No, Puigdemont no va a volver. El expresident de la Generalitat no tiene hoy intención alguna de regresar a España para entrar mansamente en prisión. Su decisión es solo suya y, por tanto, podría cambiar. Pero hoy es esa y en ella no solo pesa lo personal –pregúntense a sí mismos, con sinceridad, qué harían ante un dilema así, si tuviesen que elegir entre Bruselas y la cárcel–. Carles Puigdemont no quiere ir a prisión y además está convencido de que es más útil para su causa dando conferencias por Europa que en una celda. En el entorno del expresident también pesa un precedente: el de Arnaldo Otegi y su última condena. Cumplió seis años y medio por una sentencia más que cuestionable –se le acusó de intentar prolongar la actividad de ETA y la historia después demostró que estaba empujando hacia el abandono de las armas–. Iba a ser el Mandela vasco y en las últimas elecciones, con Otegi ya libre, EH Bildu retrocedió.
Desde la cárcel, a Junqueras tampoco le está yendo mucho mejor.
No, Puigdemont no va a ser el nuevo president de la Generalitat. O al menos no lo será mucho tiempo. Ni el Gobierno ni el Tribunal Constitucional lo permitirán. Tampoco el expresident confía en eso, aunque públicamente no lo vaya a reconocer. Se conforma con que haya una votación o una investidura, por breve que sea, que le permita un relato de resistencia. Bajo su punto de vista, es el legítimo president de la Generalitat y debe ser restituido en el cargo. Aunque sea por unas pocas horas, hasta que lo anule el TC.
No, ERC no va a torcer la mano a Puigdemont. Tampoco el PDeCAT. Solo se entiende lo que está pasando dentro del mundo independentista si se parte de la premisa de que ahora hay un partido más en esta compleja coalición: el de Bruselas, cuyos intereses son distintos a los de los demás. Puigdemont no tiene nada que perder. No tiene incentivo alguno para aflojar el pulso porque a él ya no se lo van a perdonar. No puede recuperar el control de las instituciones porque él no las disfrutará. Y, si no logra su objetivo –el relato del nuevo Tarradellas en el exilio–, tiene la fuerza política para lograr una repetición electoral de la que ERC saldría perjudicada, si sus votantes les perciben como los traidores que se han plegado ante la fuerza del Estado español.
No, ni Puigdemont ni los independentistas van a ganar el pulso del procés.procés Es evidente que han perdido a pesar de su victoria electoral del 21-D porque el objetivo era lograr una república catalana, algo de respaldo internacional, un referéndum pactado o al menos una negociación: no mantener la mayoría absoluta en el Parlament. Han perdido a pesar de que una gran parte de la sociedad catalana siga movilizada, a pesar también de la resistencia de Puigdemont, que se ha convertido en uno de esos soldados japoneses aislados en una isla del Pacífico que seguían en guerra sin saber que el emperador de Japón se había rendido ya. El Gobierno y el Estado español –sus poderes económicos, sus jueces, sus políticos– han cerrado el octubre catalán con una salida autoritaria, con una respuesta no democrática. La mano dura les funcionó. Los evidentes errores e ilegalidades del independentismo, que no midió sus fuerzas e intentó imponer su DUI contra la mitad de su población, también ayudaron.
Al margen de la CUP y de Puigdemont, los principales dirigentes independentistas están pasando por debajo del futbolín, volviendo al catalanismo autonómico sin que eso implique firmar la paz con Rajoy. Será así al menos para los próximos años. Tienen gente en la cárcel, pasarán largas temporadas allí, y su prioridad hoy es recuperar el control de las instituciones y normalizar la situación. Vale más comunidad autónoma en mano que república volando. El órdago, a corto plazo, dudo que se vaya a repetir.
No, no habrá una reforma constitucional ni un nuevo Estatut ni nada que supere esta situación. Tampoco tiene pinta de que la derecha constitucionalista tenga incentivo alguno para negociar nada que no sea una rendición incondicional. Se ven ganadores y, además, compiten entre ellos. Al igual que antes ocurrió entre ERC y el PdeCAT –que llegaron a este precipicio en un juego del gallina donde ninguno se quería acobardar– la rivalidad por el liderazgo del sector conservador da muy poco margen al PP o a Ciudadanos para cualquier concesión.
Nadie en la derecha cree tener el poder suficiente como para poder permitirse generosidad y altura de miras. Nadie ejercerá de estadista, y el cortoplacismo triunfará.
No, el independentismo no va a desaparecer, a pesar de esta derrota. Y esa España autoritaria, incapaz de una propuesta integradora, incapaz de construir un Estado plurinacional, incapaz de formular una oferta que seduzca a tantos catalanes que buscaban una reforma por la vía de la ruptura, ha sembrado las semillas de su siguiente crisis de unidad. El procés ha fracasado, pero ese suflé no bajará.
No, Puigdemont no va a volver. El expresident de la Generalitat no tiene hoy intención alguna de regresar a España para entrar mansamente en prisión. Su decisión es solo suya y, por tanto, podría cambiar. Pero hoy es esa y en ella no solo pesa lo personal –pregúntense a sí mismos, con sinceridad, qué harían ante un dilema así, si tuviesen que elegir entre Bruselas y la cárcel–. Carles Puigdemont no quiere ir a prisión y además está convencido de que es más útil para su causa dando conferencias por Europa que en una celda. En el entorno del expresident también pesa un precedente: el de Arnaldo Otegi y su última condena. Cumplió seis años y medio por una sentencia más que cuestionable –se le acusó de intentar prolongar la actividad de ETA y la historia después demostró que estaba empujando hacia el abandono de las armas–. Iba a ser el Mandela vasco y en las últimas elecciones, con Otegi ya libre, EH Bildu retrocedió.
Desde la cárcel, a Junqueras tampoco le está yendo mucho mejor.