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Democracia, justicia, solidaridad: las ausentes en Palestina

Ángela Vallina

Eurodiputada por Izquierda Plural —

El mundo se llena la boca para hablar de democracia, justicia y solidaridad, pero cierra los ojos y pone tapones en sus oídos frente al totalitarismo, la injusticia y la insolidaridad. Cuando se va a Gaza, o se intenta ir; cuando se analiza el conflicto palestino, no queda otra que taparse la nariz. Apesta, todo apesta, y el hedor no lo contiene ni las declaraciones altisonantes ni las llamadas a la paz de la comunidad internacional, porque esas llamadas son papel mojado, y lo saben; porque esas reclamaciones se dicen en voz baja, monótonamente, sin emoción, sin convicción: son meras representaciones en las que se dice lo que se debe decir, fiando a la providencia lo que se debe hacer y, la providencia es veleidosa.

Palabras y hechos son cosas distintas. De nada sirven los mensajes de concordia, cooperación y rechazo de prácticas que van contra la democracia, la justicia y la solidaridad si luego, en los hechos, esa misma comunidad internacional, y sus líderes, se quedan parados sin una sola decisión que permita luchar contra sus contarios o, peor, las toman para protegerlos.

Eso es lo que está pasando en Gaza, en esa cárcel sin barrotes, a cielo abierto. Hay una canción de Ofra Haza, Fatamorgana, con una letra que, a veces, me da por pensar que resume la opresión de quienes viven –sobreviven, para ser precisa– en esa pequeña franja donde la gran hipocresía del mundo se regodea en la sistemática negación de los derechos humanos para todo un pueblo: “Fire on the sky/ Colors flying through her mind/ Desert touch the sky/ Here at the place where she will die./ She is looking far far away/ It seems there's no escape/ From a prison without bars”. Algo así, porque en Gaza la gente ha visto demasiadas veces fuego en el cielo, el fuego de misiles y bombas lanzadas contra la población civil de forma indiscriminada; colores que vuelan a través de su mente, entre el blanco de la esperanza para el mañana y el rojo de la sangre derramada del ayer, del presente, por hijos e hijas, por sus padres y madres muertos en un auténtico pogromo perpetrado por el mismo Estado que denuncia el genocidio nazi y se niega a reconocer sus propios crímenes; el desierto toca el cielo, allí, en ese lugar donde ella, ellos en realidad, morirán; ella, la gente palestina, mira a lo lejos, pero parece que no hay escapatoria, desde esa prisión sin barrotes en la que han convertido esa maltratada porción de tierra.

Los males del mundo y de Gaza no son consecuencia de un destino aciago, de una maldición bíblica ni, siquiera, de una mera cuestión de mala suerte. En el asesinato programado de todo un pueblo han jugado muchos factores y muchos actores. Hay responsables, con nombres y apellidos, y hay países que, más allá del propio Estado de Israel, son culpables. La ONU se ha demostrado como una organización de muchas palabras y pocos hechos y los países europeos se han comportado como auténtica comparsa de la política norteamericana y de los equilibrios de poderes geoestratégicos donde las personas, cuando mueren, son cosificadas como efectos colaterales.

Hace poco más de 20 años terminó en Sudáfrica el régimen de terror del Apartheid, un régimen segregacionista que pudo superarse gracias a la presión internacional. Hoy, esa presión tendría que ejercerse sin fisuras contra Israel porque su política es igualmente segregacionista, y rechazable, contra el pueblo palestino. La campaña de boicot, desinversiones y sanciones (BDS) tiene que ser una herramienta imprescindible para forzar al Gobierno de Israel respetar los derechos humanos y no puede ser, tan solo, el bienintencionado llamamiento de las gentes de buena fe. Ante la reiterada conculcación de las decisiones de la ONU, los Estados tienen que plantar cara al Estado de Israel en lo único que parece hacerle daño: en su economía, porque, lamentablemente, el dinero es el que mueve el mundo.

En estos días, después de que Suecia decidiera el reconocimiento del Estado Palestino, se ha abierto el debate en el resto del continente y también el Parlamento Español ha aprobado por abrumadora mayoría instar al Gobierno para ello. Lástima que el PSOE rechazara la enmienda de la Izquierda Plural que, además, ponía plazos para que la declaración no se quede en papel mojado. No sería la primera vez que esto sucede, pues no hace tanto tiempo se aprobó otra resolución para “impulsar el reconocimiento”.

Los reconocimientos han llegado en cascada y hasta el mismo Parlamento Europeo lo hizo el 18 de diciembre. Pero eso no basta, porque ese reconocimiento ya lo tiene Palestina de 135 de los 193 países que conforman la ONU. Habrá que estar atentos a cómo evolucionan las cosas, pero vista la trayectoria de Israel, parece poco probable que la legitimación internacional de Palestina como Estado sea la llave que abra el proceso de paz definitivo. Por eso, mientras que el Gobierno israelí mantenga en vilo los derechos humanos en Gaza y en cualquier otro punto de su territorio, contra todo un pueblo, es necesario que las declaraciones formales necesarias, pero insuficientes, se completen con medidas efectivas. Aquí es donde tiene que entrar a ponerse en marcha la campaña BDS. Si con Rusia Europa ha sido capaz de imponer sanciones, a pesar de las consecuencias que está teniendo para muchos sectores de la producción de la Unión, no tiene sentido que con Israel se mire para otro lado, porque cerrar los ojos es negar la democracia, la justicia, y la solidaridad con todo un pueblo.

El mundo se llena la boca para hablar de democracia, justicia y solidaridad, pero cierra los ojos y pone tapones en sus oídos frente al totalitarismo, la injusticia y la insolidaridad. Cuando se va a Gaza, o se intenta ir; cuando se analiza el conflicto palestino, no queda otra que taparse la nariz. Apesta, todo apesta, y el hedor no lo contiene ni las declaraciones altisonantes ni las llamadas a la paz de la comunidad internacional, porque esas llamadas son papel mojado, y lo saben; porque esas reclamaciones se dicen en voz baja, monótonamente, sin emoción, sin convicción: son meras representaciones en las que se dice lo que se debe decir, fiando a la providencia lo que se debe hacer y, la providencia es veleidosa.

Palabras y hechos son cosas distintas. De nada sirven los mensajes de concordia, cooperación y rechazo de prácticas que van contra la democracia, la justicia y la solidaridad si luego, en los hechos, esa misma comunidad internacional, y sus líderes, se quedan parados sin una sola decisión que permita luchar contra sus contarios o, peor, las toman para protegerlos.