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Una oportunidad para una energía limpia
Hace año y medio, el mundo dio un paso adelante en su compromiso con la lucha contra el cambio climático. El acuerdo de París no solo logró poner de acuerdo en un objetivo común a casi 200 países, sino que lo hizo sumando a los mayores emisores mundiales de gases de efecto invernadero (GEI) –China, Estados Unidos, la India– mediante contribuciones nacionalmente determinadas, es decir, voluntariamente asumidas por las partes.
Como dijo Barack Obama tras ratificarlo, el acuerdo de París constituye un “avance significativo” y “la mejor oportunidad” para enfrentar la lucha contra el cambio climático.
Lamentablemente, la deriva en que ha entrado la Administración estadounidense bajo la Presidencia de Donald Trump no hace presagiar nada bueno. No se trata únicamente de que la visión de Trump sobre el mayor problema que enfrenta el planeta se mueva entre el negacionismo –cuando habla, por ejemplo, de “los cuentacuentos del calentamiento global”– y la conspiranoia –cuando afirma que “el calentamiento global fue creado por y para los chinos”–. Lo verdaderamente grave es que las decisiones del presidente Trump avanzan en la misma línea.
Y si preocupante era el hecho de haber nombrado a un negacionista como responsable de la Agencia de Protección del Medio Ambiente, o que hace escasas semanas hubiera presentado unos presupuestos federales que recortan en casi un tercio los fondos de la misma, o sus medidas para desmantelar el “Clean Power Plan” de Obama, todas las alarmas han saltado tras la última cumbre del G-7, cuando se ha constatado que efectivamente, tal y como había prometido en campaña, está valorando retirar a Estados Unidos del acuerdo.
Causa escalofríos leer el párrafo 32 de la declaración de Taormina, en que se reconoce que “los Estados Unidos de América están en proceso de revisión de sus políticas sobre cambio climático y sobre el Acuerdo de París y, por tanto, no están en posición de unirse al consenso sobre esta materia”. Triste es tener que admitir que Merkel no se equivocaba al afirmar este fin de semana que Estados Unidos ha dejado de ser un socio fiable. Y nada menos que en un ámbito en el que el mundo se juega su propia supervivencia. Como si el cambio climático conociera fronteras…
Afortunadamente, el rechazo de Trump no ha impedido la ratificación del “fuerte compromiso” por parte de Canadá, Francia, Alemania, Italia, Japón, Reino Unido y las instituciones europeas con una rápida implementación del Acuerdo.
Ese es el papel que debe jugar Europa. Si en algo hemos destacado ha sido, precisamente, en servir de ejemplo para el resto del mundo en materia de lucha contra el cambio climático hasta el punto de que podemos afirmar que la descarbonización de nuestra economía no es un sueño inalcanzable, sino una posibilidad al alcance de la mano.
Precisamente, el Parlamento Europeo y el Consejo nos encontramos en pleno debate de las propuestas sobre energía limpia presentadas por la Comisión Europea a finales de noviembre. Medidas que buscan diseñar el sistema energético europeo para la próxima década, y que deben conducir a la UE a liderar la transición energética, reduciendo nuestras emisiones de GEI en, al menos, un 40% para 2030.
Dentro de ellas, juega un papel clave la nueva directiva de energías renovables con la que Europa aspira a recuperar su liderazgo no solo en la promoción y desarrollo de potencia instalada, sino también en capacidad para proveer y exportar tecnología por parte de las compañías europeas. Sin embargo, hay que lamentar que el objetivo del 27% propuesto por la Comisión es a todas luces insuficiente para cumplir lo acordado en París.
Como ponente del Parlamento Europeo para la propuesta de Directiva de renovables, he propuesto, entre otras modificaciones, elevar la cuota de energías renovables al 35% para 2030. Y lo he hecho por varios motivos:
En primer lugar, porque el desafío de limitar el aumento global de la temperatura media a 1,5°C marcado en el acuerdo de París exige esfuerzos adicionales. En segundo lugar, porque el objetivo propuesto por la Comisión apenas varía del escenario tendencial, por lo que no incentivará la inversión en tecnologías renovables, ni ayudará a la Unión a cumplir sus metas de descarbonización. Y, en tercer lugar, debemos aprovechar la oportunidad que nos brinda la bajada de costes de las tecnologías más maduras de producción de energía renovable, para que la Unión se abastezca de una energía más limpia segura, asequible, autóctona y generadora de empleo de calidad.
Pero de nada sirve un objetivo si no se vincula a quienes deben alcanzarlo. Si algo nos ha enseñado la directiva vigente es que la Unión está en vías de cumplir los objetivos marcados para 2020 precisamente por la existencia de objetivos vinculantes para cada Estado miembro. Por ello, he propuesto restablecer los objetivos nacionales vinculantes en el nuevo escenario a 2030, correspondiéndole a España una cuota del 36%. Desde luego, no reimplantarlos tendría un impacto lesivo en el fuerte crecimiento que han venido experimentando las renovables, reduciendo significativamente la seguridad, la confianza y los incentivos para invertir.
Y, hablando de seguridad, es necesario impedir cualquier tentación de retroactividad regulatoria, como ha sucedido en España, donde los cambios impulsados por el Gobierno no solo han provocado pérdida de confianza e inseguridad en el sector de las energías renovables y falta de acceso a la financiación para nuevas instalaciones, sino también un alto coste para las arcas públicas, que podría ir a más de continuar sufriendo varapalos como el reciente laudo del Ciadi.
Mi propuesta, por tanto, trata de fortalecer las previsiones introducidas por la propia Comisión Europea para evitar las fisuras por las que puedan continuar dándose cambios regulatorios retroactivos, estableciendo llegado el caso el derecho a recibir una compensación adecuada ante cambios como los sufridos en el régimen retributivo a las renovables, que ha llevado a la ruina a miles de ciudadanos en España.
Igualmente, es necesario fomentar el autoconsumo de energías renovables y, para lograrlo, debe impedirse que los autoconsumidores sean discriminados o se enfrenten a procedimientos o cargos desproporcionados de todo lo cual, nuevamente, el impuesto al sol del Gobierno es claro y triste ejemplo. Para evitarlo, mi propuesta incide en que los Estados miembros no deben someter la energía autoconsumida a impuestos o gravámenes de ningún tipo, siempre y cuando la energía producida permanezca fuera de la red.
Son solo algunos ejemplos, ejemplos concretos, de lo que se puede poner en marcha para hacer realidad los acuerdos alcanzados en París. Acuerdos posibles, realizables, incluso sin el concurso de naciones tan poderosas como los Estados Unidos. No es, desde luego, lo deseable, pero nada de ello puede hacernos desfallecer en nuestros compromisos. Ni como europeos, ni como españoles. Y sí, España debe demostrar compromiso. El Gobierno debe demostrar si quiere ser motor del cambio hacia una energía limpia o freno, como ha venido haciendo en el Consejo.
Sinceramente, no nos lo podemos permitir ni ambientalmente –nuestro país está en primera línea de fuego de los efectos adversos del cambio climático–, ni económicamente –perderíamos la oportunidad de generar crecimiento y empleo en sectores de actividad de altísima cualificación–. No es momento de construir muros, sino de retirar barreras y abrir las puertas a la transición energética. El tiempo se agota.
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