Opinión y blogs

Sobre este blog

La portada de mañana
Acceder
Sánchez rearma la mayoría de Gobierno el día que Feijóo pide una moción de censura
Miguel esprinta para reabrir su inmobiliaria en Catarroja, Nacho cierra su panadería
Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Las ciudades como vanguardia post-COVID-19

En la actualidad habitan el planeta Tierra 7.700 millones de personas. De ellas, el 55% se concentra en ciudades. Las estimaciones previas a los cambios que pueda traer la pandemia indican que la población global crecerá hasta alcanzar los 9.700 millones en 2050 y que, para entonces, el 70% vivirá en ciudades. En Europa ya hemos superado ese porcentaje y en países como España estamos prácticamente al 80%, con la población agrupada en torno a las ciudades más grandes y las implicaciones que esto tiene sobre el mercado de la vivienda o la concentración de la oferta de trabajos más dinámicos y de innovación. Y es que las ciudades son los grandes focos de la pobreza, pero también el centro neurálgico de la actividad económica, acumulando alrededor del 80% de la que se genera medida en parámetros de mercado. Las ciudades son, por tanto, espacios fuertemente desiguales en distintas magnitudes, desde el acceso a la vivienda, la movilidad, los espacios verdes o los servicios, a las distintas formas en que las distintas personas viven en función de su edad, género, vinculación laboral, barrio, etc. 

Hoy día, las ciudades son también las responsables del 70% de las emisiones de CO2 a la atmósfera, y el espacio donde miles de personas viven y mueren en soledad a diario, a pesar de la aglomeración humana que representan. La ultraconectividad asociada a la revolución digital y tecnológica en la que estamos inmersos deja, sin embargo, muchos agujeros negros sin conexión, lo cual genera amplias y variadas desigualdades, así como cambios en los modos de vida y el gobierno de lo común que necesitamos repensar si no queremos vernos abocados a una individualidad insoportable que el distanciamiento social que la COVID-19 nos impone puede aún incrementar. 

Existen numerosos foros académicos y científicos sobre ciudades inteligentes, ciudades con emisiones neutras, ciudades verdes, ciudades sostenibles… y, en menor medida, sobre ciudades de los cuidados, a pesar de que es precisamente el concepto de “cuidados” el que puede englobar la mayor parte de los objetivos sociales y políticos de transformación urbana incluidos en las propuestas que estos foros realizan y que están todas encaminadas a la generación de espacios urbanos de bienestar y calidad de vida, incluida la medioambiental.

Los cuidados deberían ocupar un lugar central del debate sobre las ciudades del presente y del futuro, sobre todo si tenemos en cuenta las estimaciones de esperanza de vida y las pirámides de población que manejamos y que nos hablan de que la población del futuro, incluso del futuro inmediato, estará mucho más envejecida que la actual, sobre todo en los países del norte global. Una población, por tanto, dependiente desde el punto de vista económico de los sistemas nacionales de pensiones, salud y cuidados, y con necesidades de movilidad y habitabilidad específicas, que deberían ir mucho más allá de su reclusión en residencias de ancianos gestionadas por empresas movidas por el afán de lucro y que durante la crisis de la Covid-19 han demostrado ser el verdadero agujero negro de nuestros sistemas de bienestar y un motivo para la vergüenza colectiva en casi todos los países europeos.

Y es que la ordenación de nuestras ciudades aún corresponde en muchos aspectos a parámetros de hace un siglo. Fue a principios del siglo XX cuando se aceleró el proceso de crecimiento de las grandes metrópolis y de las ciudades de tamaño medio y grande en todo el mundo. En apenas tres décadas, entre 1900 y mediados de los años 30, se multiplicó por dos o por tres la población de las mayores ciudades del planeta. Nueva York pasó de unos 3,5 millones de habitantes en 1900 a prácticamente 7 millones en 1930; el área metropolitana de Tokio la superó, pasando de 1,5 millones a 6,3 millones en los mismos años; San Francisco duplicó sus 300.000 habitantes hasta alcanzar los 635.000; Hong Kong, saltó de los 200,000 a los 850.000; Berlín, de 1,3 millones a 4,3 millones de habitantes; París, de 2 a 3 millones; Viena, de 1 a 2 millones; Londres, de 6,5 a 8,6 millones de habitantes; Buenos Aires, de 2 a 4,5 millones. Muy distantes de las grandes metrópolis mundiales, pero con similares tasas de crecimiento urbano, Madrid y Barcelona pasaron de contar medio millón de habitantes hacia 1900, a algo más de un millón en 1930. Imaginemos lo que significaría hoy día duplicar la población de Madrid o Barcelona en apenas 30 años.

Hace un siglo cambió por completo el contexto según el cual se organizaba la población mundial. Hace un siglo comenzó un intenso proceso migratorio campo-ciudad, en el interior de los países, y entre continentes, que se sumó al inicio del descenso de las tasas de mortalidad, de más de 26 muertes por cada mil habitantes a por debajo del 15 por mil, lo cual trajo consigo el vaciamiento de las regiones rurales con menor productividad y menor diversificación de la actividad económica y el engrosamiento de las grandes urbes con mayor cantidad y diversidad de oferta laboral y expectativas de promoción social. 

La mala calidad de vida en las ciudades debida al hacinamiento y la falta de planificación a largo plazo con objetivos sociales, típica de prácticamente todas las grandes ciudades del mundo, fue retratada de manera descarnada en las novelas de los grandes escritores realistas de finales del siglo XIX y principios del XX: Zola, Dickens, Dostoievski o Galdós. El avance de la educación científica y tecnológica y el desarrollo de movimientos de izquierda y de agrupaciones religiosas con objetivos sociales a partir de finales del siglo XIX y durante el primer tercio del siglo XX, en esas mismas ciudades, dieron como resultado una multiplicidad de diagnósticos acerca de los problemas generados en ellas, así como un sinfín de propuestas para abordar su solución. De manera muy destacada contribuyeron a llevar a cabo grandes mejoras en nuestras urbes los movimientos higienistas, que mejoraron la salubridad y el control de las aguas contaminadas, las iniciativas públicas y privadas para la mejora de la nutrición y la prevención de enfermedades infecciosas en el ámbito sanitario, y la planificación urbanística, que intentó ordenar y compatibilizar espacios verdes e infraestructuras de vida y de trabajo. La labor de Ildefons Cerdà en el Ensanche de Barcelona, tan denostada en su momento y tan distorsionada en su aplicación con el paso del tiempo, se convirtió en ejemplo sobresaliente de los esfuerzos necesarios para ordenar y mejorar la calidad de vida en las urbes. Como en Berlín, París o Viena, también en las ciudades españolas los urbanistas trataron de reducir la altura de los edificios, aumentar y ampliar los espacios verdes entre y alrededor de los edificios, y controlar el tráfico de vehículos tirados por animales o a motor. 

La terciarización de las economías mundiales y el declive del sector primario, junto con la localización próxima a las grandes coronas urbanas de los polígonos industriales y la creación de grandes hubs de transporte ferroviario y aéreo en torno a las grandes metrópolis del mundo, son factores que han intensificado la urbanización del planeta y la han concentrado en unas pocas grandes ciudades dentro de cada país. Internet y la alta velocidad 3G y 4G han permitido que los habitantes de estas grandes ciudades atraigan a los territorios donde viven y trabajan mayores flujos logísticos para el consumo de productos y servicios, lo que significa aumentar la capacidad de aeropuertos y estaciones de trenes y la conectividad entre ambos. Las infraestructuras diseñadas para la vida en muchas de estas ciudades hace más de cien años se están viendo puestas a prueba. Cloacas, tuberías de canalización de aguas potables, depuradoras y potabilizadoras y, sobre todo, infraestructuras de servicios básicos como los educativos, sanitarios, de alimentación saludable y transportes, se encuentran desde hace décadas sometidas a una presión insostenible, además de orientadas al mundo laboral o a satisfacer los requerimientos de grandes aglomeraciones humanas, como los eventos deportivos. Se trata además, de una organización y de una movilidad pensadas por hombres para actividades principalmente consideradas masculinas. 

Las ciudades, primero como centros industriales y posteriormente como núcleos de concentración humana y de movilidad poco sostenible, han crecido todo este tiempo como espacios más insalubres. Los motivos para ello incluyen la drástica de camas hospitalarias por habitante que han llevado a cabo todos los países desarrollados, con honrosas excepciones, desde la década de 1980, según datos de la World Health Organization. Así como el aumento de sustancias tóxicas en el aire muy por encima del límite recomendado por las autoridades sanitarias, por no hablar de las que se hallan en el agua y en el suelo donde crecen las plantas que sirven de base a la cadena trófica que culmina en los seres humanos. Según estudios disponibles en abierto, existe una correlación entre contaminación y mayor incidencia de la COVID-19. 

A pesar de que las ciudades son una bomba de relojería por la concentración de problemas derivados de la obsolescencia de sus infraestructuras, la polución y la presión de un número excesivo de habitantes, son también espacios con ventajas en otros ámbitos, en concreto los relacionados con las transiciones ecológica y digital, siempre que ambas se retroalimenten y se apueste por la innovación, incluida la innovación social. 

Por ello, necesitamos repensar la arquitectura, el urbanismo, los servicios y la cultura de la densidad, ya que ésta es la lógica de las ciudades. Es esa concentración la que ahorra recursos y convierte en más eficientes las infraestructuras de control de residuos, movilidad o servicios públicos. Es también esa concentración la que favorece la mezcla de personas diversas que tan saludable resulta para nuestras democracias y para el deseado acercamiento social.

Sólo necesitamos una buena planificación y unas buenas políticas que sitúen a las ciudades a la vanguardia del nuevo pacto social verde y feminista. Incluso si, como reacción a la COVID-19, la posible extensión del teletrabajo y la expansión definitiva del 5G, se observa ya una cierta vuelta al campo de importantes capas de la población. Y para que esa tendencia se consolide de manera sostenible se necesita una fuerte inversión en movilidad, en servicios públicos y en acceso a la cultura en zonas rurales, algo que hoy por hoy no está garantizado. Mientras esto no cambie, las zonas rurales seguirán sufriendo el abandono de la población más joven, muy especialmente el exilio ilustrado de las mujeres que marchan a las ciudades a estudiar sus carreras y que después no regresan a sus municipios por falta de oportunidades laborales, normas de género represivas y ausencia de una oferta cultural y de servicios sociales satisfactoria. 

Mientras no conozcamos las consecuencias demográficas y de habitabilidad de la COVID-19, debemos apostar por ciudades verdes, inteligentes y de cuidados. Las ciudades pueden convertirse en el espacio idóneo para probar el nuevo contrato social, ecologista y feminista que hemos de repensar entre todas y todos, en tanto en cuanto éste también implicará asumir las renuncias que tenemos que hacer de manera individual y colectiva, sobre todo en los territorios ricos, para poder seguir viviendo en sociedad y habitando como especie humana este planeta

En estos últimos años y a medida que el proceso de urbanización se ha ido acelerando, las ciudades han venido haciendo frente a desafíos vinculados con la sostenibilidad de los residuos, la movilidad, la adaptación energética o la convivencia entre personas de cultura, orientación sexual, poder adquisitivo, ideología, género y hábitos de convivencia muy diferentes. También en las ciudades, las estructuras sólidas de conectividad para la digitalización, las infraestructuras, los datahubs para compartir datos y los estándares de seguridad y privacidad han generado nuevas alianzas y partenariados entre los ámbitos público y privado, los movimientos sociales y las iniciativas vecinales. Y es que las soluciones inteligentes no sólo tienen que hacer referencia a la digitalización, también a la innovación social y a la solidaridad vecinal. El objetivo ha de ser siempre construir ciudades vivibles, dignas, auténticas ciudades de los cuidados, entendidas como ciudades cuidadoras y a las que se cuida desde el punto de vista humano, medioambiental, patrimonial y cultural, lo que además significa ser equitativas en todas sus dimensiones.

Hace tiempo que arrastramos una fuerte crisis de los cuidados, que con el confinamiento se ha hecho más evidente para muchas personas y ojalá también para muchas instituciones públicas y entidades privadas, como esas empresas acostumbradas a imponer horarios imposibles a sus trabajadores. Hace décadas que vivimos tiempos androcéntricos pensados para personas teóricamente independientes. Pero esa individualidad desarrollada históricamente por los hombres es, como muy bien explica la arqueóloga feminista Almudena Hernando, dependiente, en tanto que necesita siempre de otros, y sin duda de las mujeres, para construir unos vínculos que ellos pretenden haber dejado atrás. Y es que todas las personas somo vulnerables e interdependientes. Hagamos compatible el distanciamiento físico que el control de la pandemia requiere con una cercanía social en un sentido amplio. Los cuidados deben estar contemplados en esas ciudades verdes e inteligentes que soñamos, es más, deben estar en el centro de esas ciudades sostenibles y equitativas que entre todas y todos debemos soñar y construir.

Los distintos ámbitos urbanos, que no son otros que los de la vida, deben ser ámbitos interrelacionados que se piensen y se diseñen de manera conjunta, planificando en la complejidad para alcanzar la sencillez. En muchas ocasiones, las soluciones fáciles o baratas complican la vida o la vuelven imposible para muchas personas, sobre todo las que se encuentran en situación más vulnerable o están a cargo del bienestar de terceros. Todo, incluyendo el transporte, la iluminación, los espacios, la gestión de los veladores en las plazas, el mobiliario urbano, las fuentes, las aceras accesibles, el tráfico, la movilidad, todo ha de ser diseñado para evitar que se generen dinámicas excluyentes y que no se vulnere el derecho a la ciudad. Los ya existentes microespacios de resistencia deben convertirse en la nueva normalidad y en la norma.

Las ciudades no deben ser sólo sitios donde residir en un sentido limitado del término, sino espacios para vivir, compartir, cuidar, jugar, divertirse y crear. Se debe recuperar lo público frente a la hipertrofia de la vida privada, que puede además crecer con el distanciamiento social asociado a la COVID-19 y gracias a las nuevas tecnologías. Tenemos que evitar fenómenos como el que observamos estos días, con niños que, una vez han podido salir a la calle, no querían hacerlo. Desconocemos si por el miedo que les ha generado ver hileras de féretros en los telediarios o en las redes sociales infestadas de fakes y mala leche, o porque el mundo virtual ha colmado sus expectativas de vida social, en muchos casos en ambientes aparentemente más seguros que las aulas y los patios de las escuelas, escenarios a menudo de pequeños y grandes episodios de bullying.

Tenemos que intentar poner todos los medios para evitar, también, la inmensa soledad y el desamparo que han sentido muchos jóvenes que están confinados a solas, en viviendas minúsculas con ventana a patio interior, pagando quién sabe cómo el alquiler, jóvenes con títulos universitarios o sin ellos, con empleos precarios y en riesgo de perderlos, y que no saben qué futuro les depara el final del confinamiento en esas ciudades que ellos aman, aun con todo, aman y que sin embargo apenas les ofrecen opciones dignas de trabajo o vivienda. Hemos de reclamar a nuestros poderes públicos, como ciudadanía activa y exigente, expectativas de mejora para esos niños, para esos jóvenes, para esas personas sin empleo o con empleos inestables que sostienen a familias enteras, para esos mayores a los que nuestros medios de comunicación se empeñan en estigmatizar por su edad. Hemos de contribuir, los que tenemos mejores empleos y mayores ingresos, vivienda digna y redes sociales consolidadas, a mejorar las expectativas de vida de aquéllos con los que compartimos las calles, los parques, los autobuses y las terrazas de estas ciudades. Porque vienen tiempos duros y porque esos niños, esos jóvenes, esos mayores, esa gente de ciudad es nuestra gente, es de todos. 

En definitiva, tenemos que construir, mediante un amplio, sólido y valiente pacto social, unas ciudades humanas, cuidadoras, prósperas y ecológicas, donde la riqueza de la diversidad sea la base de una convivencia en igualdad, donde la densidad sea repensada de una manera radicalmente equitativa, verde y feminista. Éste ha de ser nuestro objetivo: rehumanizar las ciudades visibilizando y permitiendo que encajen mejor en ella nuestros niños, nuestros jóvenes, nuestros ancianos, nuestros desempleados y nuestros dependientes, y todas las personas que vienen de otros lugares y que las han elegido para vivir, trabajar y contribuir a su desarrollo. Hacerlo es un acto necesario de supervivencia, inteligencia y justicia.

En la actualidad habitan el planeta Tierra 7.700 millones de personas. De ellas, el 55% se concentra en ciudades. Las estimaciones previas a los cambios que pueda traer la pandemia indican que la población global crecerá hasta alcanzar los 9.700 millones en 2050 y que, para entonces, el 70% vivirá en ciudades. En Europa ya hemos superado ese porcentaje y en países como España estamos prácticamente al 80%, con la población agrupada en torno a las ciudades más grandes y las implicaciones que esto tiene sobre el mercado de la vivienda o la concentración de la oferta de trabajos más dinámicos y de innovación. Y es que las ciudades son los grandes focos de la pobreza, pero también el centro neurálgico de la actividad económica, acumulando alrededor del 80% de la que se genera medida en parámetros de mercado. Las ciudades son, por tanto, espacios fuertemente desiguales en distintas magnitudes, desde el acceso a la vivienda, la movilidad, los espacios verdes o los servicios, a las distintas formas en que las distintas personas viven en función de su edad, género, vinculación laboral, barrio, etc. 

Hoy día, las ciudades son también las responsables del 70% de las emisiones de CO2 a la atmósfera, y el espacio donde miles de personas viven y mueren en soledad a diario, a pesar de la aglomeración humana que representan. La ultraconectividad asociada a la revolución digital y tecnológica en la que estamos inmersos deja, sin embargo, muchos agujeros negros sin conexión, lo cual genera amplias y variadas desigualdades, así como cambios en los modos de vida y el gobierno de lo común que necesitamos repensar si no queremos vernos abocados a una individualidad insoportable que el distanciamiento social que la COVID-19 nos impone puede aún incrementar.