1. No, un 47,8% de los votos no basta para iniciar unilateralmente un proceso de secesión en Catalunya. Ni siquiera es porcentaje suficiente como para reformar el estatuto de autonomía, que exige dos tercios del Parlament; los números no dan. El independentismo tiene la mayoría absoluta en escaños para gobernar y el derecho democrático –incluso la obligación– de exigir un referéndum donde todos los catalanes puedan votar. Pero iniciar de esta manera un ruptura unilateral, ignorando en el camino a más de la mitad de los catalanes y rompiendo con la legalidad, es una huida hacia adelante de una coalición antinatura, incapaz de pactar siquiera algo tan básico como quién presidirá la Generalitat.
2. Es cierto, los independentistas tienen razón cuando acusan la cerrazón antidemocrática de Mariano Rajoy. El presidente saliente no solo es uno de los principales padres del actual problema catalán desde sus años de líder de la oposición, cuando intentó que Javier Arenas ganase las elecciones en Andalucía alimentando el odio anticatalán (y al menos en las urnas fracasó). También es el máximo responsable desde el Estado español de no haber sido capaz de dar una salida política en cuatro años. Cuando llegó a La Moncloa, el independentismo estaba en el 24%. Se ha duplicado, y gran parte de este éxito soberanista es mérito de Mariano Rajoy; el bombero pirómano en acción.
3. El independentismo catalán ha sido, de largo, el movimiento social más masivo y de mayor calado de todos los que se han vivido en la historia reciente de España. También uno de los más pacíficos y democráticos. La respuesta que han dado las instituciones españolas a esta protesta no ha estado a la altura. El discurso del miedo, el desprecio a los disidentes y la cerrazón a cualquier diálogo ha alimentado esta movilización. Sin embargo, el orden de los factores que hoy plantean Junts pel Sí y la CUP –primero la creación del Estado catalán y la ruptura con la legalidad española, después el referéndum– no es tolerable en términos democráticos y pisotea los derechos de más del cincuenta por ciento de los catalanes. Tampoco vale como excusa que al otro lado esté alguien tan poco dado al diálogo como Mariano Rajoy; afortunadamente, puede que le quede muy poco tiempo en el sillón.
4. Lo digo una vez más: la ruptura de España sería dolorosa para todos; también ruinosa. Ya somos ciudadanos de segunda en esta UE y no vamos a ir a mejor con una nueva frontera que nos haga aún más irrelevantes en un mundo globalizado donde el tamaño sí importa. Dentro de Europa, la verdadera soberanía hoy reside en los mercados, en el BCE y en Alemania: seguirá estando ahí sin importar si España se rompe en el camino. Y el independentismo mágico tampoco va a lograr un unicornio para cada ciudadano catalán.
5. La convivencia entre Catalunya y el resto de España está dañada. También está gripado el propio sistema político catalán, atorado en un debate imposible, donde ya ni siquiera se puede formar un gobierno con más eje que el discurso nacional. Es una relación que hoy ya no se puede recomponer sin recurrir a la democracia y aceptar el resultado. Hay argumentos más que de sobra para oponerse a la secesión, pero ninguno de ellos puede pasar exclusivamente por la defensa de la letra de la ley, ignorando la voluntad popular. Mandar a los tanques, a la Fiscalía, a los Mossos o a la Guardia Civil no va a arreglar la situación: esta espiral de confrontación donde ambos nacionalistas juegan a ver quién da más solo puede agravar un choque de trenes que ya no es teórico, que se ha producido ya.
6. Si España quiere seguir siendo una democracia, más tarde o más temprano los catalanes tienen que poder votar porque no es sostenible a largo plazo cualquier otra opción cuando casi la mitad de los catalanes quieren irse y más del 80% pide que al menos se les deje opinar. ¿Que el resto de los españoles tienen algo que decir? Claro. Tienen derecho a negociar las condiciones de ese referéndum –o de una hipotética ruptura–, pero en un divorcio la decisión de irse es siempre exclusiva de quien se quiere separar. Así se hizo en Escocia. Así se hizo en Quebec. Así debería ser aquí también.
7. Ninguna de las dos mitades en que ha quedado partida la sociedad catalana tiene derecho a imponerse sobre la otra mitad. Pero para zanjar de una vez este debate –al menos por unas décadas– es imprescindible votar.
1. No, un 47,8% de los votos no basta para iniciar unilateralmente un proceso de secesión en Catalunya. Ni siquiera es porcentaje suficiente como para reformar el estatuto de autonomía, que exige dos tercios del Parlament; los números no dan. El independentismo tiene la mayoría absoluta en escaños para gobernar y el derecho democrático –incluso la obligación– de exigir un referéndum donde todos los catalanes puedan votar. Pero iniciar de esta manera un ruptura unilateral, ignorando en el camino a más de la mitad de los catalanes y rompiendo con la legalidad, es una huida hacia adelante de una coalición antinatura, incapaz de pactar siquiera algo tan básico como quién presidirá la Generalitat.
2. Es cierto, los independentistas tienen razón cuando acusan la cerrazón antidemocrática de Mariano Rajoy. El presidente saliente no solo es uno de los principales padres del actual problema catalán desde sus años de líder de la oposición, cuando intentó que Javier Arenas ganase las elecciones en Andalucía alimentando el odio anticatalán (y al menos en las urnas fracasó). También es el máximo responsable desde el Estado español de no haber sido capaz de dar una salida política en cuatro años. Cuando llegó a La Moncloa, el independentismo estaba en el 24%. Se ha duplicado, y gran parte de este éxito soberanista es mérito de Mariano Rajoy; el bombero pirómano en acción.