Espacio para la reflexión y el análisis a cargo de parlamentarios europeos españoles.
A veces, una cosa, de tanto sabida, se olvida: una reflexión sobre los Derechos Humanos
El 10 de diciembre se celebraron los 67 años de la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos por la Asamblea General de Naciones Unidas. Casi 70 años en los que hemos avanzado en la extensión y profundización de los derechos y libertades que recoge esta Carta. Aunque no tanto como, seguro, pensaron sus redactores, entre los que se encontraba, por ejemplo, Eleanor Roosevelt, o el vasco-francés René Cassin, que consagró su vida a la defensa de la paz y la justicia, y que elaboró el primer borrador de la Declaración, recibiendo por ello el Nobel de la Paz en 1968.
Pero como bien decía Miguel de Unamuno, a veces, una cosa, de tanto sabida, se olvida.
Desde que llegué al Parlamento Europeo, hace ya año y medio, no he parado de pelear a brazo partido para que los Derechos Humanos sean reconocidos y respetados por esta respetable casa, que alardea sin descanso de ser una exportadora de derechos y libertades al resto del mundo.
Nada más lejos de la realidad. La Unión Europea, en su superioridad política y sobre todo económica, se impone como un monstruo neocolonizador en aquellas regiones y Estados que aún creen que somos, o podemos ser, una versión humana del capitalismo y del libre comercio. Y eso no existe.
La Unión Europea no nació para esto. Pero hoy su principal función es atornillar al suelo de muchos países en vías de desarrollo alfombras rojas para que nuestras grandes empresas - y a veces no tan grandes - tengan vía libre para explotar, especular y endeudar el futuro de muchas personas. A través de los tratados de libre comercio consiguen blindar los supuestos derechos de los inversores europeos en aquellos países que buscan desesperádamente el desarrollo y el bienestar de sus gentes, salir de la pobreza y de la inseguridad. Quieren, con toda legitimidad, disfrutar de las comodidades y beneficios de una sociedad económica, social y tecnológicamente avanzada como las nuestras.
Pero ese no es el camino que les lleva a un desarrollo justo, respetuoso con los Derechos Humanos, con la Tierra, ni con los pueblos. Estos tratados son muchas veces impuestos a la fuerza con amenazas comerciales o con retiradas de ayudas al desarrollo, como se comprobó en el caso de Ecuador gracias a una filtración. Hoy, Ecuador está dispuesto a unirse al tratado que la UE ya firmó con Perú y Colombia, y que ha traído mucho dolor a miles de personas, algunas expulsadas de sus tierras, otras amenazadas - o asesinadas - por sicarios del capital, por el hecho de defender los derechos laborales o de los pueblos indígenas. Son noticias que no ocuparán nunca las portadas de los periódicos, pero están pasando, cada día. Y detrás estamos nosotros, los europeos, nuestras instituciones, nuestros políticos y nuestras empresas.
Pero ojo, el objetivo de este capitalismo inhumano no son solo los países pobres. Todos lo somos. En Europa, EE.UU. y en el resto de países ricos estamos viviendo todo un proceso ofensivo por parte de los grandes poderes económicos, y lo peor de todo es que ni siquiera nos estamos enterando, tan inmersos como estamos en nuestras respectivas peceras de aparente bienestar, y digo aparente porque las políticas de austeridad son el primer escalón de este brutal ataque a la igualdad. Y miles de familias ya viven, en la práctica, fuera de los estados de bienestar.
Debemos medir correctamente la magnitud de la amenaza que representan los tratados comerciales y de inversión que se están negociando, y organizarnos desde todos los rincones de la sociedad para detenerlos.
El TTIP entre la UE y EE.UU.; el TiSA - tratado para liberalizar el comercio de servicios - entre más de 50 países, incluidos los de la UE; o el ya redactado TPP, entre EE.UU. y varios países del Pacífico, constituyen todo un entramado legal que pretende vaciar de capacidad legislativa a los parlamentos, además de adelgazar los derechos conquistados, tras muchas décadas, por muchas generaciones. Derechos que son considerados obstáculos al comercio por parte de algunas empresas para las que son una molestia - y un freno a su avaricia - conceptos como el salario mínimo, las subvenciones públicas a determinados sectores o la mera existencia de empresas y servicios públicos. Esto no son suposiciones mías, esto es lo que leo cada día en los documentos a los que tenemos acceso, así como en las cartas y correos que nos llegan desde los 'lobbies', donde con palabras muy cuidadas y bonitas dejan claro cuál es su lista de deseos. Cuando entro en la 'Reading Room' - sala de lectura donde se confiscan algunos documentos de la negociación del TTIP y a la que accedemos los eurodiputados como a una cámara secreta, sin móvil y vigilados por un funcionario – veo que han conseguido que su lista para los Reyes Magos se ponga sobre papel, formando parte de las exigencias de la UE al gobierno de los EE.UU., y viceversa.
A muchos inversores les molestan las limitaciones que los Estados les imponen con el fin de proteger al consumidor, al trabajador, al medio ambiente. Les molesta tener que cumplir con las leyes con las que cumplimos todos, y juegan con la fuerza que les da su enorme capital, capaz de desestabilizar el mercado de valores de un país o de hacer que suba su prima de riesgo. Tienen la sartén por el mango. Con tanto capital es también fácil comprar voluntades políticas.
El golpe maestro es una armadura legal que acompaña a estos tratados y centrado en la protección al inversor. Este es el Caballo de Troya de la ofensiva neoliberal. Estas cláusulas permiten a una empresa o inversor extranjero - y solo extranjero - demandar a un Estado si considera que una legislación le perjudica por impedir la obtención de los beneficios que esperaba. Sí, que esperaba. solo demostrando la intención que tenía de invertir y sus expectativas de ganancia es suficiente para iniciar una demanda de este tipo.
Pero aún puede ser peor. Estos casos no los dirime un tribunal doméstico y público, sino una corte privada formada por tres árbitros. ¿Y qué ley aplicarán? ¿Se basarán en la legislación del Estado en cuestión, estudiarán las normas internas o revisarán la jurisprudencia? No. Estos árbitros privados solo aplicarán los principios del tratado, aunque con ello contradigan o violen la jurisdicción interna del país. En resumen, estos tratados crean una justicia privada y paralela, superior a cualquier ordenamiento interno y a cualquier otro tratado ratificado, y les otorga a los inversores el poder de cuestionar la capacidad legislativa de un Estado, vaciándolo de facto de todo sentido, atacando directamente a los cimientos de la soberanía.
¿Y aquí acaba todo? No, falta la guinda. Si la corte de árbitros decide fallar a favor del inversor, el Estado deberá indemnizarle con dinero público. Estas indemnizaciones son todas millonarias, como millonaria es la defensa, que no suele bajar de los 8 millones de euros.
¿Y qué tiene que ver todo esto con el aniversario de la Declaración de Derechos Humanos? Todo.
Si en el año 1948 se consiguió consagrar en un solo documento los derechos que hoy todos consideramos básicos, fundamentales, incuestionables, nos despertamos hoy con un atentado directo a esta corriente que puso la dignidad de las personas por encima de cualquier otro valor. El comercio no puede ser un derecho superior a los Derechos Humanos, no puede estar por encima de la soberanía de los Estados, no puede vaciar de contenido toda la malla legal - vinculante o no vinculante - que nos hemos ido dando durante sucesivas décadas para proteger a las personas y a la Tierra de los abusos del poder, ya fuera político, militar o económico. De repente, el comercio se convierte en un dios, se pone en un altar y se le rodea de una valla con pinchos que hacen estallar algo tan básico e inmutable como el Estado de Derecho. Esto tampoco lo digo yo, lo dice Alfred de Zayas, relator independiente de Naciones Unidas, que en su último informe a la Asamblea General expone con toda claridad de qué manera estas cláusulas de protección al inversor minan claramente los Derechos Humanos. Este experto usa la frase “vértigo moral” para definir su sensación al haber estado más de dos años estudiando este tema.
No estamos en contra del comercio. Pero no es éste el comercio que queremos y que necesitamos. No es éste el tipo de comercio que facilita la extensión y profundización en el bienestar de las personas, ni el que respeta los derechos y libertades adquiridos, ni el que cuida el medio ambiente que es la única casa que tenemos, ni el que permite a los Parlamentos legislar según el mandato dado por los ciudadanos. No podemos permitir que llegue un día en el que votar no sirva de nada porque la soberanía ya no esté en manos de los pueblos sino en las de tres árbitros que nadie puede ni votar ni vetar.
Por eso es tan importante descubrir la posición de los partidos políticos ante estos tratados que pueden cambiar nuestras Democracias. Es fácil comprobar que los partidos tradicionales son cómplices de la opacidad y falta de información pública sobre ellos, sin embargo en el Parlamento Europeo se han retratado en múltiples ocasiones votando a favor de los intereses de los más grandes y en contra de los derechos de la mayoría. En Podemos lo tenemos claro, nuestro programa incluye sin dobleces la supremacía de los Derechos Humanos sobre cualquier interés económico de unos pocos que ya lo tienen todo.
Parece que esto de los Derechos Humanos, algunos no lo tienen tan sabido, aún no.
El 10 de diciembre se celebraron los 67 años de la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos por la Asamblea General de Naciones Unidas. Casi 70 años en los que hemos avanzado en la extensión y profundización de los derechos y libertades que recoge esta Carta. Aunque no tanto como, seguro, pensaron sus redactores, entre los que se encontraba, por ejemplo, Eleanor Roosevelt, o el vasco-francés René Cassin, que consagró su vida a la defensa de la paz y la justicia, y que elaboró el primer borrador de la Declaración, recibiendo por ello el Nobel de la Paz en 1968.
Pero como bien decía Miguel de Unamuno, a veces, una cosa, de tanto sabida, se olvida.