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En defensa del CETA
El pasado miércoles el Parlamento Europeo aprobó por una amplia mayoría el Acuerdo Económico y Comercio Global con Canadá, más conocido como CETA. El acuerdo entrará ya en vigor de manera provisional una vez haga lo propio el parlamento canadiense sujeto, en todo caso, a la ratificación posterior por todos los Estados miembros. El acuerdo ha estado sujeto a notables críticas, amplificadas por el debate sobre el TTIP, el acuerdo con Estados Unidos, que se encuentra paralizado o incluso muerto tras la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca.
En esta breve columna pretendo salir al paso a algunas de las críticas que se han vertido sobre el acuerdo y, por lo tanto, defender mi voto afirmativo. Quiero clarificar que mis argumentos van dirigidos a aquellos que como yo aspiran a vivir en una sociedad igualitaria en el marco de una economía social y de mercado, junto a eficientes instrumentos de regulación y redistribución de la renta. O dicho de otra manera, hay personas que están contra el CETA en la medida en que están siempre contra el mercado. Mi colega Miguel Urbán es anticapitalista y, por lo tanto, se sitúa contra este acuerdo comercial. Por ello, la discusión sobre este asunto con estos amigos no puede focalizarse sólo en el CETA, sino en el modelo de sociedad al que se aspira. Por lo tanto, quiero dejar claro que al debatir las bondades o maldades del CETA no puedo entremezclarlo con un intercambio de opiniones sobre la naturaleza de la economía de mercado. Ese es otro debate. Quiero así circunscribir claramente el objetivo de este artículo.
El actual comercio de la Unión Europea y Canadá supone tan sólo el 1,8% del comercio exterior de la UE. Sin duda, un volumen reducido. Por ello, el CETA es más un símbolo que un tratado de alto impacto. Pero es un símbolo importante. Y lo es porque para Europa marca las líneas de juego de la futura política comercial de la Unión que ha puesto el foco de las decisiones en Bruselas y no en los Estados miembros. Muchos hemos pedido que Europa negocie con una sola voz y tras el Tratado de Lisboa lo hemos conseguido. Por ello, en primer lugar, no entiendo la petición de que todo sea aprobado por cualquier cámara legislativa, incluso por los Ayuntamientos. Estamos yendo en contra del espíritu europeísta que hemos defendido tantas veces. Pero la simbología del CETA no acaba en esta cuestión competencial.
Se han escuchado voces que han afirmado que el CETA abre la puerta a una competencia desleal en materia laboral, medioambiental y sanitaria. Pues bien, Canadá es un país con estándares laborales perfectamente homologables con los europeos y, sin ninguna duda, superiores a muchos Estados de la propia Unión. El salario mínimo de Canadá se sitúa en más de 1.300 euros y el conjunto de los costes laborales de Canadá son sustancialmente superiores a los españoles. Nadie puede afirmar que vamos a sufrir un proceso de deslocalización.
En el mismo sentido, Europa no rebaja en ningún caso ni los estándares medioambientales ni sanitarios, reglas que deberán seguir cumpliendo cualquier producto que cruce el Atlántico hacia Europa. Europa no ha variado ninguno de los requerimientos en esta materia y me sorprende de nuevo que se alarme a la población con las supuestas importaciones de carne hormonada o productos genéticamente modificados. Esto no es cierto. El paradigma de la post-verdad parece impregnarlo todo en la opinión pública.
Por otra parte, se ha afirmado también que el CETA permitirá la privatización de servicios públicos. Entiendo que quien crea esto coliga que los socialistas somos unos traidores. No podría estar más de acuerdo. Pero de nuevo es otra falacia dirigida a confundir a la ciudadanía. Los servicios públicos, lamentablemente, son provistos por los Estados miembros y digo lamentablemente porque parte de ellos debería recaer en Europa, pero por ello nosotros no podemos tomar decisiones que corresponden a los países. Es más, el CETA deja claro que ninguna disposición impedirá que un servicio ya privatizado en el presente pueda volver a manos públicas, si así lo deciden las autoridades nacionales. El CETA, pues, no privatizará ningún servicio público ni impedirá su vuelta al sector público, lo podrán hacer o no los gobiernos nacionales, y, por ello, sigue siendo tan importante, entre otras razones, ganar las elecciones a nivel nacional o regional.
Por último, se sitúa el debate sobre los procesos de arbitraje. Hasta ahora Europa siempre había admitido la entrada en juego de árbitros privados que discernieran en los distintos pleitos entre inversores internacionales y los Estados. No hace mucho España perdió un pleito en un comité de arbitraje por la reducción retroactiva de las primas a algunas energías renovables, decisión adoptada por el gobierno del PP que sufrió un serio varapalo, de lo que me alegro. Pues bien, el CETA incorpora por primera vez un tribunal conformado por juristas profesional de carrera elegidos en ambas jurisdicciones, que conforman la base de una institución permanente y no ad hoc como los árbitros privados. Pero, además, el modelo incorpora un sistema de apelación. Y, por supuesto, las compañías no podrán demandar a los Estados por decisiones legislativas que les supongan una pérdida del lucro cesante. Esta es otra de las mentiras que han circulado y que han alarmado a buena parte de la sociedad.
Estamos, pues, poniendo un pequeño ladrillo para construir un sistema judicial global que decida sobre cuestiones comerciales, como ya tenemos establecido para los casos de crímenes contra la humanidad en la Corte Internacional de Justicia. Es más, Canadá y Europa se han comprometido en el CETA a impulsar juntos esa globalización de un sistema judicial público. A este respecto, su configuración final depende aún de una decisión del Tribunal de la Justicia de la Unión Europea, que espero ayude a mejorar la actual propuesta. Como digo, el acuerdo final no es un resultado perfecto, pero el modelo que se perfila se introdujo a petición de los socialistas europeos y obligó a reabrir la negociación en un momento en el que un gobierno progresista alcanzaba el poder en Canadá, facilitando así el acuerdo.
En todo caso, comparto con muchos críticos, además de la esperanza por esa mejora del modelo de arbitraje, la preocupación sobre los acuerdos comerciales, en la medida que aceleran el crecimiento, contribuyan al aumento de la desigualdad, en un momento donde los sistemas fiscales de nuestros países no están funcionando como debieran. Esta tribulación es legítima y la hago mía pero nuestra respuesta desde la izquierda no puede pasar por bloquear todos los tratados comerciales, sino por insistir en la construcción de un pilar fiscal en Europa y poner coto a elusión o evasión fiscal de las grandes multinacionales. No podemos oponernos simplemente al comercio o al desarrollo tecnológico, debemos luchar denodadamente por recuperar una redistribución efectiva de nuestros sistemas fiscales.
Esta es la nítida diferencia entre la derecha y la izquierda, en la medida que a la primera no le preocupa los efectos redistributivos del crecimiento. Y esa es la batalla en la que debe estar la izquierda europea, cuando una parte de ella se desliza ya por los postulados nacionalistas, sin atender a que no hay institución pública capaz de intervenir en los mercados que no sea Europa.
Más allá de los debates puramente económicos, habida cuenta de la importancia menor del comercio con Canadá, el CETA viene a discutirse en un momento de involución autárquica del mundo. La victoria de Donald Trump ha abierto un flanco brutal en los esfuerzos internacionalistas de muchos y un rearme de las posiciones nacionalistas, que deben ser directamente combatidos sin ambages ni medias tintas. Europa debe ser un actor global en el mundo y no podemos eludir nuestra responsabilidad, y la Canadá progresista Justin Trudeau es un socio incuestionable.
Ha llegado el momento de poner orden en la globalización para canalizar el crecimiento en un marco de reglas justas y jueces imparciales, y el CETA es también un símbolo en ese aspecto. Debemos encontrar un espacio de colaboración con las democracias del mundo que permita esa interconexión económica que va de la mano de la cultural y humana, aun a pesar de los distintos legados normativos y el CETA hace la primera expedición en ese terreno que sin ser perfecto, anuncia un camino a recorrer.
Hace apenas unas semanas fallecía Zygmunt Bauman, quien puso nombre a la “sociedad líquida” que se había venido configurando en las últimas décadas. Pero con él han muerto también esas características ambiguas de nuestra sociedad, en un momento donde la ciudadanía comienza a buscar verdades a las que atarse en un entorno incierto, que ya es rechazado. El socialismo europeo no puede mantenerse en indefiniciones abstractas, eludiendo pronunciarse con rotundidad. Necesitamos algunas certezas para continuar adelante y no podemos permitir que esas sean las de los discursos autárquicos que responden al miedo con soflamas aún más desestabilizadoras.
Jamás entendí a esa “tercera España” que en medio de nuestra Guerra Civil evitó tomar bando, aun cuando hubo errores en el lado republicano. De igual modo, no entiendo a quien se pone de perfil en un asunto que por simbólico puede ayudar a marcar la evolución futura de Europa y, por ello, he aceptado la invitación de eldiario.es para escribir esta columna, dirigida, como digo, a quien desde la izquierda aspira a vivir en una sociedad de bienestar en el marco de una economía social de mercado. El CETA no es perfecto, aunque no son ciertos la gran mayoría de argumentos que se han venido usando para criticarlo. Pero es el primer paso en un camino que debemos recorrer y, por ello, ha tenido mi apoyo.
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