muy felices con el ascenso de Vox. Nada mejor que dividir la derecha en tres bloques para que Ciudadanos y PP jamás pudieran gobernar. Ni en España ni mucho menos en Andalucía, donde hasta la noche electoral nadie llegó a plantearse seriamente la posibilidad de que la presidencia de Susana Díaz estuviera en cuestión. El Gobierno no solo no temía a Vox sino que, desde su equipo, se les promocionó. Con la misma imprudencia con la que, hace tres décadas, François Mitterrand engordó al Frente Nacional... para que el Partido Socialista Francés acabara, años después, pidiendo el voto en las presidenciales para el conservador Chirac frente a Le Pen.
La extrema derecha siempre irrumpe así, con la frivolidad con la que se banaliza el mal; entre el oportunismo y el cortoplacismo de los partidos, entre la somnolencia de una gran parte de la sociedad. Unos, azuzando ese fuego de forma irresponsable. Otros, blanqueando su discurso. Con ese Albert Rivera que no se atreve a llamar extrema derecha a la extrema derecha. Con ese Pablo Casado casi indistinguible en sus últimos discursos de Santiago Abascal. Con una gran parte de la izquierda quedándose en casa, pensando que no había nada en juego hoy.