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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Estamos en campaña.....¡Sálvese quien pueda!

¡Socorroco! ¡Sálvese quien pueda! ¡Las mujeres y los niños primero! Cojan lo imprescindible y huyan a refugiarse a un lugar sin periódico, radio, televisión o internet. Ya esta aquí… ¡Ya llegó! Intentará engatusarles con sus encantos. Tratará de embelesarles con sus cantos de sirena. Pero no se engañen… ¡Váyanse antes de que sea demasiado tarde y sus tentáculos les envuelvan sin piedad! La campaña electoral ha regresado, está ávida de ciudadanos frescos y su apetito voraz no tiene medida...

Vale, igual me he pasado un poco. Pero es mejor tomárselo con humor, ¿no creen? Hay que ver cómo pasa el tiempo. ¡Cuatro años nada menos! Parece que fue ayer cuando se nos petaba el buzón de coloridos folletos y los candidatos salían de sus guaridas para recitar mítines, besar niños y apretar manos con mirada penetrante y sonrisa profident. Cierto es que las cosas ya no son como antes y que no es tan impactante como lo era antaño esa carrera de 15 días hacia las urnas, en la que los elegidos se jugaban el puesto y lucían su mejor plumaje por el ansiado puñado de votos. Ahora casi siempre estamos en campaña encubierta por un motivo u otro. Mirándolo por el lado positivo, esta vez el pastel debe repartirse entre algún partido más de los habituales, así que prepárense para novedosos actos electorales que pueden hacer la cosa más entretenida, por qué no.

En mi última campaña como plumilla, hace ya algunos años, escribí uno de los reportajes que más me ha divertido en mi labor periodística y que versaba sobre la imagen de los candidatos. Es algo que siempre me ha fascinado. Detrás de un político que aspira a un sillón siempre hay una, dos o diez personas que estudian al milímetro sus citas electorales, su vestimenta, sus gestos, su rictus... Amén de, por supuesto, todo lo que diga en un debate o en un mitin.

Porque, en el fondo, el elector es una persona con sentimientos y a ellos hay que apelar en busca del preciado voto. Tocar esa tecla secreta, sobre todo en los indecisos, (que cada vez son más) para provocar que ese día, en el centro cívico de turno, la mano del votante elija una u otra papeleta. Así que nuestros hombres y mujeres dedicados a la res publica estarán ya listos para calzarse las botas de monte, empuñar una pala de obra, despojarse de la corbata, remangarse la camisa, relajar o sofisticar el maquillaje, brindar campechanamente, modular su tono, montarse en una bici súper green, emocionarse con el abrazo cargado de fingido apoyo de los pesos pesados de sus partidos, ofrecer una imagen de familia feliz o de comprometido agente del bienestar y el progreso ciudadano... Y los candidatos neófitos de los nuevos partidos, quien sabe, harán lo que puedan para salirse de esos clichés, para atusarse las rastas, enrollarse el pañuelo progre al cuello y demostrarnos por activa y por pasiva que merecen más nuestro voto porque son diferentes, porque ellos sí son como nosotros.

En el fondo, la campaña es como la gira de consagración de una folclórica. Días interminables, actuación tras actuación. Recuerdo que hubo algo que me dejó ojiplática en la elaboración de aquel reportaje. Uno de mis entrevistados fue un conocido estilista que tenía a muchos políticos y a muchas de sus parejas como clientes (sí; ellos y ellas también forman parte del juego, en mayor o menor medida). Aquel hombre me confesó que, más allá de un pelo y un cutis impecables, hasta hay quien se hace algún retoquito a base de botox a media campaña. Por supuesto, como buen profesional, nunca me dijo quién… ¿Se lo imaginan?

En estos días escucharán las promesas más bonitas que nadie les haya hecho jamás. Transparencia, seguridad, progreso, igualdad, trabajo, futuro... También escucharan la palabra democracia, esa invención griega que hemos desvirtuado con los años. Los griegos tenían sus jerarquías y sus esclavos, las cosas como son, pero al menos perseguían el consenso. El pueblo hablaba y hablaba hasta lograr un acuerdo. Ahora los políticos no hablan, imponen. Ahora creemos que votar una vez cada cuatro años es vivir en una democracia. Dejamos que otros hagan y deshagan para quejarnos de ellos en el bar. Y, en el peor de los casos, les otorgamos de pleno derecho la varita mágica de la mayoría absoluta que convierte a la democracia en una dictadura encubierta.

¡Socorroco! ¡Sálvese quien pueda! ¡Las mujeres y los niños primero! Cojan lo imprescindible y huyan a refugiarse a un lugar sin periódico, radio, televisión o internet. Ya esta aquí… ¡Ya llegó! Intentará engatusarles con sus encantos. Tratará de embelesarles con sus cantos de sirena. Pero no se engañen… ¡Váyanse antes de que sea demasiado tarde y sus tentáculos les envuelvan sin piedad! La campaña electoral ha regresado, está ávida de ciudadanos frescos y su apetito voraz no tiene medida...

Vale, igual me he pasado un poco. Pero es mejor tomárselo con humor, ¿no creen? Hay que ver cómo pasa el tiempo. ¡Cuatro años nada menos! Parece que fue ayer cuando se nos petaba el buzón de coloridos folletos y los candidatos salían de sus guaridas para recitar mítines, besar niños y apretar manos con mirada penetrante y sonrisa profident. Cierto es que las cosas ya no son como antes y que no es tan impactante como lo era antaño esa carrera de 15 días hacia las urnas, en la que los elegidos se jugaban el puesto y lucían su mejor plumaje por el ansiado puñado de votos. Ahora casi siempre estamos en campaña encubierta por un motivo u otro. Mirándolo por el lado positivo, esta vez el pastel debe repartirse entre algún partido más de los habituales, así que prepárense para novedosos actos electorales que pueden hacer la cosa más entretenida, por qué no.