Llegar a Lisboa pedaleando desde mi casa, siguiendo el Tajo, fue el motivo de esta ruta. Es una vivencia atávica la de viajar transportados por nuestras propias piernas cientos de kilómetros. La que hemos tenido durante miles de años los humanos. Hoy la siguen haciendo obligados millones de migrantes, mientras que otros podemos permitirnos elegir disfrutarlo como viaje.
O Tejo é mais belo que o rio / que corre pela minha aldeia, / Mas o Tejo não é mais belo que o rio / que corre pela minha aldeia / Porque o Tejo não é o rio / que corre pela minha aldeia
La bici representa para mí la oportunidad única de sentir realmente un viaje en el que el viaje mismo cobra sentido. Como andar, pero ligero y con la libertad para explorar que caminar no te permite, salvo teniendo todo el tiempo del mundo. Emprendí la marcha con la idea de disfrutar de un paseo prolongado, pero las dificultades y exigencias de algunas etapas lo convirtieron por momentos más en proeza agónica.
Desde la parte más alta de Madrid al final de Arturo Soria, cruzo la ciudad de norte a sur. Llego a Getafe, asciendo el pequeño puerto de la Marañosa, bordeo San Martin de la Vega y entro por la carretera antigua a Aranjuez. El recorrido más largo que había hecho hasta la fecha, 62,5 kilómetros.
Recorro la vega de Aranjuez junto al Tajo, por el canal de las Aves y el Camino Natural del Tajo, GR113, hasta casi llegar a Toledo. No tenía previsto entrar en Toledo, por el esfuerzo que suponen sus cuestas, pero recordar que tiene un ascensor me hizo caer en la tentación de tomarme un café en la plaza de Zocodover. Camino de La Puebla, sufro el calor y cierta desesperación por la alarmante escasez de agua disponible.
Encontré la plácida sombra para recuperarme con una agradable siesta en un terreno esponjoso. Terreno que fue una dura trampa cuando tocó retomar el camino. Los Arenales lo llaman, un sitio donde es milagro que crezca la vegetación y los árboles que los poblaban. Cuatro o cinco kilómetros empujando la bicicleta, sin líquido que beber en plena ola de calor a las seis de la tarde, refugiándome cada poco bajo la sombra de algún frutal con los frutos demasiado verdes para poder extraer su jugo. Llegué a la Puebla de Montalbán, 88,6 km después, muerto de sed sin encontrar a mano un bar para tomar la cerveza fría cuya imagen me dio fuerzas para superar el trance. No tuve mucho tiempo tampoco para apreciar algún encanto en este pueblo origen de la Celestina y del autor que la creó, Francisco de Rojas.
Tercera etapa: hacia Talavera y tren a Cáceres
Madrugar fue duro. Pero los kilómetros eran menos para llegar a Talavera de la Reina, donde tenía que tomar un tren para Cáceres evitando así el tortuoso camino, para mí, de seguir el Tajo atravesando todo el parque de Monfragüe. Seguí el Tajo como era mi intención, al menos hasta Talavera, por alguna pista al salir de la Puebla en la que descubrí como eran los árboles del pistacho que están ocupando cada vez más terreno en esa zona. Ignoré la recomendación de un paisano andarín que me sugirió un camino para disfrutar del paisaje del otro lado del río por la paliza del día anterior y por las prisas.
Desde Malpica del Tajo, seguí por carretera nacional bastante llana y de buen arcén disfrutando de las vistas de la sierra de Gredos que me acompañaba, no demasiado lejos, en el camino. Talavera fue una agradable sorpresa. Una ciudad bien urbanizada con árboles y con un casco antiguo con importantes restos árabes. Le siguió un cuidado paseo junto a un Tajo caudaloso y ancho con varios puentes singulares de varias épocas desde el medieval de piedra al ultramoderno de tirantes que ostenta el récord de edificio más alto de España. La siesta esta vez fue junto al río, aunque en dos intentos porque en el primero unos aspersores me sorprendieron en mitad de una alameda tapizada de una agradable pradera. Poder viajar con la bici en el tren desde allí hasta Cáceres fue todo un jaleo por un cambio de tipo de tren debido a obras en las vías lo que suponía requisitos inesperados, aunque resueltos finalmente gracias a la amabilidad de una revisora que me dejó poner la bici sobre unos asientos vacíos.
Mi viaje se había convertido en lo que no quería: una sucesión de esfuerzos sin apenas margen para distraerme en el camino. No poder visitar Cáceres fue una de las renuncias que tuve que asumir, porque al día siguiente otra vez tocaba madrugar
Envuelta totalmente en film plástico, como si fuese crisálida con las ruedas quitadas y el manillar girado, me costó subirla al tren junto con las alforjas y aún me costó más bajarla en Cáceres. Por fin, llegué al hostal Al Qaceres con apenas tiempo para dar un pequeño paseo nocturno. Allí me di cuenta de que mi viaje se había convertido en lo que no quería: una sucesión de esfuerzos sin apenas margen para distraerme en el camino. No poder visitar Cáceres fue una de las renuncias que tuve que asumir, porque al día siguiente otra vez tocaba madrugar.
Por carretera nacional, con buen arcén y más bien bajando, me preocupaba sobre todo el ascenso del puerto a la Sierra de San Pedro que había que superar llegado a Aliseda. Pasé del navegador e hice, afortunadamente, caso al camarero del bar donde tomé un café, siguiendo por la carretera en vez de por el Camino de los Aljibes. Atravesando la sierra, tuve que renunciar a visitar las minas y parajes curiosos de estas antiguas explotaciones.
A 15 kilómetros de mi destino, Alburquerque, se me ocurrió mirar el navegador. Me mostraba como posible alternativa un camino de interés turístico por las dehesas. Marcado con un cartel, no pude resistirme. Precioso camino en el que sorteé numerosas cancelas que cerraban el paso ignorando, con indignación, las advertencias de no pasar por estar casi seguro que lo hacían —como suele ser— por apropiación indebida de la vía para proteger cotos o el resguardo del ganado. En algún momento, perdí totalmente el camino y, aunque por orientación sabía dónde se situaba el pueblo, los montes me obligaban a seguir por las veredas entre ellos. Me falló la conexión durante un tiempo cuando más lo necesitaba y el agua se me acabó poco después, a pesar de que esta vez había hecho mayor acopio.
Tras subir alguna que otra cuesta matadora y sufrir mucho calor, llegué a mi destino. Con una frugal comida y mucha agua, recuperé fuerzas en el hotel. Luego, saqué fuerza de donde no había para subir andando las cuestas que conducían hasta el impresionante castillo del condestable de Castilla, Álvaro de Luna, que tuvo una existencia azarosa de intrigante, escritor y consejero de reyes, señor de la guerra y pendenciero que acabó malparado. Y desde allí, subido en una de sus altas murallas, pude observar un gran incendio a escasos kilómetros del pueblo mientras hidroaviones y helicópteros iban y venían volando sobre mi cabeza o incluso más bajo que el propio castillo. Un espectáculo dantesco más bélico que infernal. Curiosamente, Alburquerque me sonaba a nombre de batalla, por el pueblo homónimo de Estados Unidos involucrado en su guerra civil.
Quinta etapa: Castelo de Vide
Madrugar fue nuevamente duro. Pero la impresión fue mágica, como si atravesase un espejo un recorrido casi simétrico. A un lado del espejo, el camino me llevaba cuesta abajo hacia la frontera y desde allí hacia arriba hasta Castelo de Vide. Otro pueblo en alto y coronado también por un castillo. Una cuesta suave y larga, que disfruto escuchando fados y atravesando pueblecitos con fachadas bien cuidadas y pintadas en jambas y puertas de azul. Castelo era también casi un doble de Alburquerque, pero mucho mejor cuidado. Con castillo abierto y su burgo medieval, casas con placas de premios por su buen mantenimiento y una judería con sus edificios singulares de portales ojivales, perfectamente identificadas y valoradas, al contrario que su gemela de Alburquerque, casi echada a perder e ignorada por sus habitantes.
El hotel fue el mejor de mi viaje. Una antigua estación reconvertida en hostal que había estado en servicio hasta hace solo diez años, en la línea principal de Madrid a Lisboa. Pensao Destino, gestionada por una pareja de mujeres muy agradables y hospitalarias. Un bonito y pintoresco lugar con las paredes alicatadas al estilo portugués con cerámicas blanquiazules que representan estampas del lugar. En el que era su antiguo andén, junto a unas vías que aún siguen instaladas, cené un queso de la tierra y una lata de 'bacahlau à portuguesa' que me agencié en Castelo con una copa de vino a la que amablemente me invitaron las dueñas de la pensión. Me recreé imaginado que entre la neblina que se estaba formando llegaba un tren fantasmal con viajeros espectrales de los que venían antiguamente a tomar los famosos baños de esta localidad.
Sexta etapa: hacia Abrantes
Desde los montes donde está Castelo de Vide hasta retomar el río, cerca de Abrantes, es básicamente cuesta abajo. Se presentaba así una jornada bastante tranquila, de 80 kilómetros. Imposible intentar buscar rutas en bici en el navegador del móvil, porque no aparecen en Portugal por alguna razón que aún desconozco. Me pierdo, cruzo por dehesas y un tramo de autovía y, finalmente, llego a Abrantes.
Me pierdo, cruzo por dehesas y un tramo de autovía y finalmente llego a Abrantes. La ciudad me espera también arriba de un monte, esta vez coronada por una fortaleza menos antigua
La ciudad me espera también arriba de un monte, esta vez coronada por una fortaleza menos antigua. La subida a la parte más alta, donde está mi hotel, es con diferencia la más empinada y aunque llego menos cansado y esta vez bien hidratado, no me libro de volver a empujar durante unas decenas de metros. El hotel es peculiar, colgado sobre una ladera, no tan confortable y ausente de servicios para llamarse hotel. La ciudad parece deshabitada, pues no parece un destino capaz de competir con las playas a mediados de agosto.
La nueva jornada transcurre acompañando el Tejo, recuperando así el 'leit motiv' del viaje. 65 kilómetros previstos por la amplia vega de un Tejo que ya es muy ancho. Por la N3 me veo obligado a ir subiendo y bajando para sortear la nueva autopista que la sustituyó. Paso por parajes muy variados y pintorescos, pueblos grandes o ciudades pequeñas como como Constanza, donde el Tejo gira casi 90 grados para descender hacia Lisboa. Tierras de grandes haciendas y buenos vinos, de tradición en la cría de equinos, con calles y carreteras de adoquines, como Golega y Azinhaga, “la aldea más portuguesa de Ribatejo”, que vio nacer a Saramago y donde “la siesta es religión y la bicicleta es la hija predilecta de esa parsimonia muy parecida a la paciencia”, dice un folleto turístico.
La siesta es religión también para mí, pero no es momento. Y en bicicleta, con menos parsimonia de la deseada para visitar estas localidades, llego hasta Santarem. Buen susto me llevo al ver que también se yergue sobre una peña, pero afortunadamente no se repite la historia y la estación donde voy a tomar el tren para Lisboa está en el llano. Siguiendo el consejo de otro ciclista, evité intentar llegar en bici a Lisboa, porque hay que atravesar un denso enjambre autopistas y carreteras.
Tras apenas una hora de viaje, llego a la estación de Santa Apolonia. ¡Lisboa! El placer de este reencuentro se ve bruscamente interrumpido más tarde, cuando descubro que me he dejado olvidada la mochila junto a la estación. Se ha quedado en mitad de una plaza, en el suelo, con toda mi documentación. En esprint me toca volver a por ella desde la Vía Augusta, ya pasado el arco de la Plaza de Comercio, donde me di cuenta de que no la llevaba. Increíblemente, después de veinte minutos nadie la había cogido.
Al día siguiente, desde el hotel voy en bicicleta hasta la Torre de Belem dando un bonito paseo junto al río por un carril bici entre 'docas', estaciones fluviales, los rojos pilares del impresionante Ponte 25 de Abril y sobre el poema que encabeza este artículo, escrito sobre el pavimento de este carril. Recorro algunos centenares de metros más allá de la Torre de Belem donde se aprecian con claridad los límites de las riberas del Tejo, ya volcado en el Atlántico. Misión cumplida. Toca volver a casa tras en un viaje de siete hora de autobús.
Con muy poco se puede hacer un viaje como este. La bici, modelo básico Btwin de hace más de quince años, de ruedas de 70 centímetros con cubiertas mixtas y un peso de unos once kilos. Un par de alforjas para la bici y una mochila. Llevo en ellas lo más básico de electrónica y material para mantenimiento de la bici, nutrirme, hidratarme, asearme y protegerme del sol, botiquín, un saco de dormir y esterilla por si tocaba pernoctar en el camino. Todo ello sumaba unos diez kilos más. Navegador Google Maps y Strava para registrar la ruta.
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