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El juicio a la rebelión que nunca existió

¿Qué es el delito de rebelión? Responde el Tribunal Constitucional en una sentencia de 1987: “Por definición, la rebelión se realiza por un grupo que tiene el propósito de uso ilegítimo de armas de guerra o explosivos, con una finalidad de producir la destrucción del orden constitucional”.

No hubo armas, no hubo tiros, no hubo explosivos y no son estas las únicas curiosidades de la “rebelión” catalana del 1 de octubre de 2017. Fue un “alzamiento público y violento” –según exige el Código Penal– que en realidad fue pacífico y discreto, porque cuando ese “golpe de Estado” estaba ocurriendo nadie lo tachó como tal. Ni el presidente del Gobierno Mariano Rajoy, que siguió negociando con los independentistas a través de varios mediadores. Ni su Consejo de Ministros, que no aplicó los mecanismos de respuesta que establece la Constitución ante una verdadera rebelión: el Estado de alarma, sitio o excepción. Ni tampoco la Fiscalía, que tardó un mes en llevar ese supuesto “golpe de Estado” ante los tribunales.

Si tras aprobar la declaración de independencia el Govern catalán hubiera dado órdenes a los Mossos d'Esquadra de tomar el control de los aeropuertos y estaciones de tren, asegurar las fronteras y expulsar a la Guardia Civil de la nueva República catalana por la fuerza de las armas, hoy los líderes independentistas se enfrentarían exactamente a la misma acusación: rebelión.

En vez de eso, tras declarar la independencia, se fueron a casa. Y aceptaron pacíficamente el 155 y la disolución del Parlament.

A Oriol Junqueras la Fiscalía le pide 25 años de cárcel. Un asesinato se pena con entre 15 y 20 años de prisión.

La rebelión se juzga en Madrid

“¿Puede haber imparcialidad y serenidad si la causa de rebelión y sedición se manda a Catalunya?”. Es la pregunta clave en el juicio al procés y que explica cómo hemos llegado hasta esta acusación de rebelión sin armas ni explosivos. La formuló, hace unos días, uno de los fiscales de la Audiencia Nacional, Pedro Rubira, que confesó al fin en público algo que piensan y dicen en privado muchos otros jueces y fiscales: que el independentismo había que juzgarlo en Madrid, no en Barcelona. Piensan estos juristas que los jueces del Supremo y la Audiencia Nacional son “imparciales” y “serenos” con los independentistas, pero los del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya no.

Esta misma premisa es la que explica en gran medida el porqué de la rebelión. Fue esta misma reflexión la que llevó a la querella inicial al entonces fiscal general del Estado, José Manuel Maza. Fue el 30 de octubre de 2017 ante la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo. Sus subordinados de la Fiscalía de Catalunya ya habían presentado otra tras el Pleno del Parlament de los días 6 y 7 de septiembre que se instruía en el Tribunal Superior de Justicia y que dio pie a que la magistrada instructora ordenara impedir el referéndum previsto para el 1-O.

En la querella de Maza ya se defendía la conveniencia de sacar la instrucción penal y el juicio del “ámbito de la Comunidad Autónoma de Cataluña” en favor “de un tribunal de fuera de ese territorio” para evitar que los partidos independentistas “condicionaran” a los jueces. Como Rubira pero más fino: esto solo se podía juzgar de forma imparcial en Madrid.

Para llevar el caso lejos de los jueces catalanes, la clave estaba en la acusación. Si la Fiscalía solo hubiese denunciado los delitos de desobediencia grave a la autoridad –algo que sin duda ocurrió–, prevaricación –muy probablemente también– y malversación de fondos públicos –hay indicios, aunque el propio exministro de Hacienda Cristóbal Montoro lo desmintiese–, la querella se habría tenido que presentar en otro sitio: en el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya, no en el Tribunal Supremo.

Desobediencia, prevaricación, malversación. Son los tres delitos graves que sin duda merecen una investigación penal. También un severo reproche político, porque los líderes indepedentistas intentaron imponer a más de la mitad de la ciudadanía catalana una decisión unilateral de consecuencias transcendentales. Fue muy grave, pero rebelión no fue.

Acusar por rebelión era la forma de llevar el caso a Madrid. Así lo admitía, en privado, el propio fiscal general del Estado de entonces, el difunto José Manuel Maza, según cuentan distintas fuentes que en su momento lo hablaron con él.

Porque la acusación condiciona el tribunal. Y no todos son iguales porque los jueces que los conforman no alcanzan esos puestos con el mismo procedimiento. Al Tribunal Supremo español –y en algunos casos a la Audiencia Nacional– se llega por el nombramiento a dedo de un Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) nombrado a dedo por los partidos políticos. A los juzgados de primera instancia se llega por concurso y oposición.

Salvando las distancias, la maniobra de imputar por rebelión para cambiar el tribunal se parece mucho a la que hizo la Fiscalía ante la agresiones a varios guardias civiles y sus parejas en un bar en Alsasua. Allí la Fiscalía también vio un delito cuestionable, muy peculiar para una pelea de bar: el de terrorismo. Pero al acusar de terrorismo y juzgarse ese presunto delito, el tribunal competente fue la Audiencia Nacional. Sin la acusación por terrorismo, el juzgado competente habría sido uno de primera instancia en Navarra.

Más tarde, la Audiencia Nacional acabó absolviendo a los procesados de Alsasua del delito de terrorismo, pero los condenó a severas penas por atentado contra la autoridad, a pesar de que en ese momento los guardias civiles no estaban de servicio.

¿Habría sido la misma sentencia si los condenados de Alsasua hubiesen sido juzgados por el juez natural que les correspondía, el de Navarra?

Rebelión internacional

Sin la acusación por rebelión, el juicio del procés hoy se celebraría en el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya (TSJC). Pero incluso si aceptamos pulpo como animal de compañía –y rebelión sin armas ni explosivos–, la competencia del Supremo para juzgar estos presuntos delitos es bastante cuestionable.

La gran mayoría de los procesados son aforados autonómicos. Y por tanto sus delitos se tenían que haber investigado y juzgado en el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya, no en el Supremo.

La única excepción a esta norma es cuando el delito se cometa fuera del lugar donde son aforados. Esto pasa, por ejemplo, con los delitos de tráfico, que el Supremo también juzga en el caso de aforados autonómicos cuando los pillan beodos al volante fuera de su comunidad.

Lo mismo ocurre con la rebelión, que de existir también fue un delito que se cometió en Catalunya. Para justificar que se ocupe el Supremo, los argumentos que utiliza el juez instructor, Pablo Llarena, son que las webs estaban fuera de España, que las urnas se compraron fuera de España y se escondieron en Francia, y que hubo observadores internacionales. Por tanto, con esa peculiar lógica, le toca juzgar el delito al Supremo y no al TSJC. Porque la rebelión violenta empezó con la compra de esas urnas fuera de Catalunya o con las webs sobre la votación.

Los fiscales rebeldes

El difunto José Manuel Maza no pensaba realmente que los independentistas catalanes hubieran cometido una rebelión, armada y violenta. Era una exageración que servía a otro propósito: sacar el caso de Catalunya. Pero en el Tribunal Supremo se encontró con varios fiscales que, con su legítimo criterio, sí están genuinamente convencidos de que ese delito se cometió.

La Fiscalía presentó la querella en el Supremo y allí tomó vida propia, pero después el PP quiso frenar. Desde el Gobierno de Rajoy presionaron, pero para aflojar en lugar de para endurecer. Para que el Tribunal Supremo dejase en libertad a Oriol Junqueras y otros líderes independentistas durante la campaña electoral de las catalanas y también después. Para que facilitase una solución política que buscaban los más sensatos del PP –hoy en retirada con el ascenso de Pablo Casado y el discurso de Vox– y que en el Gobierno creían que pasaba por apoyarse en ERC frente a la posición más dura de Puigdemont.

Ese PP de Mariano Rajoy intentó frenar, pero en la Fiscalía del Supremo, en la Sala de lo Penal, se encontró con dos damnificados por su política judicial.

La primera de ellos es la exfiscal general del Estado Consuelo Madrigal. El entonces ministro de Justicia Rafael Catalá no la quiso renovar al frente de la Fiscalía –pese a que se había comprometido a hacerlo– porque se negó a poner en marcha una purga en varios puestos claves de la Fiscalía. Entre otros nombramientos, el PP quería poner al frente de Anticorrupción al fiscal Manuel Moix –el preferido por Ignacio González– y también sustituir al fiscal jefe de la Audiencia Nacional, Javier Zaragoza.

Consuelo Madrigal se negó, y por eso en su lugar Catalá nombró a José Manuel Maza, que sí aplicó esa purga nada más llegar. Carambolas de la vida, uno de los damnificados por esa decisión fue Javier Zaragoza, que de fiscal jefe de la Audiencia Nacional pasó al Tribunal Supremo. Es otro de los fiscales que acusa en el juicio del procés junto con Madrigal.

Los fiscales rebeldes (frente al PP de Rajoy), la propia Sala Segunda del Supremo y el juez instructor, Pablo Llarena, se vieron después jaleados por la prensa, por el discurso del “a por ellos”, por una corriente mayoritaria de la opinión pública española, muy enfadada por el pulso de los independentistas catalanes y su declaración de independencia unilateral. Los fiscales tenían pocos motivos para ceder a las presiones de ese Gobierno PP que apenas unos meses antes les había castigado.

Esa presión del PP de Rajoy se hizo bastante evidente en marzo de 2018, cuando el fiscal general del Estado que sustituyó a José Manuel Maza, Julián Sánchez Melgar, ordenó a los fiscales del Supremo que pidieran la puesta en libertad bajo fianza de uno de los principales imputados, Joaquim Forn. Uno de los fiscales del Supremo mostró su malestar explicando que el cambio de criterio respondía al “artículo 25 del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal”. Es el artículo que otorga al Fiscal General del Estado el poder de imponer su criterio sobre todos los demás.

Aun así, el Supremo no liberó a Forn y mantuvo la prisión sin fianza. Pero el episodio explica una parte importante de la historia oculta del procés. También el doble rasero del PP, que con mucho menos acusa al Gobierno de Sánchez de alta traición.

Imaginen, es un suponer, qué habría dicho Casado si la Fiscal General del Estado nombrada por Sánchez llega a ordenar a los fiscales del Supremo que pidan la libertad para uno de los independentistas en prisión provisional.

Casado miente (y también confiesa la verdad)

El propio Pablo Casado, este martes en el Congreso, ha resumido gran parte de lo ocurrido con una frase tan falsa como llena, a su manera, de verdad. “Gracias al Partido Popular los independentistas están siendo juzgados en el Supremo. Si no lo estarían ante el Tribunal Superior de Catalunya por magistrados nombrados por los partidos independentistas”, ha dicho, con su conocido desparpajo, el presidente del PP.

La frase es en gran medida falsa, como suele ser habitual en sus discursos. Sorprende esa supina ignorancia por parte de un licenciado en Derecho con tanto “posgrado” de relumbrón. Los jueces del Tribunal Superior de Catalunya no son elegidos “por los partidos independentistas”. Cada parlamento autonómico propone –que no elige– a uno de cada tres jueces de sus Tribunales Superiores entre juristas de reconocido prestigio. Pero es el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) quien escoge entre esa terna. Y también quien nombra a los dos tercios restantes.

Por comparar, los jueces del Tribunal Supremo son nombrados, todos ellos, por el CGPJ. ¿Y quién nombra a ese CGPJ? Los dos grandes partidos y especialmente el PP, que tiene la mayoría en este consejo desde hace años. Como explicó Cosidó en su famoso whatsapp, controlando el CGPJ controlas los nombramientos de todos los jueces importantes para el Partido Popular. También la Sala Segunda “desde detrás”.

La Sala Segunda es la que exculpó a Pablo Casado por su máster regalado, y también la que está juzgando a los independentistas catalanes.

En su frase en el Congreso, Casado también confiesa que fue el PP –a través del supuestamente independiente fiscal general del Estado– quien maniobró para llevar el juicio del procés hasta el Tribunal Supremo. Y en su descalificación a los jueces del TSJ catalán da por bueno el pecado original de la justicia española: su dependencia política. Un problema que solo es criticable para el PP cuando depende de los demás.

Si es malo que jueces supuestamente “nombrados por los partidos independentistas” juzguen a los independentistas, ¿cómo de malo es que jueces nombrados por el PP juzguen las denuncias del PP contra sus rivales políticos, el máster regalado del presidente del PP o la corrupción del PP?

¿Qué es el delito de rebelión? Responde el Tribunal Constitucional en una sentencia de 1987: “Por definición, la rebelión se realiza por un grupo que tiene el propósito de uso ilegítimo de armas de guerra o explosivos, con una finalidad de producir la destrucción del orden constitucional”.

No hubo armas, no hubo tiros, no hubo explosivos y no son estas las únicas curiosidades de la “rebelión” catalana del 1 de octubre de 2017. Fue un “alzamiento público y violento” –según exige el Código Penal– que en realidad fue pacífico y discreto, porque cuando ese “golpe de Estado” estaba ocurriendo nadie lo tachó como tal. Ni el presidente del Gobierno Mariano Rajoy, que siguió negociando con los independentistas a través de varios mediadores. Ni su Consejo de Ministros, que no aplicó los mecanismos de respuesta que establece la Constitución ante una verdadera rebelión: el Estado de alarma, sitio o excepción. Ni tampoco la Fiscalía, que tardó un mes en llevar ese supuesto “golpe de Estado” ante los tribunales.