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Perú: en pie de calle por la democracia
La pasada semana hemos podido comprobar de primera mano la fuerza con la que el pueblo peruano está defendiendo en las calles lo que llevan años negándole en las instituciones: la democracia.
Bajo un nuevo Gobierno ilegítimo, agazapado en el poder ejecutivo sin refrendo popular alguno, la situación actual que vive el país se ilustra con un solo dato: más muertos por represión que días del nuevo Gobierno.
Más de 60 asesinatos y cientos de personas heridas; criminalización y persecución sistemática de organizaciones sociales y defensores de derechos humanos; estigmatización bajo acusaciones generalizadas de terrorismo; detenciones arbitrarias, torturas, malos tratos... son ahora el pan de cada día de un país militarizado que, bajo un régimen de excepcionalidad, ha dejado en suspenso cualquier atisbo de normalidad democrática, de garantía de derechos y libertades individuales básicas o de imparcialidad y respeto al debido proceso jurídico.
En ese contexto de represión, las protestas y movilizaciones las protagonizan de manera épica una amalgama de actores sociales y políticos diversos y plurales, unidos por el objetivo común de defender y avanzar en la democratización plena -institucional, económica y social- de Perú.
Sindicatos, estudiantes, fuerzas políticas, organizaciones campesinas y pueblos originarios, desde la diversidad de sus luchas, nos trasladan un análisis compartido: el pueblo peruano está hastiado de corrupción, de inmovilismo, de ver cómo los cambios estructurales que necesitan se desvanecen, elección tras elección, en las marañas en las que se han convertido las instituciones nacidas de la Constitución fujimorista de 1993.
Una Constitución profundamente neoliberal que maniata cualquier atisbo de esperanza y progreso imposibilitando la puesta en marcha de cambios políticos lo suficientemente ambiciosos para intentar construir democracia económica y social en Perú y mejorar el día a día de la mayoría social.
Nos hablan de reforma agraria, de la autonomía de los pueblos originarios y el refuerzo del carácter plurinacional del país, de la democratización económica y la redistribución de una riqueza nacional expoliada, del refuerzo de derechos básicos como la educación o la salud o del fin de unas relaciones laborales basadas en la semi-explotación y con un fuerte componente xenófobo.
Y para ello, llevan semanas poniendo sobre la mesa una hoja de ruta inequívoca: la renuncia inmediata del Gobierno de facto de Dina Boluarte, la convocatoria urgente de elecciones presidenciales y legislativas y el inicio de un proceso constituyente.
Es decir, poner rumbo hacia una nueva constitución, hacía una reforma estructural que cambie las reglas del juego impuestas tras el autogolpe de Fujimori en 1992.
Esa -concluyen uno tras otro todos los actores que la Delegación del grupo La Izquierda hemos encontrado- es la única vía de escape de un Estado carente de legitimidad y representatividad democrática, sin control real sobre los recursos naturales, en manos de empresas multinacionales, e incapaz de generar gobiernos que respondan a los retos, intereses y necesidades de la mayoría social.
Una nueva constitución como clave de bóveda para superar la crisis política medular en la que llevan años inmersos los peruanos y peruanas, que ha fraguado seis presidentes diferentes en los últimos cuatros años - con la mayoría de ellos encarcelados- y, sobre todo, para atajar una crisis social y económica endémica. Hoy, casi el 40% de los y las peruanas son pobres multidimensionales, es decir, carecen de recursos monetarios o acceso garantizado a servicios básicos de alimentación, educación o salud.
No es una receta nueva, ni un experimento. Es el mismo camino que países vecinos como Bolivia o Chile han emprendido en los últimos años con objetivo similar: el de romper el encorsetamiento constitucional, heredado del pasado autoritario y del neocolonialismo contemporáneo, que actúa como red de seguridad neoliberal para evitar cambios que cuestionen estructuralmente los privilegios de las élites económicas y políticas, nacionales y extranjeras, que campan a sus anchas en el país.
Porque -y aquí también hemos encontrado unanimidad entre todos los actores- la principal demanda que vertebra las movilizaciones y protestas es vista también como la única posibilidad de recuperar la soberanía económica y política, de poner los recursos naturales de los y las peruanas a trabajar en favor de los intereses de la mayoría y acabar así con un despojo de siglos.
Un nuevo proceso constituyente para deshacer democráticamente el entramado histórico de concesiones, privatizaciones, privilegios fiscales, desregulaciones ad hoc y corruptelas varias que, a día de hoy, favorece y posibilita el enorme expolio en el que se ha convertido la explotación de los recursos naturales nacionales por parte de empresas extranjeras, principalmente minería e hidrocarburos.
Y es que, esta vez, Perú no quiere quedarse fuera de la ola progresista de avance y consolidación de democracia, de igualdad y derechos para la clase trabajadora que, afortunadamente, vuelve a inundar las venas de América Latina.
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