(Bilbao, 1959). Ha sido guionista de radionovelas de humor, cómic (El Víbora, Cimoc...) y numerosas series de televisión (Farmacia de guardia, Turno de oficio...). Ha publicado los libros de relatos, novelas históricas juveniles. Su novela Voracidad fue Premio Euskadi de Literatura 2007. Ha sido traducido al francés, alemán, italiano, ruso, búlgaro, noruego y euskera. Es columnista de opinión en el diario El Correo y otros periódicos de Vocento. Dirige el festival La Risa de Bilbao, Semana Internacional de Literatura y Artes con Humor.
Campanas
El quijotesco y excéntrico capitán Blay es uno de los personajes que más me gusta de esa subyugante novela de Juan Marsé que se titula 'El embrujo de Shanghai'. El viejo ácrata, que va por la calle con gafas de soldador y pijama, expresa su mala leche y buen humor matinal asegurando que se va a comer un cura âno dice a un cura, sino un cura, como si se tratara de un besugo o un cocidoâ a modo de tapa de acompañamiento del vinazo infame que trasiega en la taberna habitual.
Como reflejo condicionado de perro de Pavlov, anhelo yo también comerme un cura âsin mediación de cocina, devorarlo crudoâ cada vez que suena una campana de iglesia. Y no es solo por razón de que los reaccionarios curas âvalga el pleonasmoâ les dieran las campanas a los carlistas para que las fundieran y forjaran cañones. Explico el porqué último de esta relación tañido campanil con clerofobia caníbal.
Durante muchos años viví en un piso situado frente a la catedral de Bilbao y, todavía hoy, paso en él muchos fines de semana. Es estupendo tener como vista doméstica la fachada de una catedral gótica, pero como precio de este gozo visual hay que pagar el precio auditivo de aguantar el rotundo toque de las campanas del campanario. Están coordinadas con el reloj de la torre; desde las nueve de la mañana a las diez de la noche tocan cada cuarto y las horas completas. Malditos curas âen Nochevieja, sospechosamente, siempre se les para el reloj. Será para que la pequeña banda de desorientados beodos que se congrega en la plazuela de Santiago no brame ni celebre el laico fin de año con sus horas.
Además del suplicio de las campanas horarias âtodas hieren, la última mataâ, al que uno se acaba acostumbrando, hay algo peor: los toques de celebración, auténticas baladas al estilo 'heavy' con subidas, bajadas y cuelgues en trémolo a volumen de discoteca de polígono y más largos que un mes sin vino. Desquiciantes. Una auténtica provocación que me lleva a la blasfemia escatológica y menoscaba mi riguroso ateísmo por la incongruencia de insultar a la inexistencia. Estas ofensivas desde el campanario las practican los festivos antes de las doce, cerca de las siete, y en días de celebración religiosa a todo bronce. Así que me pasa como en la canción aquella de Alaska, con una variante: en vez de mil campanas suenan en mi corazón, lo hacen en mi melón.
A estas horrendas baladas no se acostumbra uno, pero al menos sé cuándo van a atronar y tengo la oportunidad de huir. Mas, y aquí llega el colmo, el daño irreparable y la explicación de mi reflejo condicionado, una tarde, a hora no computada, inesperadamente, una ráfaga nueva de tañidos, de intensidad, arritmia y duración desconocida âquizá un experimento de rizado del rizo de la torturaâ me pilló desprevenido y entreteniéndome en compañía; cómo decirlo, arrobado en esa placentera práctica que se suele denominar con un número una unidad inferior a setenta. Y el susto de mi compañera se tradujo en un seco mordisco en mi segundo órgano favorito. No fue de graves consecuencias físicas, pero sí psíquicas. Desde entonces padezco una fobia insuperable al sexo oral. He pensado en demandar a los curas de la catedral por daños psicológicos graves y empobrecimiento cuantioso de mi vida espiritual, pero no hubo más testigos de la monstruosidad perpetrada que la mordedora involuntaria âquiero creerâ. Ni siquiera albergo la esperanza de que un rayo caiga en la torre y funda las campanas, ya que tienen pararrayos los malditos curas.
El quijotesco y excéntrico capitán Blay es uno de los personajes que más me gusta de esa subyugante novela de Juan Marsé que se titula 'El embrujo de Shanghai'. El viejo ácrata, que va por la calle con gafas de soldador y pijama, expresa su mala leche y buen humor matinal asegurando que se va a comer un cura âno dice a un cura, sino un cura, como si se tratara de un besugo o un cocidoâ a modo de tapa de acompañamiento del vinazo infame que trasiega en la taberna habitual.
Como reflejo condicionado de perro de Pavlov, anhelo yo también comerme un cura âsin mediación de cocina, devorarlo crudoâ cada vez que suena una campana de iglesia. Y no es solo por razón de que los reaccionarios curas âvalga el pleonasmoâ les dieran las campanas a los carlistas para que las fundieran y forjaran cañones. Explico el porqué último de esta relación tañido campanil con clerofobia caníbal.