¿Recuerdan cuando José Luis Rodríguez Zapatero era zETAp? ¿Cuando iba a entregar Navarra? ¿Cuando el presidente del Gobierno estaba “de rodillas frente a ETA” y “traicionando a los muertos”? La historia ha puesto a cada uno en su lugar. Fue Zapatero, y su apuesta por la negociación, lo que a la postre acabó con ETA. Fue un final que se logró precisamente por el sentido de Estado de ese Gobierno, que arriesgó mucho en esa negociación. Fue esa mano tendida la que llevó a ETA a su final, porque dejó sin argumentos a los terroristas frente a sus simpatizantes. No hubo la más mínima cesión política y Navarra sigue donde está.
En aquel momento, toda la derecha y sus medios de comunicación estaban radicalmente en contra de la negociación con ETA. También la rechazaban buena parte de los votantes socialistas y algunos de sus dirigentes. Era un asunto tremendamente impopular, pero es en ese tipo de debates donde un gobernante demuestra su talla. Hoy pocos dudan de quién tenía razón, quién pensaba en el bien de España y quién hizo justo lo contrario: poner el cortoplacismo electoral por delante del interés general.
Toda la campaña de la derecha contra aquel Gobierno y aquella negociación se basó en mentiras. Mentiras que calaron, y que tuvieron un enorme coste electoral. El sentido de Estado salió caro. Para Zapatero, la apuesta por solucionar el problema de ETA –y también la reforma del Estatut catalán– probablemente le supuso no lograr la mayoría absoluta en las elecciones de 2008.
El sentido de Estado, el patriotismo, el amor a España que tanto pregonan algunos políticos, es algo que se demuestra en la oposición, no en el Gobierno. Porque cuando eres tú quién lideras es fácil pedir responsabilidad a los demás.
El sentido de Estado, el verdadero patriotismo, es algo que está por llegar al Partido Popular. Porque en todas y cada una de las ocasiones en las que la derecha española ha podido demostrar un mínimo de responsabilidad ha hecho justo lo contrario: cortoplacismo electoral.
Lo hizo en aquella negociación con ETA; y eso que Zapatero, a diferencia de Aznar, pidió permiso al Parlamento para esas conversaciones y jamás llamó a ETA “Movimiento Vasco de Liberación”. Zapatero tampoco aceleró la puesta en libertad de 290 etarras, a diferencia de Aznar.
Lo hizo con el Estatut catalán, contra el que la derecha lanzó una campaña brutal. Aquella guerra, y el recurso que el PP presentó contra la reforma estatutaria en el Tribunal Constitucional, son parte fundamental en el auge independentista que vivimos después.
Lo hicieron con la propia Constitución que ahora quieren apropiarse, y a la que casi la mitad del grupo de Alianza Popular se opuso. O con el referéndum de la OTAN, donde pidieron la abstención para desgastar al PSOE, a pesar de que estaban a favor. O en todas las crisis con Marruecos. O en las negociaciones de fondos para España de la UE en las que Aznar tachaba al Gobierno de Felipe de “pedigüeño”. O cuando España se jugaba una intervención de Europa al final de la legislatura de Zapatero. “Que caiga España, que ya la levantaremos nosotros”, dijo Cristóbal Montoro en una histórica frase, que resume el tipo de patriotismo que practica el Partido Popular.
Es una deslealtad de sentido único. Porque cuando es el PP quien gobierna, el PSOE no se comporta igual ante los problemas de Estado. Almunia apoyó a Aznar para la negociación con ETA. Zapatero apoyó a Aznar con el pacto antiterrorista (una mano tendida desde la oposición que Aznar, en un primer momento, desdeñó). Sánchez apoyó a Rajoy con el 155 en Catalunya.
“Señor Aznar, cuenta con nosotros para defender los intereses de nuestro país ante la crisis en la relación con Marruecos, como ha hecho siempre el Partido Socialista, con plena lealtad a España, a sus intereses y a sus objetivos primordiales”, dijo Zapatero en el Congreso en plena crisis por la isla de Perejil. Toda la oposición, no solo el PSOE, respaldó al Gobierno de Aznar ante aquella situación. Basta con repasar los plenos de hace dos semanas, con la crisis de Ceuta, para ver que el sentido de Estado solo funciona en una dirección.
No es una deslealtad con el Gobierno. Es una deslealtad con los españoles, que son quienes después pagan la factura de la irresponsabilidad. Pasa el tiempo, y luego llegan los lamentos. Como los de Esperanza Aguirre o Xabier García Albiol, que años después reconocieron públicamente lo que casi toda la derecha admite en privado: que ojalá no se hubieran opuesto al Estatut catalán.
Pasa el tiempo y el mismo Partido Popular que acusaba a Alfredo Pérez Rubalcaba de traidor le reconoce al fin como el ministro que acabó con ETA, y lo entierra con grandes elogios. Como los que ahora dedican a Felipe González. Para la derecha, la única izquierda responsable es aquella que ya no molesta: porque está en la historia, o porque les sirve para hacer oposición.
Pasará el tiempo y espero que España no vuelva a lamentar las consecuencias de la nueva campaña incendiaria que los supuestos patriotas acaban de iniciar contra los indultos del procés.
“Es una decisión política inteligente del Gobierno español contra el independentismo”, dice la presidenta de la ANC, que ha entendido la jugada mejor que la derecha española. Porque los indultos no debilitan la unidad de España, ni es un favor a los partidos independentistas. Al contrario. Son la vía para normalizar la política catalana y acabar con el victimismo de una parte del independentismo, que prefiere el 'cuanto peor, mejor', que crece cuando España apuesta por la vía autoritaria.
La medida del indulto, en este caso, está más que justificada por razones de “utilidad pública”: porque todos los españoles ganamos si el debate político en Catalunya se empieza a tranquilizar. Y también lo está por otro de los motivos tasados que establece la ley: por “equidad”. Porque las penas por sedición son, en España, muchísimo más altas que en la mayoría de los países europeos, por mucho que el Tribunal Supremo intente reescribir su propia sentencia y compare con delitos por los que no condenó, como expliqué en un artículo anterior.
La ley del indulto viene de 1870. Y ya entonces, en el siglo XIX, el legislador tenía clara una de sus principales funciones: solucionar problemas políticos. Por eso delitos políticos, como la sedición, la rebelión o incluso el magnicidio, son más fáciles de indultar que un robo o un homicidio común, como explicó Elisa Beni en este artículo. Porque hay una gran verdad que ya sabían quienes redactaron esta ley hace 150 años: para solucionar los conflictos políticos no basta solo con el palo, también se necesita la zanahoria.
Los indultos no son solo para los doce del procés. No es un gesto hacia ellos sino hacia esa amplísima mayoría de los catalanes que están a favor de esta medida porque creen que la condena fue desproporcionada. En las encuestas, el independentismo sigue sin superar el 50% de la población. Pero una mayoría absoluta de los catalanes –también muchos votantes de los partidos contrarios a la secesión– cree que la sentencia fue injusta, que el indulto es necesario y que estos políticos no deberían seguir en prisión.
La derecha española va a hacer de este asunto una nueva guerra total, como la que abrió contra la negociación con ETA o contra el Estatut. El PP está utilizando el mismo manual: recoger firmas contra el indulto y pedir ante los tribunales su anulación.
Hay un riesgo evidente, el de las plegarias atendidas: que prosperen los recursos contra los indultos que ya han anunciado PP y Vox; que la Sala Tercera del Tribunal Supremo –que tendrá la última palabra si el Gobierno aprueba los indultos– les acabe dando la razón. Que estos jueces, de forma irresponsable, se carguen su propia jurisprudencia y anulen los indultos. No es un riesgo legal sino político: porque desde la ley y la jurisprudencia, la potestad del Gobierno para los indultos es incuestionable, es una de sus prerrogativas en esta y en casi todas las democracias del mundo. Pero cuando se tocan algunos temas, la justicia española deja de ser previsible y actúa de forma irracional.
Si ese desastre ocurre, si la Sala Tercera del Supremo se salta su propia doctrina y acaba tumbando los indultos que apruebe el Gobierno, los daños para la unidad de España serían muy graves. Porque nada favorecería más el discurso independentista que una nueva reacción autoritaria de la justicia española. Porque pocos generan más independentismo en Catalunya que estos supuestos defensores de la unidad de España. Ya pasó antes, con su guerra contra el Estatut.
El Gobierno asume un riesgo enorme si finalmente aprueba los indultos, una decisión que va a tomar dentro de pocas semanas. Entre los partidarios de Unidas Podemos el apoyo al indulto es muy mayoritario, pero no así entre los votantes del PSOE.
El Gobierno asume un riesgo enorme. Pero el riesgo que asume España si el Gobierno no hace nada es aún mayor. Porque pocas cosas serían más peligrosas para el futuro común de los españoles y la unidad del país que el triunfo de esta derecha populista en la batalla de los indultos. Si ellos ganan, será a costa de esa España a la que tanto dicen amar.