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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Perros de ciudad

Leo hace unos días en la prensa que el departamento que lidera Leticia Comerón tuvo que acometer después de nuestras nieves una labor muy especial y sumamente agradable: limpiar las mierdas de los perros cuyos dueños dejaron clandestinamente ocultas por el manto blanco que cubrió nuestra ciudad. Qué rico, ¿eh?

Por si a alguien le asalta la duda, vaya por delante de esta columna que me encantan los perritos de toda raza y condición. Y no tengo uno por puro egoísmo. Llevando la vida que llevamos mi santo y una servidora, el pobre animal estaría horas y horas solo en un piso minúsculo y no quiero sentirme fatal por ello. Suelo disfrutar de un pastor alemán enorme y bonachón que se llama Yul y te ahoga de una lametada. Me parto cuando duerme porque sueña que corre y mueve las patas tumbado. Lo único que quiere es que le tires palos y juegues con él y, como buen perro, siempre que te descuides te robara el pollo del plato. Pero, si se le cruzara el cable, un bocado de esta monada de chucho podría llevarte media cara. Su dueño es muy consciente de ello y, aunque se desvive en cuidados, lo mantiene muy a raya. Suele decirme este dueño que el problema de tener un perro no es el perro sino el dueño.

A mí son esos dueños los que me ponen enferma. Son algunos, por favor, léase con detenimiento esta palabra, que viene a significar que no son todos ni mucho menos. Esos dueños que te obligan a aguantar a su perro y sus circunstancias te guste o no. A los que eso de las normas y del convivir ciudadano, pues no va con ellos oye. Desconozco al dedillo la normativa de tenencia de animales pero hay un par de cosas que creo que están claras: el perro en ciudad debe ir atado y su dueño está obligado a recoger sus caquitas y tirarlas a una papelera. Y son precisamente estos dos aspectos de la normativa los que más se saltan a la torera los protas de esta columna que son, una vez más, los dueños y no los perros.

Vivo cerca de uno de los parques del anillo verde más transitados de la ciudad y si me dieran un euro por cada perro suelto que cuento cuando voy a pasear por allí ahora mismo escribiría esto desde las Bahamas. Para los animalicos, evidente, es un paraíso de olores y estímulos que amplían su universo de parquet y baldosa. Hay dueños que hasta los llevan para entrenar sus instintos de cara a la época de caza. Pero para los patos se convierte en un estrés que no estaba entre las prestaciones del humedal cuando emprendieron el vuelo hacia aquí en busca de tranquilidad para criar. Y para aquellos paseantes que tienen pánico a los perros es un auténtico coñazo. Un perrazo corre hacia ti sin comerlo ni beberlo -tendrá sus motivos pero tú no los sabes y pueden oscilar entre jugar y arrancarte una mano-, se tira a tus brazos y te pega un lametón. Y, todavía al borde del infarto, el dueño se acerca en alegre trotecillo y te dice la gran frase del que no ha educado jamás a su perro, no tiene intención de hacerlo y carece de empatía para con las personas que no los pueden ni ver: “¡pero si es muy bueno, no hace nada, hombre!”.

También están los que llevan al perrito atado al manillar de la bici y circulan por el bidegorri. Me encantan. ¿Visualizan la imagen? ¿Me ven llegando hacia ellos en sentido contrario por mi lado? ¿Imaginan qué sucede? Pues eso. Y me chiflan quienes van a tomar un café y atan al perro en una de las sillas de aluminio de la terraza. Y entonces el perro se asusta por algo y echa a correr arrastrando la silla y se mete en mitad de una rotonda en hora punta y no para de dar vueltas, estresado perdido, mientras el dueño le grita que pare y el perro todavía se agobia y corre más. Visto por estos ojitos míos.

En cuanto a las cacas, qué decirles. Al menos, nos inventamos la absurda premisa de que pisar una te da suerte. En ese caso, yo soy tan suertuda como muchos de los que leen esto. Pasear por un jardín, regresar a casa y notar un olorcillo acido. Esas reivindicaciones de los padres y madres que no pueden llevar a sus hijos al parque porque a la de tres el crío se ha caído y se ha llenado la cara de popó perruno (somos una de las ciudades europeas con más superficie de zona verde por habitante, pero no se les ocurra hacer un picnic en una de ellas porque tienen muchos boletos de tener pastel de postre), caminar con prisa y sentir algo blando bajo uno de tus pasos firmes... Trabajo en una calle donde las minas son habituales. Más o menos un par de veces al mes me toca limpiar un plastón de mierda de perro extendido estratégicamente en la puerta. Por no hablar de los meados con los que los animalicos marcan la pared y su territorio comanche. En una ocasión un fulano dejo la mastodóntica caca de su perro delante de mis narices. Amablemente, lo juro, le pedí que se la llevara. Y el muchacho me contesto que no tenía con qué y que la recogiera yo. Y entonces ya no fui tan amable.

Que la nieve se deshaga y que aflore una plantación escatológica de excrementos es penoso. Que nos tengamos que gastar la pasta para solventar la dejadez guarra de algunos es muy cutre en esta ciudad tan moderna. Si por mí fuera, que cuando me pongo radical soy muy resolutiva, le quitaría la custodia perruna a unas cuantas personas. Porque me puede dar mucha pena que para algunos el perro sea un complemento a la indumentaria, me puede horrorizar que les pongan jerséis y lacitos, pero no ocuparte de tu chucho y que te la sople el que pise la cacota de tu mascota (y rima) vislumbra escaso sentido ciudadano.

Y, por cierto, también sería muy resolutiva con los iluminados que siembran los parques de carne envenenada o bolas de picadillo con clavos en un delirio psicópata. A esos, directamente, les metería en la cárcel.

Leo hace unos días en la prensa que el departamento que lidera Leticia Comerón tuvo que acometer después de nuestras nieves una labor muy especial y sumamente agradable: limpiar las mierdas de los perros cuyos dueños dejaron clandestinamente ocultas por el manto blanco que cubrió nuestra ciudad. Qué rico, ¿eh?

Por si a alguien le asalta la duda, vaya por delante de esta columna que me encantan los perritos de toda raza y condición. Y no tengo uno por puro egoísmo. Llevando la vida que llevamos mi santo y una servidora, el pobre animal estaría horas y horas solo en un piso minúsculo y no quiero sentirme fatal por ello. Suelo disfrutar de un pastor alemán enorme y bonachón que se llama Yul y te ahoga de una lametada. Me parto cuando duerme porque sueña que corre y mueve las patas tumbado. Lo único que quiere es que le tires palos y juegues con él y, como buen perro, siempre que te descuides te robara el pollo del plato. Pero, si se le cruzara el cable, un bocado de esta monada de chucho podría llevarte media cara. Su dueño es muy consciente de ello y, aunque se desvive en cuidados, lo mantiene muy a raya. Suele decirme este dueño que el problema de tener un perro no es el perro sino el dueño.