La Constitución, esa que tanto se reivindica estos días, consagra a España como un Estado social y democrático de Derecho que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado, dice esa Constitución que algunos citan tanto y leen tan poco.
De ese pluralismo político, de esa soberanía popular, de ese Parlamento español y de ese Estado social y democrático de Derecho es de donde sale la presidencia de Pedro Sánchez y el Gobierno de coalición de PSOE y Unidas Podemos. Un presidente legítimo, no un “traidor” ni un “felón”. Un Gobierno legítimo, no una “moción de censura al Estado”. Unas instituciones democráticas que la derecha solo parece respetar cuando es ella quien las ocupa.
El lamentable espectáculo vivido durante la investidura de Pedro Sánchez estos días ha empeorado las expectativas, y eso que no eran muy altas. PP, Vox y Ciudadanos han confirmado el tipo de lealtad institucional, el tipo de respeto democrático, el tipo de educación, de formas y de fondo, que ofrecerán durante los próximos cuatro años.
La legislatura arranca con amenazas a los diputados que respaldan al Gobierno, con apelaciones al Ejército para que dé un golpe de Estado, con invitaciones al transfuguismo político, con la utilización del dolor de las víctimas del terrorismo… Y esto es solo el principio.
Todo vale contra el nuevo Gobierno. Y, para recuperar el poder, la derecha parece dispuesta a arrasar el país y sus instituciones, incluso aquellas que supuestamente reivindican. La convivencia entre españoles, que desde el Congreso de los Diputados están reventando. La unidad de España, que ponen en riesgo cuando retuercen la Justicia y dan los mejores argumentos al independentismo. Hasta la propia jefatura del Estado, que tiene hoy su principal amenaza en estos monárquicos hiperventilados. Como les dijo Pablo Iglesias: “Si quieren ustedes defender la monarquía, eviten que la monarquía se identifique con ustedes”.
No van a dar tregua al nuevo Gobierno, el primero de coalición de la reciente historia democrática, que afronta una responsabilidad histórica. Si la izquierda se hunde en este intento, a España llegará una contrarreforma conservadora; la misma ola reaccionaria que ya ha inundado medio mundo. Si Sánchez e Iglesias fallan, les sustituirán Abascal y Casado. Si la coalición fracasa, la derecha gobernará durante décadas. “Hasta que la princesa Leonor sea abuela”, como pronostica Iñaki Gabilondo.
El Gobierno de coalición se la juega en varios frentes. En Catalunya, donde tras el 1-O los jueces han dejado un problema mayor que el que ya había. En la economía, ante la anunciada desaceleración cuando aún los menos favorecidos no se han recuperado de la anterior crisis. En las políticas medioambientales, donde no hay mucho más tiempo que perder. En las de igualdad, que también son urgentes. En las elevadas expectativas de sus propios votantes, que tendrán que asumir algunas frustraciones.
Pero el gran punto débil del Gobierno de coalición está en otro frente: en el interno. En la cohesión entre PSOE y Unidas Podemos; en la lealtad que los dos socios se tengan a partir de ahora; en la capacidad de Sánchez e Iglesias para trabajar juntos, sin estridencias, poniendo el interés general por encima de sus respectivas siglas. Los electores progresistas perdonarán algunos errores, pero no una guerra interna.
El noviazgo, por llamarlo de alguna manera, no alienta el optimismo. El camino a la coalición no fue nada fácil. Este gobierno llega cuatro años tarde porque eso fue el bloqueo: la imposición en el Parlamento del marco que fijaba la derecha, donde los votos de algunos españoles no valían y había diputados de segunda con los que no se podía pactar. Ha hecho falta otro gobierno de Rajoy, un destierro de Pedro Sánchez, una victoria en las primarias, una moción de censura y dos elecciones para llegar a este puerto. Se ha perdido mucho tiempo y, en el camino, la ultraderecha ha llegado al Parlamento.
Pero una de las novedades del debate de investidura fue ver a Pedro Sánchez y a Pablo Iglesias en un rol muy diferente, complementario, colaborativo. Ambos parecen ser más conscientes del peso que llevan sobre sus hombros, de la responsabilidad que comparten. No será solo suya –también de sus organizaciones–. No es necesario que se hagan amigos. Pero si olvidan cuál es su punto más débil, la coalición tendrá los días contados. Para gran victoria histórica de la derecha.
La Constitución, esa que tanto se reivindica estos días, consagra a España como un Estado social y democrático de Derecho que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado, dice esa Constitución que algunos citan tanto y leen tan poco.
De ese pluralismo político, de esa soberanía popular, de ese Parlamento español y de ese Estado social y democrático de Derecho es de donde sale la presidencia de Pedro Sánchez y el Gobierno de coalición de PSOE y Unidas Podemos. Un presidente legítimo, no un “traidor” ni un “felón”. Un Gobierno legítimo, no una “moción de censura al Estado”. Unas instituciones democráticas que la derecha solo parece respetar cuando es ella quien las ocupa.