(Bilbao, 1959). Ha sido guionista de radionovelas de humor, cómic (El Víbora, Cimoc...) y numerosas series de televisión (Farmacia de guardia, Turno de oficio...). Ha publicado los libros de relatos, novelas históricas juveniles. Su novela Voracidad fue Premio Euskadi de Literatura 2007. Ha sido traducido al francés, alemán, italiano, ruso, búlgaro, noruego y euskera. Es columnista de opinión en el diario El Correo y otros periódicos de Vocento. Dirige el festival La Risa de Bilbao, Semana Internacional de Literatura y Artes con Humor.
Exceso de grasa
No me refiero a la que adorna con barroquismo el contorno de mi menda, sino a un divertido despropósito que tuve el gusto de presenciar en un bar de Málaga. Fue en 2002. Acababa de publicar la que es mi novela más conocida âo menos desconocidaâ, ‘Alacranes en su tinta’, y me habían invitado a presentarla en la feria del libro de esa ciudad, que se monta en verano. La cita era a la tarde y llegué al mediodía. Como no me apetecía comer solo, decidí hacerlo informalmente, de tapas y finos, por varios bares de la zona adecuada. En uno de ellos, grande y de mucho meneo, el techo del bar era un firmamento de jamones colgados. Quedaban algunos fuera de la barra, sobre las cabezas de los clientes. En seguida vi el peligro, la espada de Damocles. Los jamones tenían clavados en la base esos vasitos cónicos de plástico con un pincho âno sé el nombre específicoâ para recoger la grasa líquida que sueltan. Estaban todos llenos a rebosar. Hacía mucho calor y en el local no había aire acondicionado, el desastre era inminente. Pedí otro fino para verlo. Sucedió a los pocos minutos y además sobre un señor mayor que vestía un traje color gris perla; como de guión. El chorretón de grasa le dio en un hombro y descendió por toda la chaqueta. El hombre se quedó petrificado y miró al techo como si pidiera una explicación a Dios encarnado en el jamón. Uno de los camareros, un chaval, se acercó, miró el desaguisado, miró el jamón agresor con gravedad y dijo poniendo gesto de enterado:
âSe veía venir.
El señor engrasado meneó la cabeza con resignación fatalista y le dijo:
âQué malasombra tienes, chaval.
Salió de la barra el encargado con un trapito empapado en agua caliente, pidiendo al señor, que debía de ser un cliente habitual, mil disculpas con fórmulas lacayunas y rogándole que les trajera la factura de la tintorería, mientras frotaba enérgicamente con el trapo. Pero lo más alucinante fue que el camarero malasombra, cumpliendo órdenes, subió a una escalera para revisar los jamones y evitar que volviera a suceder lo mismo. El espabilado chaval, en vez de vaciar de grasa los recipientes, fue rellenando con los que estaban a rebosar los que estaban menos llenos, con lo cual dejó todos al borde del derrame. Estuve a punto de quedarme más rato, para ver el siguiente bautismo de grasa, pero también me apetecía cambiar de bar.
Esta pequeña anécdota de la grasa a rebosar se asemeja a la situación actual del PP gobernante acosado por las sucesivas vueltas de tuerca que aprieta cada vez más el cuello de hierro del garrote vil, las que va dando la medida estrategia de Bárcenas. Parece que muchos de los próceres tienen el vasito muy lleno, a punto de verlo colmado y que la grasa les caiga encima y los pringue del todo; pero incapaces de librarse de ese exceso de grasa infamante, viendo que ya es imposible vaciar el propio vaso, intentan aliviar un poco el desborde llenándoselo más unos a otros. Que les caiga de una vez toda la grasa, llegue al suelo, la pisen y se den el batacazo.
No me refiero a la que adorna con barroquismo el contorno de mi menda, sino a un divertido despropósito que tuve el gusto de presenciar en un bar de Málaga. Fue en 2002. Acababa de publicar la que es mi novela más conocida âo menos desconocidaâ, ‘Alacranes en su tinta’, y me habían invitado a presentarla en la feria del libro de esa ciudad, que se monta en verano. La cita era a la tarde y llegué al mediodía. Como no me apetecía comer solo, decidí hacerlo informalmente, de tapas y finos, por varios bares de la zona adecuada. En uno de ellos, grande y de mucho meneo, el techo del bar era un firmamento de jamones colgados. Quedaban algunos fuera de la barra, sobre las cabezas de los clientes. En seguida vi el peligro, la espada de Damocles. Los jamones tenían clavados en la base esos vasitos cónicos de plástico con un pincho âno sé el nombre específicoâ para recoger la grasa líquida que sueltan. Estaban todos llenos a rebosar. Hacía mucho calor y en el local no había aire acondicionado, el desastre era inminente. Pedí otro fino para verlo. Sucedió a los pocos minutos y además sobre un señor mayor que vestía un traje color gris perla; como de guión. El chorretón de grasa le dio en un hombro y descendió por toda la chaqueta. El hombre se quedó petrificado y miró al techo como si pidiera una explicación a Dios encarnado en el jamón. Uno de los camareros, un chaval, se acercó, miró el desaguisado, miró el jamón agresor con gravedad y dijo poniendo gesto de enterado:
âSe veía venir.