No ha pasado tanto tiempo. Solo dos años atrás, en otra campaña electoral en la que el Partido Popular dio otra de sus batallas populistas por la libertad. En este caso, la libertad de contaminar el centro de la ciudad –ellos la llamaban el derecho “a circular en libertad”–; una lucha que capitaneó el hoy alcalde de Madrid, que hizo de este tema su gran bandera electoral. “Con Almeida, Madrid Central se acaba el 26 de mayo”, rezaba la propaganda, que hoy conviene recordar.
Tras la victoria, esa promesa se aparcó. Madrid Central no cerró. Y apenas unos meses más tarde, José Luis Martínez-Almeida cambió radicalmente de posición, consciente de que se jugaba una multa por parte de la Unión Europea –esos liberticidas que pretenden rebajar la contaminación en las grandes ciudades para que la gente viva más–.
Este martes, una bala perdida de aquella pelea electoral ha herido a la zona de bajas emisiones de la capital: el Tribunal Supremo ha dado la razón al PP y ha anulado Madrid Central. Y los ciudadanos con algo de memoria hoy presenciamos, asombrados, cómo el mismo Almeida que solicitó ante la Justicia su anulación, ahora pide a los madrileños que respeten las normas, porque las multas seguirán.
Pido disculpas a los lectores que no son de Madrid, que sé que les hemos aburrido en demasía durante estos meses con los avatares de esta región. Pero es que este suceso madrileño sirve de categoría. No es una anécdota: porque no es ni la primera, ni la segunda, ni la tercera ni será la última ocasión en la que el PP queda retratado como lo que es. Como un partido reaccionario, contrario a las libertades y a cualquier progreso de la sociedad.
Siempre, eso sí, en el nombre de la libertad.
Fue Alianza Popular, el partido del que nace el actual PP, que votó en bloque contra la ley del Divorcio, en 1981. También se opuso a esa ley una parte de la propia UCD, la más reaccionaria, que luego acabó en el PP. Entre otros, el diputado Manuel Díaz-Pines, que decía que la ley del divorcio “no respetaba el más mínimo sentido de la libertad”. “No entiendo quién le puede negar el derecho a cualquier pareja española que desee casarse de por vida”, decía Díaz-Pines, en una peculiar argumentación que confundía derecho y obligación.
Después llegó la ley del aborto, a la que también se opuso la supuesta derecha liberal. A la primera, de 1985. A la segunda, de 2010.
También en aquel debate, el del aborto, el PP sacó a pasear el argumento de la libertad. La “libertad de los padres” –defendía Rajoy– a decidir, en el nombre de sus hijas, si tenían un nieto o no.
Pura propaganda. Porque el mismo PP que se opuso a la ley de 1989 y a la de 2010 tuvo después mayorías absolutas –con Aznar y con Rajoy–, que no tocaron la ley que ellos mismos calificaban de ilegal.
Lo mismo pasó con la ley del Matrimonio Igualitario. Mariano Rajoy pasó de llevar este nuevo derecho que hoy nadie cuestiona al Tribunal Constitucional (septiembre del 2005) a bailar la conga en la boda gay de Javier Maroto, entonces vicesecretario del PP (septiembre de 2015). Solo una década después de que su partido convocara una manifestación multitudinaria con los obispos contra el matrimonio gay. ¿Adivinan el lema de aquella protesta?: “La familia sí importa. Por el derecho a una madre y un padre. Por la libertad”.
Parecida batalla “por la libertad”, se dio poco tiempo después. En este caso, por la libertad de los no fumadores a fumar gratis, a su pesar. ¿Lo recuerdan? Ese mundo donde salir a un sitio público significaba regresar a tu casa oliendo a tabaco, fumaras o no. Donde los trabajadores de la hostelería eran fumadores pasivos por obligación. Ese mundo que casi nadie, ni siquiera los fumadores, defiende hoy.
También entonces, como con Madrid Central, el PP pronosticó todo tipo de plagas económicas que después se demostraron tan falsas como su supuesto compromiso liberal. La realidad luego ha sido otra: las zonas peatonales o de bajas emisiones atrajeron a nuevos viandantes y empujaron las ventas de los comercios. Y que los locales de ocio dejaran de ser ahumaderos aumentó el negocio de los hosteleros. Justo al revés de lo que el PP pronosticó.
La libertad de que no se casen los homosexuales. La libertad de que no se separen las parejas. La libertad de que las mujeres no aborten. La libertad de atufar a los que no fuman. La libertad de Aznar, al que nadie le podía imponer límites a la velocidad de su coche o cuántas copas al volante se podía tomar. La libertad de contaminar el centro de las ciudades y, más recientemente, la libertad de los médicos, contra el derecho de los pacientes a morir con dignidad. Porque con la ley de Eutanasia, nuevamente, el PP ha vuelto a votar ‘no’. Siempre en el bando reaccionario. Igual que hizo casi la mitad del grupo parlamentario de Manuel Fraga, que se opuso a esa misma Constitución de la que hoy sus herederos se quieren apropiar.
En todas y cada una de las ocasiones en las que ha tenido oportunidad, el PP ha quedado retratado en el lado equivocado de la historia: el del inmovilismo, el populismo, el oportunismo y la falta de responsabilidad. Siempre en el falso nombre de la libertad.
No ha pasado tanto tiempo. Solo dos años atrás, en otra campaña electoral en la que el Partido Popular dio otra de sus batallas populistas por la libertad. En este caso, la libertad de contaminar el centro de la ciudad –ellos la llamaban el derecho “a circular en libertad”–; una lucha que capitaneó el hoy alcalde de Madrid, que hizo de este tema su gran bandera electoral. “Con Almeida, Madrid Central se acaba el 26 de mayo”, rezaba la propaganda, que hoy conviene recordar.
Tras la victoria, esa promesa se aparcó. Madrid Central no cerró. Y apenas unos meses más tarde, José Luis Martínez-Almeida cambió radicalmente de posición, consciente de que se jugaba una multa por parte de la Unión Europea –esos liberticidas que pretenden rebajar la contaminación en las grandes ciudades para que la gente viva más–.