Elena Zudaire (Pamplona, 1976) es vitoriana de adopción desde hace 14 años. Licenciada en Periodismo ha ejercido en la radio y la prensa local y vasca. Hace cuatro años cambió su rumbo profesional hacia la gastronomía inaugurando la escuela de cocina 220º pero sigue vinculada a la comunicación con colaboraciones habituales como esta columna, una mirada con un punto ácido hacia una ciudad en constante cambio.
A esos bárbaros vascones que nos roban el trabajo y las mujeres
Andaba nuestro diputado general inquieto, revolviéndose por los rincones del palacio foral, incómodo, incompleto. Algo no andaba bien en su precampaña. No acaba de cuajar, le faltaba esa cosa, ese argumento que le lanzara al estrellato mediático. Su colega de partido y alcalde de la ciudad lo había conseguido y lanzaba metralla cada vez que tenía ocasión contra el colectivo de magrebíes, pakistaníes y subsaharianos, acusándoles de robar a los vitorianicos sus ayudas sociales con una suerte de argumento sacado de la chistera de sus estrategas de comunicación.
El alcalde tenía madera de político, envidiaba De Andrés. Aunque él tampoco podía quejarse. De ser jefe de comunicación hacía años había logrado que el partido le aupara hasta convertirlo en gobernante de todos los alaveses, de un territorio tan diverso y tan diferente de norte a sur. Que no es moco de pavo. Sin embargo, los días se le echaban encima y la campaña y las urnas le esperaban a la vuelta de la esquina. Por si fuera poco, la fatalidad empañaba la imagen del PP en otros lugares del país en forma de corrupción y abusos, noticias que no le iban a ayudar mucho en mantenerse en el sillón foral.
Necesitaba algo impactante, que tocara el corazón del alavesismo más aldeano, ése que brilla por su ausencia en la mayoría del electorado del territorio pero que bien podía asegurarle un puñado de votos. Al fin y al cabo, Maroto había triunfado con su recogida de 32.000 firmas contra los moros a través de esa oficina que no tenía ni permisos y que tuvo que conseguir aprisa y corriendo, algo fácil para quien surfea en el poder. Pero él, pobre De Andrés, no tenía nada. Hasta que, por fin, las noches de insomnio en busca de una solución tuvieron su resultado.
En el baño, por la calle, en el despacho, la idea iba cuajando en su mente. ¿Por qué no les damos a los alaveses donde más les duele? Al fin y al cabo, todo el mundo conoce a alguien que se ha visto perjudicado por no saber euskera alguna vez en su vida. ¿Por qué no atacamos a los nacionalistas, al gobierno de Urkullu, de Ibarretxe, de Cuerda, a los batasunos (que a este paso van a conseguir irse de rositas), y les recordamos en este momento de crisis toda la millonada que se ha invertido en eso que llaman normalización del uso del euskera? El euskera es una lengua impuesta, se convencía De Andrés, todo el mundo sabe que en este territorio nunca se ha hablado mayoritariamente y que sólo ha servido para beneficiar a un montón de abertzaloides. Y ya que no podemos emplear el terrorismo para ganar votos (qué tiempos aquellos…), vamos a lanzar nuestros dardos contra esa lengua tan politizada. Y lo vamos a hacer a lo grande, se animaba el diputado general. Voy a hacerlo junto a mi colega Iñaki Oyarzabal, dos mejor que uno.
Y así fue. Javier de Andrés se despachó a gusto en una rueda de prensa en la que, emulando a Javier Maroto pero focalizando sus iras en sus propios vecinos, acusó a gipuzkoanos y bizkainos de llevarse nuestros trabajos (le faltó decir que también se llevan a nuestras mujeres) y definió a EH Bildu y otros colectivos como “morralla”. Y él y Oyarzabal se quedaron tan anchos. Porque ha llegado un momento en el que ocupar un sillón te permite decir lo que quieras, como quieras y cuando quieras sin consecuencias.
Soy navarrica, nací en una comunidad también muy diversa que en educación ha tenido sus más y sus menos con el euskera, por lo menos cuando yo iba al cole. Así que no lo aprendí de pequeña. Cuando vine a Euskadi (porque Álava también lo es), me encontré con gente que me discriminó por no hablar euskera (lo siento; talibanes hay en todos los sitios), gente que me enseñó la riqueza de la lengua y la cultura euskaldunes, gente que sufría por sacarse el EGA, gente que disfruta enseñando euskera… En un intento por acercarme a esta lengua, única y preciosa, hice un curso intensivo con Fito, un profe que debería ser premiado por su empeño en enseñar. Hoy en día, no lo hablo, pero gracias a Fito lo entiendo mejor. Con mi marido a veces chapurreo e incluso me atrevo a pedir un kafe esne bat mesedez en algunos bares. Todavía hay quien me reprocha mi desconocimiento (qué le vamos a hacer) y todavía me encuentro a quien me contesta en euskera aunque yo le hable en castellano. Todavía hay gente que politiza la lengua y la cultura vascas y los seguirá habiendo porque hay cosas que son inevitables.
Pero tengo claro que mis hijos estudiarán en euskera porque es una lengua que define y forma parte inseparable del lugar en el que vivirán, porque la cultura debe transmitirse. Y aprenderán a expresarse en castellano porque también forma parte de este lugar y, sobre todo, porque me preocuparé de enseñárselo. Espero que además aprendan a hablar inglés, por ejemplo, porque querrán viajar y poder comunicarse allá donde no se hablen las lenguas que se hablan en su casa. Y porque el saber no ocupa lugar, frase tópica y manida pero de lo más acertada, que a algunos les viene fatal para que la gente piense por sí misma.
Pese a que Álava esté más lejos de la costa y más cerca de La Rioja, pese a que hay algunos que se empeñan en desempolvar aquellos viejos eslóganes que pedían (sin tener ni idea de lo que estaban pidiendo) una “Álava como Navarra”, negar la evidencia de que el euskera forma parte del territorio alavés es de una ignorancia supina, o peor, de una mezquindad insoportable por lograr un puñado de votos. En ambos casos, serían características sorprendentes si definieran al diputado que fue elegido para dirigir y representar a la tierra alavesa, entre cuyos votantes, por cierto, imagino que habrá unos cuantos que también hablarán euskera.
Andaba nuestro diputado general inquieto, revolviéndose por los rincones del palacio foral, incómodo, incompleto. Algo no andaba bien en su precampaña. No acaba de cuajar, le faltaba esa cosa, ese argumento que le lanzara al estrellato mediático. Su colega de partido y alcalde de la ciudad lo había conseguido y lanzaba metralla cada vez que tenía ocasión contra el colectivo de magrebíes, pakistaníes y subsaharianos, acusándoles de robar a los vitorianicos sus ayudas sociales con una suerte de argumento sacado de la chistera de sus estrategas de comunicación.
El alcalde tenía madera de político, envidiaba De Andrés. Aunque él tampoco podía quejarse. De ser jefe de comunicación hacía años había logrado que el partido le aupara hasta convertirlo en gobernante de todos los alaveses, de un territorio tan diverso y tan diferente de norte a sur. Que no es moco de pavo. Sin embargo, los días se le echaban encima y la campaña y las urnas le esperaban a la vuelta de la esquina. Por si fuera poco, la fatalidad empañaba la imagen del PP en otros lugares del país en forma de corrupción y abusos, noticias que no le iban a ayudar mucho en mantenerse en el sillón foral.